37

—Sangre ruin, Tereza. Sangre podrida la mía y la de mi familia.

Fueron dos horas o poco más, mas parecieron una eternidad desolada. Emiliano contó y comentó, áspero y crudo, sin seleccionar las palabras. Tereza nunca imaginó escuchar de la boca del doctor el relato de tales hechos, oír tales expresiones respecto de los hermanos, del hijo, de la hija. En casa de la amante no hablaba sobre la familia y, si alguna referencia se le escapó en esos seis años, fue de elogio. Un día le mostró un retrato de Apa, jovencita, los ojos azules del padre, la boca sensual, linda. Es perfecta, Tereza, le dijo enternecido, es mi tesoro. En la noche de aquel domingo de mayo, Tereza se dio cuenta de la extensión del desastre, mucho más allá de lo que se pudiera imaginar a través de insinuaciones, de palabras sueltas, de frases esparcidas de los amigos y los extraños, de los silencios de Emiliano. Le debe de haber costado un gran esfuerzo ser cordial, amable, risueño, parecer alegre en la convivencia con ella y los amigos, guardando para sí solo la prueba amarga, la hiel que lo consumía. De pronto fue demasiado y lo desbordó.

—Sangre ruin, raza ruin, degenerada.

Sólo dos personas de su familia no lo habían decepcionado, no habían traicionado su confianza: Isadora y Tereza, con ellas no se había equivocado. Fue pensando en Isadora, costurerita pobre, esposa modelo, inolvidable compañera, como el banquero decidió suspender las órdenes dadas a Alfredão respecto de Tulio Bocatelli; no debía matar al italiano, le concedería una oportunidad.

—Sangre buena, Tereza, y de gente del pueblo. Ojalá fuera joven y tuviera de ti los hijos que soñé.

Por abruptos caminos llegaron a los juramentos de amor, al idilio tierno. Después de haberle dicho con amargura, con ira y pasión, lo que jamás pensó confiar a pariente, socio o amigo ninguno, el doctor la rodeó con sus brazos, la besó los labios y se quejó:

—Demasiado tarde, Tereza. Tardé mucho en darme cuenta. Demasiado tarde para tener los hijos que no tuve, pero no para vivir. Sólo te tengo a ti en el mundo, Favo-de-Mel, ¿cómo pude ser tan injusto y mezquino?

—¿Injusto conmigo? ¿Mezquino? No diga eso, no es verdad. Me dio de todo, ¿quién soy yo para merecer más?

—Íbamos camino del puerto hace poco, cuando de pronto pensé que si yo me muriese tú te quedarías sin nada para vivir, más pobre todavía que cuando llegaste, porque tus necesidades son mayores ahora. En todo este tiempo, más de seis años, yo no pensé en eso. No pensé en ti, sólo en mí, en el placer que me dabas.

—No diga eso, no lo quiero oír.

—Mañana por la mañana voy a telefonear a Lulu para que venga inmediatamente y ponga esta casa a tu nombre y le agregue una cláusula a mi testamento, un legado que te garantice la vida después que yo me muera. Soy un viejo, Tereza.

—No hable así, por favor… —repite—: por favor, se lo pido.

—Está bien, no hablo más, pero voy a tomar las medidas necesarias. Por lo menos voy a corregir en parte la injusticia, tú me has dado paz, alegría, amor y yo, en cambio, te he tenido aquí prisionera, dependiendo de mi comodidad, como una cosa, un objeto, una esclava. Yo soy el dueño y tú eres la sierva, hasta hoy me tratas de usted. Fui tan ruin contigo como el capitán. Otro capitán, Tereza, barnizado, pasado a limpio, pero en el fondo lo mismo. Emiliano Guedes y Justiniano Duarte da Rosa, iguales, Tereza.

—¡Ah! ¡No se compare con él! Nunca hubo dos hombres tan diferentes. No me ofenda ofendiéndose de esa manera. Si fuesen iguales, ¿por qué iba a estar yo aquí, por qué iba a llorar por su familia si ni siquiera lloro por mí? No se compare porque me ofende. Para mí usted siempre fue bueno, me enseñó a ser mujer y a gozar de la vida.

Emiliano resurge de las cenizas en la voz apasionada de Tereza.

—En estos años, Tereza, tú supiste cómo soy yo, conoces mi lado bueno y mi lado malo, sabes de lo que soy capaz. Metí mi mano en el corazón y me lo arranqué de allí, pero mi corazón no quedó vacío y no me morí. Porque te tengo a ti. A ti y a nadie más.

Con una repentina timidez de adolescente, de afligido solicitante, desprotegida criatura, en contradicción con el señor acostumbrado a mandar, directo y firme, insolente y arrogante cuando era necesario. La voz casi conmovida:

—Ayer, en la kermesse, empezó de verdad nuestra vida, Tereza. Ahora nos pertenecen todo el tiempo y el mundo entero. Ya no te dejaré sola, ahora estaremos siempre juntos, aquí o donde sea, viajarás conmigo. Se terminó la amiga escondida.

Antes de levantarse, alta estatura de árbol, la toma en sus brazos y, cerrando el discurso terrible y la dulce charla amorosa, Emiliano Guedes dice:

—Ojalá fuera soltero para casarme contigo. No es que eso modifique en nada lo que significas para mí. Eres mi mujer.

Acabado el beso, ella murmura:

—Emiliano, amor mío.

—Nunca más me tratarás de doctor. Sea donde fuere.

—Nunca más, Emiliano.

Habían pasado seis años desde la noche en que la había sacado del prostíbulo. El doctor levantó a Tereza en sus brazos y la condujo al lecho nupcial. Habían traspuesto los últimos obstáculos, Emiliano Guedes y Tereza Batista. Un viejo de plata y una muchacha de cobre.