Cerrando la larga e imprevista conversación de aquella noche dominguera, el doctor Emiliano Guedes susurró:
—Cómo me gustaría ser soltero para casarme contigo. No porque eso modifique nada de lo que significas para mí —las palabras eran música en sordina, la voz familiar inesperadamente tímida, muy tímida al oído de Tereza—. Mi mujer…
Repentina timidez de adolescente, de afligido postulante, criatura sin protección, en absoluta contradicción con la personalidad fuerte del doctor, acostumbrado al mando, seguro de sí, directo y firme, insolente y arrogante cuando era necesario, aunque las más de las veces cordial y gentil, una dama en la finura de su trato, señor feudal de tierras, cañaverales y fábrica de azúcar, pero también capitalista de la ciudad, banquero presidente de consejos de administración de empresas, licenciado en derecho. No era la timidez un atributo del carácter del doctor Emiliano Guedes, el mayor de los Guedes de la Fábrica Cajazeiras, del Banco Interestatal de Bahia y Sergipe, de la Eximportex, S. A. de todo eso el verdadero dueño, emprendedor, osado, imperativo, generoso. Tanto como las palabras, el tono de su voz enterneció a Tereza.
Allí, en el jardín de las pitangueiras, la luna enorme de Estância echaba oro sobre los mangos, abacates[109] y cajus, el aroma del jazmín del cabo volaba con la brisa que venía del río Piauitinga, después de haberle dicho, con amargura, ira y pasión lo que jamás pensó en decir a nadie, ni pariente ni socio o amigo, lo que jamás Tereza imaginó poder oír (aunque había adivinado muchas cosas en el correr del tiempo), el doctor la abrazó y besándole los labios, dijo con voz conmovida y embargada de emoción: Tereza, mi vida, mi amor, sólo te tengo a ti en el mundo…
Después se levantó, alta estatura de árbol, árbol frondoso, de acogedora sombra. En el transcurso de esos seis años, los cabellos grises y el gran bigote se habían blanqueado, pero la cara todavía era lisa, la nariz ganchuda; los ojos penetrantes y el cuerpo duro no demostraban los sesenta y cuatro años ya cumplidos. Una sonrisa avergonzada, tan diferente de su risa abierta, el doctor Emiliano mira a Tereza a la luz de la luna, como pidiéndole disculpas por el trato áspero, de tristeza y hasta de cólera que había marcado la conversación, por lo demás, una conversación de amor, de puro amor.
Todavía echada en la hamaca, tocada hasta el fondo, tan al fondo que siente los ojos húmedos y el corazón lleno de ternura; Tereza quiere decir tantas cosas, expresar tanto amor, pero, a pesar de lo mucho que había aprendido en su compañía en esa media docena de años, aún así no encontraba las palabras exactas. Toma la mano que él le extiende, sale de la hamaca hacia los brazos del doctor y de nuevo le ofrece sus labios, ¿cómo decirle marido, amante, padre, amigo, hijo, hijo mío? Deja la cabeza sobre mi pecho y descansa amor mío. Una cantidad de emociones y sentimientos, respeto, gratitud, ternura, amor, pero compasión jamás. Compasión no quiere ni pide, es una roca dura. Amor sí, amor y devoción; ¿cómo decirle tantas cosas al mismo tiempo? Reposa la cabeza sobre mi pecho y descansa, amor mío.
Más allá del aroma embriagador de los jazmines, Tereza siente en el pecho del doctor su discreto perfume, a seca madera, que había aprendido a apreciar; todo lo había aprendido con él. Al terminar el beso, sólo dijo: Emiliano, amor mío, Emiliano. Y para él fue suficiente, sabía todo lo que significaba, pues siempre lo había tratado de usted, jamás lo había tuteado y sólo en los momentos del supremo goce, en la cama, se permitía confesarle su amor. Superaban los últimos obstáculos.
—Nunca más me tratarás de doctor, sea donde fuere.
—Nunca más, Emiliano —habían pasado seis años desde la noche en que la retiró del prostíbulo.
Con la fuerza de sus sesenta y cuatro años vividos intensamente, Emiliano Guedes, sin aparentar esfuerzo, levanta a Tereza en sus brazos y la lleva a la habitación a través de la luz lunar y la fragancia del jazmín del cabo.
Una vez la habían cargado así, bajo la lluvia, en la casa del capitán, igual que a una novia en su noche nupcial, pero fueron unas nupcias falsas y traicioneras. Hoy la lleva el doctor y esa noche de amor casi nupcial fue precedida de largos años de tierna convivencia, lecho de delicias, amistad perfecta. Ojalá fuera soltero para casarme contigo. Ya no amante, manceba con casa puesta. Esposa, verdadera esposa.
En esos seis años no hubo un sólo momento en que el placer en la cama no fuese perfecto, de un deleite absoluto. Desde la primera noche, cuando Emiliano la fue a buscar a la pensión de Gabi y, sentada a la grupa de su caballo, se la llevó campo afuera. Maestro refinado, en sus manos sabias y pacientes, Tereza floreció como mujer incomparable. Esa noche de los jazmineros en flor, noche de confidencias e intimidades sin límites, en la cual el doctor abrió su corazón, lavó su pecho rompiendo la dura costra del orgullo, cuando Tereza fue refugio para el desamparo, bálsamo para el desencanto, alegría que apagó la tristeza y la soledad, cuando la clandestina casa de la amante se convirtió en hogar y ella en la esposa, en esa única noche de paz con la vida, el desvelo envolvió el placer y lo hizo extremo.
Durante un rato cambiaron juegos de novios en sus nupcias, antes de partir en cabalgata el caballero y su montura, el doctor Emiliano Guedes y Tereza Batista. Cuando el doctor se irguió para montarla, Tereza lo vio como lo había conocido en el campo del capitán, mucho antes de vivir con él: montado en un ardiente caballo, la mano derecha con el rebenque de plata, la izquierda atusándose el bigote, traspasándola con sus ojos taladrantes; se da cuenta de que lo quiere desde entonces. Esclava muerta de miedo, había osado mirar a un hombre. Por primera vez.
Desnuda pero cubierta de besos, anhelante, lo recibió con sus brazos y sus piernas y lo prendió contra su vientre, la cabalgata irrumpe por los prados infinitos del deseo. Galope incansable por sierras y ríos, subiendo, bajando, cruzando caminos, estrechos senderos, venciendo distancias, crepúsculos y auroras, por la sombra y por el sol, bajo la luna amarilla, en el calor y el frío, en un beso de amor eterno, Emiliano, amor mío, juntos tocan en el momento exacto el destino de la miel. Las lenguas se enroscan, el abrazo se aprieta más cuando los cuerpos se abren y se desunen. Ay, Tereza, exclama el amante, y cae muerto.