Aquel domingo de mayo transcurrió en una rutina de serena bonanza, El baño en el río por la mañana temprano, del cual volvieron corriendo pues había empezado a llover, el agua lavaba la cara del cielo. Se quedaron en casa el resto del día hasta después de cenar, el doctor con pereza de convaleciente, de la cama al sofá, del sofá a la hamaca.
Por la tarde apareció el Alcalde, vino a solicitar el apoyo de Emiliano para una solicitud de aumento presupuestario de la Municipalidad ante el Ejecutivo del Estado: una palabra del eminente ciudadano de Estância —nosotros ya lo consideramos uno de los nuestros—, dirigida al Gobernador, será, sin sombra de duda, decisiva. El doctor lo recibió en el jardín donde descansaba haciéndole mimos a Tereza. La amante quiso retirarse para dejarlos hablar con comodidad pero Emiliano la retuvo de la mano, no le permitió irse. Él mismo llamó a Lula para que trajera bebidas y un cafecito recién hecho.
No del todo curado, pero en plena convalecencia. Le había vuelto la animación, conversaba, reía, discutía los proyectos del Alcalde, daba órdenes, estaba recuperado de su cansancio y amargura. Los pocos días pasados en Estância, en compañía de su amante, parecían haber cicatrizado las heridas, aplacado la amargura. La lluvia matinal había lavado el cielo, la brisa continuaba, el domingo era luminoso y fresco. Tereza sonríe en el comedor: sereno día de descanso que sucedía a la inolvidable noche de la víspera, la noche de la kermesse, la noria gigante, la noche fantástica, absurda, la más feliz de su vida.
Inolvidable no sólo para ella, también para el doctor. Después de la cena salen a dar su caminata hasta el puente y el puerto viejo. Emiliano comenta:
—Hace muchos años que no me divertía tanto como me divertí ayer. Tienes el don de la alegría, Favo-de-Mel.
Fue el comienzo de la última conversación. En el puente, Tereza recuerda el simulado tropezón del doctor en la calle, a la vuelta de la kermesse, dejando caer y perderse el broche de conchillas pintadas, recitando un cómico epitafio: ¡descansa en paz, rey del mal gusto, adiós para siempre! Pero Emiliano ya no se ríe, de nuevo está compungido, la cara contraída, la cabeza ida en disgustos y aflicciones.
El doctor entra en un silencio pesado; por más que Tereza se esfuerce en traerlo de vuelta a la risa y la despreocupación, no lo consigue. Se quiebra el curso de la alegría de la víspera, prolongado hasta el comienzo de la noche de ese domingo de mayo.
Queda una última trinchera, la cama. El amor sin obstáculos, el combate de los cuerpos, el deseo y el placer, el deleite infinito. Para sacarlo de la opaca tristeza, para aliviarlo. ¡Ah, si Tereza pudiera tomar sobre sí todo lo que lo deprime! Ella está acostumbrada a las amarguras de la vida, siempre vivió del lado podrido en abundancia. El doctor siempre estuvo del lado rico, tuvo todo lo que deseó y lo que quiso, los demás obedecían, respetaban, se sujetaban a sus órdenes. Envejeció gozando de todo lo bueno de la vida. Para él es más difícil. En la cama, a lo mejor, dentro de Tereza, podrá apaciguarse.
Pero Emiliano dice:
—Quedémonos aquí, en la hamaca, Tereza. Quiero conversar contigo.
El jueves había estado a punto de abrirle el corazón, habló de su primer casamiento, de Isadora. El fardo se había hecho insoportable hasta para su orgullo, había llegado la hora de dividir la carga, de aliviar el peso. Tereza se acerca a la hamaca: estoy pronta, mi amor. Emiliano dice:
—Échate conmigo y escucha.
Allí, en el jardín de las pitangueiras, con la descomunal luna de Estancia desparramando oro sobre las frutas y el aroma del jazmín del cabo llevado por la brisa, con voz contenida le contó todo. Su decepción, su fracaso, su soledad, su pobre vida familiar. Los hermanos, unos incapaces; la esposa, una infeliz; los hijos, un desastre.
Había desperdiciado su vida trabajando para la familia Guedes, para sus hermanos y sus familias, más todavía que para su propia esposa e hijos. El doctor Emiliano Guedes, el mayor de los Guedes de la fábrica de Cajazeiras, el jefe de la familia. Había alimentado esperanzas, planificado, había soñado y a esos planes, a esas esperanzas, a esos sueños había sacrificado más que la vida, había sacrificado al resto del mundo, a todas las demás personas, incluso a Tereza.
Menospreció el derecho ajeno, pisoteó la justicia, desconoció cualquier razón que no favoreciera el clan de los Guedes. ¿Clan o banda? Eternamente insatisfechos, siempre exigiendo más, por ellos se había batido implacable Emiliano, el rebenque de plata en la mano. Los cabras a sus órdenes, los políticos, los fiscales, los jueces, los recaudadores de impuestos, los alcaldes, todas las autoridades a su disposición, la arrogancia, el desprecio. Todo era para los Guedes; en primer lugar para Jairo y Aparecida, los hijos.
Ah, Tereza, ninguno de los dos valía la pena, la dura pena. Ni los hermanos, ni las familias de ellos; no se salva ninguno, ni la esposa, ni los hijos. Tiempo perdido, energía tirada a la basura, trabajo vano. De nada habían valido el esfuerzo, el interés, el afecto, la amistad, el amor. Inútiles las injusticias, los atropellos, las violencias, las lágrimas de tantos, la desesperación de muchos, la sangre derramada: hasta mi sangre derramé por ellos, Tereza, rompí tus entrañas para matar a nuestro hijo. ¿Todo eso para qué, Tereza?