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Al llegar a Cajazeiras do Norte y saber que Tereza estaba en la pensión de Gabi, la reacción del doctor fue de irritación y mal humor. Decidió dejarla librada a su suerte, esa fulana no valía la pena. Que el doctor Emiliano se tomara el trabajo de molestar a un amigo, un abogado capaz y astuto, de hacerlo venir desde Aracaju para sacarla de la cárcel y de la circulación, de ponerla en lugar seguro y la idiota, en vez de mantenerse a la espera, salía corriendo para el prostíbulo con su irreprimible vocación de perdida. Que la ejerciera entonces.

En el fondo, el despecho del doctor no se originaba en la manera como había actuado Tereza sino en el engaño que se había formulado él mismo al juzgarla digna de protección. Al encontrarla en el campo de Justiniano, le pareció descubrir en los ojos negros de la chiquilla un raro y significativo fulgor. También el relato de lo que sucedió después, aunque confuso y parcial en las bocas de Beatriz y de Eustáquio, le confirmaron aquella buena impresión inicial. Se había equivocado por más increíble que parezca, pues la fulana se revelaba como una ramera de la peor estirpe; tenía razón la prima Beatriz, tan lujosa y maternal. El fulgor de los ojos no había sido nada más que un rayo de sol que le iluminó la vista. Paciencia.

Como la capacidad de conocer y apreciar a las personas era un elemento fundamental para el mando que ejercía el doctor, señor de tierras y dueño de industrias, banquero además, y estaba orgulloso de acertar siempre al juzgar a las personas a primera vista, por eso mismo, le era difícil ocultar su enojo cuando se equivocaba. La decepción lo hizo volverse hacia el juez sustituto, porque en alguien tenía que descargar el despecho que le amargaba la boca. Se dirigió al Ayuntamiento, en cuyo piso superior estaban situados los tribunales. Sólo encontró al escribano que lo recibió con grandes exclamaciones —¡cuánto honor, doctor!—, sólo faltaba que le pidiera la bendición. El juez todavía no había llegado pero iba a llamarlo en seguida; se alojaba en la pensión de Agripina, ahí cerquita. ¿Su nombre? Doctor Pio Alves, pretor durante muchos años, finalmente, juez en Barracão. Mientras espera, por la ventana abierta sobre la plaza, el doctor contempla la triste ciudad y su disgusto aumenta, no le gusta que lo contraríen, menos todavía equivocarse solo. Una decepción más, en su vida se van acumulando los desengaños.

Solemne, con una sombra de preocupación en los ojos y un tic nervioso en el labio, entra en la sala el juez sustituto, doctor Pio Alves, lleno de vinagre y resentimiento. Permanente víctima de injusticias, siempre le pasan por encima y debe ceder su lugar a los protegidos; se juzga blanco de un complot clerical, gubernamental y popular, que intenta derrotarlo a cada paso que da. Tiene la mano pesada para la ley y es insensible ante cualquier argumento que no figure en la letra estricta de la ley. Cuando le hablaban de flexibilidad, comprensión, lástima, clemencia o sentimientos humanitarios en general, respondía enfáticamente:

—Mi corazón es el sagrario de la ley, en él inscribí el axioma latino, dura lex sed lex.

De rabia y envidia se hizo honesto, carga incómoda, capital que rinde poco interés. Le tenía miedo y odio al doctor Emiliano, lo responsabilizaba de la larga temporada en que había tenido que marcar el paso como pretor miserable, candidato a juez en Cajazeiras do Norte, donde su esposa había heredado unas tierras y abundante ganado, y lo habían postergado por un abogado de la capital cuyo único título era el de marido cornudo de una parienta de los Guedes. Ya había sido nombrado el doctor Pio cuando intervino Emiliano, obteniendo la nominación del cornudo. Tiempo después y con mucho trabajo, había conseguido su promoción a juez, sirviendo en la comarca de Barracão, municipio cercano, pero su meta continuaba siendo Cajazeiras do Norte, desde donde podría administrar la pequeña fazenda, volviéndola lucrativa fuente rentística, ampliándola quizá. Cuando lo llamaron para sustituir al doctor Eustáquio en el discutido proceso, pensó que había llegado la dulce hora de la venganza: por su gusto, Daniel debería ser el acusado principal y no un cómplice; pero, lamentablemente, dura lex sed lex, quien levantó el cuchillo fue la muchacha.

Detrás del juez venía el escribano, muerto de curiosidad; con un gesto el doctor Emiliano lo despidió y en la sala quedaron a solas él y el magistrado.

—¿Desea hablar conmigo, doctor? Estoy a sus órdenes —el juez se esfuerza por mantenerse grave y digno pero el labio se le contrae en un tic nervioso.

—Siéntese, vamos a conversar —ordena Emiliano como si fuese el magistrado, la suprema autoridad en el lugar, el tribunal.

El juez vacila, ¿dónde se sentará? ¿En la alta silla de respaldo, puesta encima del estrado para marcar las jerarquías e imponer respeto a todos los demás, colocándose por encima del doctor, en posición de lucha? Le falta coraje para sentarse junto a la mesa. El doctor sigue de pie, la mirada perdida fuera de la ventana, y así habla, con voz neutra:

—El doctor Lulu Santos le trajo un recado mío, ¿no lo recibió?

—Sí, el doctor Santos estuvo conmigo, lo atendí y ordené inmediatamente la libertad de la menor mantenida presa por el comisario. Él firmó como responsable.

—Pero ¿acaso no le dio el recado completo? Le mandé decir que archivara el proceso. ¿Ya lo archivó, juez?

Se acentúa el tic en el labio del juez, las cóleras del doctor, aunque famosas, son raras. Busca fuerzas en la amargura:

—¿Archivar? Imposible. Se trata de un crimen cometido contra una persona importante de esta comarca…

—¿Importante? Un granuja. ¿Imposible, por qué? Está envuelto en el proceso un joven estudiante, pariente mío, hijo del juez Gomes Neto, dicen que usted quiere hacerlo declarar.

—En calidad de cómplice… —baja la voz—… si bien, a mi modo de ver, es más que eso, es el coautor del delito.

—Aunque soy licenciado en derecho, no vengo aquí en calidad de abogado, ni tengo tiempo que perder. Óigame, doctor: usted debe saber quién manda en esta tierra, ya tuvo la prueba antes. Me dijeron que todavía desea ser juez de Cajazeiras do Norte. Está en sus manos. Yo creo que Lulu no le dio mi recado completo. Escriba ahora mismo la sentencia archivando el asunto. Le bastan dos líneas. Si le molesta la conciencia, entonces yo le aconsejo que se vuelva para Barracão cuanto antes, dejando el resto del proceso para el juez que yo elija. Está en sus manos, decídase.

—Es un crimen grave…

—No me haga perder más tiempo, ya sé que el crimen es grave y por eso le ofrezco el puesto de juez de derecho en Cajazeiras. Decídase, no me haga perder el tiempo y la cabeza —golpea con el rebenque sus piernas.

El doctor Pio Alves se yergue lentamente y va en busca de los autos. Nada gana con oponerse; si no lo hace lo mandarán a Barracão y otro firmará el archivamiento ganándose los favores del doctor. En realidad el proceso está viciado de ilegalidades, empezando por la prisión y las sucesivas palizas a la menor, interrogada sin audiencia del juez competente, sin abogado designado que la protegiera hasta la reciente intervención de Lulu Santos, y, encima, la falta de pruebas y testigos dignos de fe, un proceso repleto de fallas, con los plazos vencidos, le sobran razones para archivarlo. Un juez honesto no se deja llevar por mezquinos sentimientos de venganza, indignos de un magistrado. Además, ¿qué importancia tiene archivar un proceso más en la región? Ninguna, está claro. El doctor Pio aprendió historia universal en la lectura de Zevaco y Dumas: París vale una misa. ¿Y Cajazeiras do Norte no vale, por lo menos, una sentencia?

Cuando termina de escribir, con su letra menuda, su escritura lenta, sus latines, levanta los ojos hacia el doctor que permanece junto a la ventana y sonríe:

—Lo hago en atención a usted y su familia.

—Muchas gracias y enhorabuena, señor juez de Cajazeiras do Norte.

Emiliano se acerca al escritorio, toma los autos y los hojea. Lee aquí y allí, pedazos de la acusación, del interrogatorio, de las declaraciones, la de Tereza, la del joven Daniel, ¡qué asco! Deja los papeles sobre la mesa, se da vuelta y sale:

—Cuente con su nombramiento, señor juez, pero no se olvide de que todo lo que pasa en esta región me interesa.

Todavía irritado volvió a la fábrica, y días después marchó a Aracaju para echarle una ojeada a la sucursal del Banco; allá se encontró con Lulu y al correr de la conversación se enteró de que Tereza no conocía su intervención en el asunto ni siquiera el interés que sentía por ella. Ah, entonces no se había engañado al juzgarla, el fulgor de los ojos se había confirmado también cuando leyó los autos. Además de bonita, era valiente.

Anticipó su regreso, no quiso esperar el tren del día siguiente y viajó en automóvil apresurando al chófer, a pesar de que en algunos tramos el camino no era más que una senda para tropas de burros y carros de bueyes. Llegó de noche y en seguida partió a caballo hacia Cajazeiras; sólo se demoró en bañarse y cambiarse de ropa. Se dirigió directamente a la pensión de Gabi. Desmontó, cruzó las puertas batientes del prostíbulo, acontecimiento inédito, pues nunca había puesto sus pies allí. Cuando el mozo Arruda lo vio, largó bebidas y clientes y salió corriendo a llamar a Gabi. La celestina vino tan apresuradamente que casi no podía hablar, había quedado sin aliento, un honor inaudito, un milagro.

—Buenas noches. Está parando aquí una muchacha llamada Tereza…

Gabi no lo dejó terminar; milagro de Tereza, adquisición inapreciable, su fama había llegado a oídos del doctor, que se convertía en cliente:

—Es verdad, sí señor, una belleza de muchacha, con menos de quince años, nuevecita, ¡una ricura, a las órdenes del doctor!

—Me la llevo conmigo… —sacó algunos billetes de la cartera y se los entregó a la emocionada proxeneta—. Vaya a buscarla…

—¿El doctor se la va a llevar? ¿Por esta noche o por algunos días?

—Para siempre. No va a volver. Vamos, rápido.

Desde sus mesas los clientes observaban en silencio; Arruda había retornado al bar, pero, atemorizado, desistía de servir. Gabi se tragó sus protestas, sus argumentos y razones, se guardó el dinero, varios billetes de quinientos, nada ganaría con discutir, sólo le quedaba esperar el regreso de Tereza cuando el doctor se cansara de ella y la largara. Tardaría un poco, quizá un mes o dos, pero sucedería.

—Siéntese, doctor, tome algo mientras ella prepara su maleta y se arregla…

—No necesita preparar nada, basta con lo que tiene puesto.

Se la puso a la grupa de su caballo y se la llevó.