La ambulancia partió, los curiosos siguieron en la acera frente al chalet, comentando. Nina se mezcló con ellos, dándole a la lengua, después de haber levantado a los dos hijos.
En el dormitorio, el sacristán terminó de recoger los objetos del culto, las velas. Una última mirada de envidia al gran espejo, ¡ah, degenerados!, se marcha. El padre se había despedido antes:
—Que Dios te ayude, Tereza.
Tereza acababa de hacer su maleta. Sobre la mesa de trabajo de Emiliano estaba el rebenque de plata sobre unos papeles. Piensa en llevárselo. ¿El rebenque, por qué? Mejor una rosa. Se cubre la cabeza con un chal negro con flores coloradas, el último regalo del doctor, traído el jueves pasado.
En el jardín corta la rosa más carnosa y roja, carne y sangre. Quisiera decirle adiós a los niños y a la vieja Eulina, pero Nina escondió a sus hijos y la cocinera sólo llegará a las seis.
La maleta en la mano derecha, la rosa en la izquierda, el chal sobre la cabeza, Tereza abre el portón. Atraviesa la acera por entre los curiosos como si no los viera. Con el paso firme, los ojos secos, camina hacia la parada del autobús para tomar el de las cinco de la mañana hasta Salgado, por donde pasa el tren de la Leste Brasileña.