Tereza desaparece en dirección a la alcoba. Marina se echa dentro de la habitación acompañada por su marido.
—¡Emiliano, cuñado, qué desgracia! —de rodillas junto a la cama, gritando, deshecha en llanto, golpeándose el pecho—. ¡Ay, Emiliano, cuñado!
Cristóvão observa al hermano, no se repuso todavía de la noticia, casi no puede creer en ese cadáver allí expuesto. De la borrachera sólo le queda la voz pastosa, pero está lúcido y con miedo. Sin Emiliano se siente huérfano. Desde la muerte del padre, él era un niño, dependía del hermano. ¿Cómo se va a manejar ahora? ¿Quién ocupará ese sitio vacío, quién asumirá el puesto de mando? ¿Milton? No tiene energía ni conocimientos para tanto. Si fuese sólo la fábrica. Pero los negocios bancarios, las empresas de importación y exportación, de transportes y barcos, Milton no entiende nada. Ni tampoco Cristóvão, ni tampoco Jairo. Ése sólo sabe de caballos; en sus manos la fortuna de los Guedes, por grande que sea, va a durar muy poco. Jairo, nunca.
—¡Ay, cuñado, pobrecito! —Marina cumple su obligación de parienta cercana, emite gritos desgarradores.
Tulio pasa al lado de Cristóvão y sale de la habitación. Apa sigue a los pies de su padre, la cabeza recostada sobre su pecho, soñolienta. Bebió demasiado.