33

—¿Todo eso para qué, Tereza?

Trémula de vergüenza, vibrante de ira, de incontenida pasión, envuelta en amargura, la voz del doctor se lastima en frustraciones y tedio. ¿Tedio? No, Tereza, enojo.

La luna de oro se derrama sobre el viejo y la muchacha y la brisa del río es una caricia. Noche para frases de ternura, juramentos de amor, idilio. A eso llegaron pero sólo después de la árida ruta del desierto, de las arenas del odio y de la amargura. Penosa caminata, dura prueba para Tereza. En la dulzura de mayo, entre jazmines del cabo y pitangueiras, en la noche de Estância, vida y muerte lucharon sin tregua ni cuartel por la posesión del corazón del viejo caballero. Escudo de amor defendiéndolo, Tereza sangraba junto a él. Llegaron a los jardines del idilio, pero más tarde.

Al principio sólo ira y tristeza, el corazón expuesto, desnudo, llagado.

—¿Sabes cómo me siento? Cubierto de barro, sucio.

Sucio, él que era de escrupulosa limpieza. Hasta en el ejercicio de la violencia y del atropello. Fue terrible escucharlo hablar de la familia, exacto en el concepto, crudo en la expresión, desolado, impío, inexorable:

—Me los arranqué del corazón, Tereza.

¿Sería verdad? ¿Puede alguien hacerlo y seguir viviendo? ¿No es tan mortal como arrancarse del pecho el propio corazón?

—Ni siquiera entonces dejé de trabajar, de luchar por ellos, parecía el amo y era el esclavo. Vacío, pero mi corazón sigue latiendo por ellos. Hasta contra mi voluntad.

Doctor Emiliano Guedes, de los Guedes de Cajazeiras do Norte, el jefe de la familia, cumpliendo con su deber. ¿Sólo eso? Hasta contra mi voluntad el corazón late por ellos. ¿Sólo el deber de jefe, el amor de padre y hermano resistiendo el desánimo, el enojo, sobreviviendo? ¿Hasta dónde, Emiliano, el orgullo interfiere en tu árido relato de sufrimiento y soledad? Frío y fiebre sacuden el cuerpo de Tereza en esa podrida travesía por los pantanos de la mezquindad, del desconsuelo.

La única utilidad de los hermanos, además de gastar dinero, era componer los cuadros directivos de las empresas y del Banco Interestatal, eternos e inservibles vicepresidentes. Ni siquiera malos, incapaces solamente.

Milton en la fábrica, imaginándose un perfecto señor rural, cubriendo muchachitas, sin tomarse el trabajo de elegirlas bonitas, cualquiera le servía y a todas las embarazaba. De la esposa, Irene, mastodonte mantenido con chocolate y oraciones, sólo le había nacido un hijo, destinado por la madre al sacerdocio; en la familia de los Guedes siempre había habido un varón consagrado al servicio de Dios, el último había sido el tío José Carlos, latinista ilustre, muerto a los noventa años en olor de santidad. Irene había criado al futuro cura agarrado a sus faldas, lejos de juegos, muchachos y pecados.

—No le salió cura, le salió marica. Tuve que mandarlo a Rio antes de que el pobre Milton lo pescase in fraganti. Quien lo pescó fui yo, Tereza —la voz le vibraba indignada, furiosa—. Con mis propios ojos vi a Guedes montado, haciendo de mujer. Perdí la cabeza y no lo maté a rebencazos porque sus gritos hicieron que Irene e Iris acudieran. Todavía hoy me duele la mano y siento asco cuando me acuerdo.

En otra ocasión, Emiliano reparó en una muchachita de la fábrica, picara, en el punto exacto, apetitosa, y la condujo al acogedor refugio de Raimundo Alicate. Silenciosa, obediente, ella lo siguió y lo dejó hacer, quizá contenta por haber despertado el interés del doctor; era virgen, un terrón de azúcar. Antes de dejarla, Emiliano quiso saber algo sobre la chica.

—Soy sobrina suya, hija del doctor Milton y de mi madre Alvinha.

Hijas naturales de Milton derribadas en los matorrales, ejerciendo el oficio en Cuia Dágua, en Cajazeiras do Norte. Hijos naturales de Milton plantando y cortando caña, bebiendo cachaça, sin padre legal. Los de Cristóvão conocían al padre y le pedían la bendición. Tenían un salario mínimo en la casa central del banco y en las sucursales, eran porteros, botones, ascensoristas. A cambio, los dos legítimos cobraban altos salarios, estaban licenciados en derecho, uno era asesor jurídico de la Eximportex, el otro del Interestatal, uno casado y otro soltero, ambos inútiles, salvo para la buena vida.

—Un día, Tereza, obligué a un periodista charlatán a tragarse en la calle un artículo escrito contra mi familia y contra mí. En seco, llorando y recibiendo golpes, se lo tragó, era un artículo bastante extenso. Extenso y verdadero, Tereza.

Una desolación. Tereza se arrincona contra el sufrido pecho del amante, vientos venidos de los pantanos invaden Estância, nubes de polvo apagan la luna.