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En el comedor, Nina sirve café bien caliente, con el oído tenso. En las maneras y la voz de Tulio, reconoce al nuevo patrón, un joven guapo, el marido de la hija del doctor. Al pasar lo roza, con los ojos bajos.

Conducido por el médico, Tulio ya recorrió casi toda la casa haciendo un balance de las pertenencias. Sólo faltan la sala de visitas y la antigua alcoba para terminar el inventario.

—¿Es propia o alquilada?

—¿La casa? El doctor la compró con los muebles y todo lo que tenía adentro. Después hizo unas reformas y trajo un montón de cosas —el doctor Amarílio se entrega a los recuerdos—. Siempre llegaba con el auto repleto. De todo. Esta casa era la niña de sus ojos. ¿Aquel reclinatorio, lo ve? Lo descubrí yo en una casita a tres leguas de aquí, en la casa de un enfermo, le hablé al doctor Emiliano, quiso verlo en seguida, fuimos a la mañana siguiente, a caballo. El dueño, un pobre de Dios, no quiso decir el precio, era una porquería tirada en un rincón. El precio se lo dio el doctor, pagó una cifra absurda.

Por absurdo que fuera lo pagado, seguramente seguía siendo barato, ese reclinatorio valía una fortuna en cualquier anticuario del sur. Los muebles lo mismo. Tulio advierte la mano del suegro en cada detalle. Ni el solar en Corredor da Vitoria, en Bahia, ni la casa grande de la fábrica guardan tan nítida la presencia de Emiliano Guedes. En la residencia de la capital predomina el lujo, el sobrio buen gusto del doctor zozobra en el fasto de Iris, en las extravagancias de Aparecida y de Jairo. En la casa grande de la fábrica, sólo la parte que se reserva para él mantiene esa difícil mezcla de coquetería y simplicidad; fuera de allí, en las grandes salas, en las innumerables habitaciones, reinan el desorden de Milton y el descuido de Irene. En el chalet de Estância nada desentona, el gusto de Emiliano se corresponde con el cuidado de la dueña de casa. No sólo es una buena casa, confortable y apacible, advierte Tulio. Más que eso es un hogar, esa especie de místico refugio sobre el cual había oído hablar Tulio desde que era niñito. Así era la casa de un tío suyo, miniaturista en el Palacio Pitti, en Florencia: personal e íntima.

—¿Cuánto tiempo duró esta relación, lo sabe usted?

El doctor Amarílio reflexiona, hace cálculos:

—Va para más de seis años…

Sólo al final de su vida el viejo jefe había conseguido un hogar, una casa verdadera, quién sabe si su auténtica mujer. Tulio espera no tener jamás necesidad de hogar, de quietud, de sosiego, de paz, ni siquiera en la hora de su muerte. En cuanto a la mujer, es perfectamente satisfactoria la que tiene; Apa le da riqueza y seguridad, y alegre compañía. Vivir y dejar vivir, es la divisa de Tulio Bocatelli. Sólo que de ahora en adelante, debe controlar los gustos. El capo podía ser derrochón, había nacido rico, ya sus bisabuelos poseían tierras y esclavos, nunca había conocido el gusto de la miseria. Tulio conocía el hambre, conocía el valor real del dinero, sostendrá las riendas con mano firme.

—¿A nombre de quién está la escritura de la casa? ¿De ella o de él?

—Del doctor. Yo firmé como testigo. Yo y el profesor João…

—Una buena casa. Debe valer bastante.

—Aquí en Estância, los inmuebles son baratos.

Si estuviera situada en las afueras de Aracaju sería perfecta para encuentros amorosos. En Estância es inútil. Lo mejor será venderla o alquilarla. Llevarse los muebles a Bahia. Tulio piensa usarlos en su casa, en la capital, para él se terminó Aracaju.

El doctor Amarílio le entrega el certificado de defunción. Tulio lo guarda en su bolsillo:

—¿Se murió mientras dormía?

—¿Mientras dormía?… Eh, fue en la cama, no exactamente mientras dormía…

—¿Qué hacía?

—Lo que un hombre y una mujer hacen en la cama…

—¿Chiavando? ¿Se murió encima de ella? ¡Accidente!

La muerte de los justos, de los preferidos del buen Dios. Para la mujer en cambio, una calamidad. En sus tiempos de gigoló había conocido un caso así, la mujer había enloquecido, nunca más fue la misma.

Poveraccia… ¿Cómo es su nombre? ¿Tereza qué?

—Tereza Batista.

—¿Pensará seguir viviendo aquí?

—No creo. Dice que se va de Estância.

—¿Usted cree que unos quince o veinte días son suficientes para que deje la casa? Naturalmente, la familia va a querer venderla o alquilarla en seguida para que la gente se olvide de este asunto.

—Pienso que es bastante. Puedo hablar con ella.

—Yo mismo le hablaré…

Se dirigen a la sala de visitas, transformada por el doctor en gabinete de trabajo, hacia el cual se abre la puerta de la antigua alcoba donde están los libros y objetos de Tereza y donde ella se encuentra haciendo la maleta. Tulio la mira y nuevamente la admira, espléndida hembra, ¿quién la heredará del viejo jefe? Se le acerca.

—Escucha, hermosa. Estamos en los primeros días de mayo, puedes continuar ocupando la casa hasta fin de mes.

—No la necesito.

Un relámpago en los ojos negros tan hostiles como los fríos ojos azules del doctor. Tulio pierde un poco de su seguridad habitual, pero en seguida se rehace, ésa no puede ordenar que lo liquiden en las tierras de la fábrica. Ahora quien hace y deshace es él, Tulio Bocatelli.

—¿Puedo serte útil en algo?

—En nada.

Nuevamente la mide de arriba a abajo y le sonríe, ojos y sonrisa cargados de insinuaciones.

—Aun así pasa por el Banco, en Aracaju, vamos a conversar sobre tu vida. No vas a perder tu tiempo yendo…

Antes de terminar la frase la puerta de la alcoba se cierra en sus narices. Tulio se ríe:

—¡Brava bambina, eh!

El médico eleva sus manos en un gesto impreciso, nada de eso le agrada, noche ruin, de pesadilla. Ojalá que llegara la ambulancia para llevarse el cuerpo. En casa, su esposa, doña Veva, lo espera sin dormir para que le cuente el resto de la historia. Cansado, el doctor Amarílio acompaña a Tulio hasta el jardín donde el psicoanalista Olavo Bittencourt duerme en la hamaca.

En el comedor, soltando exclamaciones, en plena excitación, Marina escucha los cuchicheos de la criada. Nina da detalles:

—La sábana toda sucia… Si usted la quiere ver, se la puedo mostrar, la guardé para lavarla después…

Mientras la otra va a buscar la sábana, Marina corre hasta la puerta del comedor y llama al marido:

—¡Cristóvão, ven acá, de prisa!

La sábana extendida sobre la mesa, la criada señala las manchas, el semen ahora seco. Marina lo toca con una uña:

—¡Qué asquerosidad!

Llegan el padre Vinícius y Cristóvão.

—¿Qué sábana es ésa? —el padre no necesita respuesta para darse cuenta, no puede ser otra, seguramente… Indignado ordena—. ¡Nina, llévate esa sábana… Vamos! —se dirige a Marina—. ¡Por favor, doña Marina!

Atraídos por las voces se juntan Tulio y el doctor Amarílio, se unen al grupo:

—¿Qué pasa? —quiere saber el italiano.

Marina vibra, está en su clima habitual:

—¿Sabías que se murió encima de ella? Una desvergüenza increíble… ¿No viste el espejo en el dormitorio? ¿Cómo vamos a hacer para taparle la boca a esa gente, cómo hacer para que no hablen? Si la noticia se desparrama, ¡qué bien vamos a quedar! Emiliano muriendo así…

—Si sigue usted gritando como una histérica toda la ciudad se va a enterar ahora mismo, por su boca. —Tulio se vuelve hacia Cristóvão—. Caro, saque a su mujer de aquí, llévela al lado de Apa que está sola en el dormitorio.

Son órdenes, las primeras dictadas por Tulio Bocatelli.

—Ven, Marina —dice Cristóvão.

Tulio le explica al cura y al médico:

—Vamos a colocarlo en la ambulancia como si estuviese enfermo, con un infarto o un derrame, a su elección, doctor Amarílio. No se murió encima de nadie, un hombre de su posición debe morir decentemente. Muere en el camino al hospital, viniendo de la fábrica.

A lo lejos se oye la sirena estridente de la ambulancia despertando a la gente y la curiosidad de Estância. No tarda en detenerse ante la puerta del chalet. Los enfermeros descienden, toman la camilla.

—Lo mejor, doctor Amarílio es que usted vaya en la ambulancia hasta Aracaju, para mantener las apariencias.

¡No se terminará nunca esta pesadilla! Pero el doctor piensa en la cuenta que les presentará y dice que sí. Pasará por su casa y calmará a la impaciente Vera. A la vuelta tendrá mucho que contar.

Tulio, el padre Vinícius y Nina se dirigen al dormitorio mientras el médico y Lula van al encuentro de los enfermeros. La sirena de la ambulancia despertó a los niños, a los vecinos y al doctor Olavo Bittencourt que se levanta de prisa para amparar a la abandonada Apa. ¿Cómo diablos se había quedado dormido? Había salido a fumar un cigarrillo, se adormeció sobre la hamaca, ¿merecerá perdón? Corriendo, se cruza con Tereza en el comedor.

Tereza entra en el dormitorio, no parece ver a los parientes y amigos. Se acerca a la cama, queda un instante en silencio mirando el rostro bien amado.

—Saquen a esa maldita de aquí… —grita Marina.

—¡Finíscila, porca Madonna! ¡Calla la boca! —explota Tulio.

Como si no oyera nada y estuviera sola, Tereza se inclina sobre el cuerpo del doctor, le toca la cara, el bigote, los labios, el pelo. Es el momento de partir, Emiliano. Ellos sólo se llevarán tu cadáver, tú te irás conmigo. Le besa en los ojos, le sonríe. Su amante, su amigo, su amor. Sale del dormitorio. Los enfermeros cargan el cadáver en la camilla. El industrial, el director del banco, el empresario, el señor de tierras, el eminente ciudadano, va a morir con decencia en la ambulancia camino del hospital, de un infarto o un derrame cerebral, como usted prefiera, doctor Amarílio.