Al salir de la cama Tereza apenas siente el peso de la muerte sobre su vientre y su pecho, el último estertor del amante, un gemido, ¿de dolor o de placer? Ay, Tereza, dice y muere, en la plenitud del amor —el compañero ya muerto y ella todavía deleitándose en el placer, deshaciéndose del néctar hasta sentir el peso de la muerte. No puede gritar ni pedir socorro, el pecho, la garganta, la boca sucia de la sangre de la otra boca, hasta en la muerte se sienten los modales del doctor al elegir su hora última con la debida discreción.
Sólo fueron unos minutos durante los cuales Tereza Batista se sintió maldita y loca, con la muerte como amante, como compañera de cama y goce. Los ojos fuera de las órbitas, muda y perdida, inmóvil ante el lecho de blancas sábanas lavadas en agua de alhucema, no ve al doctor a quien le había fallado el corazón, gastado por las decepciones y el orgullo; ve la muerte expuesta en su goce. Tereza lo había tenido pecho contra pecho, con los brazos y las piernas la había prendido a su vientre, la muerte la había penetrado, se le entregó y la recibió.
La fiesta ya había terminado. De pronto fue la muerte, solamente la muerte, instalada en la noche, extendida en la cama, arrodillada sobre el vientre y el destino de Tereza Batista.