Cangaceiro sertanejo, Emiliano Guedes se metió a gángster ciudadano, lo que era virtud en el ámbito rural degeneró en vicio en el asfalto, y la grandeza de los Guedes de Cajazeiras terminó en corrupción, había escrito el plumífero Haroldo Pera en la indigesta pasquinada. Muchas veces el doctor había meditado sobre esas frases malignas.
—Quizá yo no debía haber ido a la capital. Pero cuando los chicos fueron naciendo se me encendió la ambición de hacer más dinero para ellos, de aumentar la riqueza de la familia. Para ellos todo me parecía poco.
Ya hombre maduro, Emiliano había vuelto a casarse, reclutando a su esposa en una familia importante, de grandes señores de la tierra. Heredera rica, Iris sumó nuevos bienes a la fortuna de su marido y le dio una pareja de hijos, Jairo y Aparecida.
El doctor se había esforzado por mantener con su esposa relaciones de afecto e intimidad, ya que no de amor; pero no lo consiguió. Entonces se contentó con brindarle confort y lujo; ella no le pedía nada más y poco le concedió al marido aparte de los hijos. Mantenerse honesta no le costó esfuerzo ni sacrificio, los placeres de la cama no la atraían. Emiliano no se acuerda de cuándo la tuvo en sus brazos por última vez, inerte. Quedó embarazada y parió, eso fue todo. Apática, indolente, en realidad Iris nunca se interesó por nada. Ni siquiera por los hijos, de los cuales le correspondió a Emiliano el control: haré de ellos un comandante y una reina.
Los hijos, ¡ah! Fuente permanente de alegrías, meta de sueños, para ellos había vivido y trabajado el doctor.
—Por ellos mandé matar y me maté, Tereza.
Fracaso terrible. Igual que sus primos, Jairo se graduó en Derecho, pero no se contentó con Bahia. Con el pretexto de hacer un curso en la Sorbona, embarcó hacia París, pero en la universidad no puso nunca los pies; en cambio conoció todas las pistas de autos y todos los casinos europeos. ¿De quién había heredado la pasión por el juego? Finalmente, Emiliano se cansó de aquel derroche de dinero y lo hizo volver. Frente a diversas opciones, Jairo eligió la dirección de la sucursal del Banco en São Paulo. Un año después se descubrió el desfalco, millones gastados en caballos y yeguas de carrera, en naipes y ruletas. Talones sin fondo estallaron en otros bancos, el escándalo, la degradación. El escándalo pudo ahogarse, pero no se pudo impedir la divulgación de la noticia. Si el prestigio del banco no hubiese sido tan sólido, la onda expansiva lo hubiera desacreditado. Lo sostuvo el doctor, una fortaleza de vida y entusiasmo.
—No sé decirte qué sentí, Tereza, es imposible…
Degradado a la fábrica, Jairo se pasa el día entero oyendo discos, cuando no se marcha a Cajazeiras, siguiendo las riñas de gallos.
—¿Qué puedo hacer con él, Tereza, dime?
Peor todavía con Aparecida, la predilecta. Se había casado en Rio, a escondidas de la familia, había comunicado el acto con un telegrama a los padres en el que les pedía dinero para pasar la luna de miel en el Niágara. Nupcias de millonaria bahiana con un conde italiano, dijeron las columnas sociales de los periódicos. Hasta la apática Iris vibró con la adquisición de sangre azul peninsular.
Emiliano trató de saber quién era y de dónde venía el inesperado yerno, la familia y antecedentes del supuesto noble romano. Tulio Bocatelli había nacido realmente en el palacio de un conde, donde su padre cumplía las funciones de portero y de chófer. Siendo niño todavía había abandonado los húmedos sótanos del caserón y se había marchado en busca de fortuna fácil. Pasó por malos momentos, frecuentó la cárcel, Tres mujeres hacían la calle para vestirlo y alimentarlo cuando cumplió los dieciocho años. Fue portero de un cabaret, guía de turistas para espectáculos pornográficos con lesbianas y maricas, ascendió a gigoló de viejas norteamericanas. Tenía buena estampa. Llevaba una vida fácil pero no estaba satisfecho. Quería riqueza de verdad y seguridad, no un poco de dinerito, siempre escaso e incierto. A los veintiocho años se vino al Brasil con una mano atrás y otra delante, siguiendo a un primo, un tal Storoni, que había dado el golpe casándose con una paulista rica. Desde São Paulo, para envidia de los pobres parientes, el primo envió fotografías de la fazenda de café, de los campeones cebú, de los edificios urbanos, recortes de periódicos con notas sobre fiestas y banquetes. Ésa era la dulce vida de los sueños de Tulio, la fortuna segura y auténtica, fazenda, ganado, casas, cuentas bancarias. Desembarcó de una tercera clase en el puerto de Santos, con dos trajes, su estampa y un título de conde. A los seis meses de su estancia en Brasil la mujer del primo le presentó a Aparecida Guedes, en una fiesta celebrada en Rio de Janeiro. Enamoramiento, noviazgo y casamiento se sucedieron en un abrir y cerrar de ojos. Ya era hora; Storoni no estaba dispuesto a seguir manteniendo al vago, aunque fuese conde y primo suyo.
De vuelta de los Estados Unidos, fueron a Bahia a conocer a la familia de la esposa. Tulio se olvidó de su sangre azul, de su título de conde, si bien todo romano es noble, como se sabe. Le faltó audacia, los ojos de Emiliano le causaban escalofríos. Se le presentó como un joven modesto, pobre pero trabajador, a la espera de una oportunidad.
—Yo había pensado en mandarlo matar, en la fábrica. Pero viendo a mi hija tan feliz y acordándome de Isadora, tan pobre y honesta, resolví darle una oportunidad. Le dije a Alfredão que se guardara el arma, que el encargo había sido postergado para cuando se portara mal con Apa, cuando hiciera sufrir a mi hija.
La que empezó a portarse mal fue ella, le puso los cuernos a izquierda y derecha. Él le pagó con la misma moneda, cada uno hizo lo que le dio la gana, pero siguieron muy amigos, alegres y unidos, viviendo en armonía. Por más que se esfuerce, Emiliano no entiende:
—Es un cabrón… un cornudo manso.
¿El yerno un cornudo? ¿Y la hija? Apa, la hija única, la predilecta. Voy a hacer de Jairo un comandante y de Aparecida una reina. El comandante acabó en chulo fullero, la reina en puta. Degradada al lado de ese individuo disoluto, amoral, incapaz de un resto de decencia. ¿Hacerlo matar? ¿Para qué si ella no se merece un marido mejor, si viven muy contentos el uno con el otro?
Tienen en común dos hijitos, los intereses financieros y el descaro.
Por lo demás, si lo matase, ¿quién conduciría el barco una vez que el doctor muriese? El italiano no es tonto, es entendido en materia de negocios, es capaz de dirigir, una pena que esté tan podrido y haya contaminado a Aparecida. ¿Contaminado a Aparecida? ¿Acaso no llevaba ella en su sangre la podredumbre?
—¡Ay, Tereza, a qué se han reducido los Guedes de Cajazeiras!
La voz quebrada sucede a la ira, la fría lámina de los ojos sólo refleja cansancio. No quedará nada de los Guedes, ni siquiera el nombre. Mañana serán los Bocatelli.
—Sangre ruin, Tereza, es la mía. Podrida.