29

El jueves había llegado el doctor al atardecer. Al oír la bocina del automóvil, Tereza salió corriendo desde el fondo de la quinta, con los brazos extendidos, la cara iluminada de alegría. Casi como una figura de leyenda que surge de un bosque mitológico, mujer y pájaro, Emiliano la vio cruzar el jardín, en los ojos el brillo del carbón encendido, en la boca la risa del agua corriente, transportada de amor. Solo verla y ya se le aquietaba el sombrío corazón.

Tereza observa la fatiga en los rasgos del amante, aunque el doctor hace un esfuerzo por esconderla. Lo besa en la cara, el bigote, la frente, los ojos, le limpia el rostro de estafas, enojos, tristezas. Aquí no entran las pesadillas, los pasos tristes del combate, la soledad, mi amado. Al cruzar la puerta del jardín es como si se abriese otra puerta mágica a un mundo inventado, donde sólo hay paz, belleza y placer. Allí lo espera la vida risueña, en los ojos y los brazos de Tereza Batista.

Mimándose entran en la casa mientras el chófer, ayudado por Lula, descarga las maletas, los paquetes, la pequeña bicicleta pedida por Tereza para Lazinho que va a cumplir años. Se sientan en la cama y el beso de bienvenida se demora y repite.

—Vengo derecho desde Bahia, no pasé por la fábrica, con las lluvias los caminos están imposibles —le explica los motivos de sus rasgos de cansancio.

Antes nunca venía directamente de Bahia, paraba en la fábrica o en Aracaju para fiscalizar el trabajo, para estar con la familia. Desde que el yerno había asumido la gerencia de la sucursal del Banco pocas veces aparecía por Aracaju, sólo para ver a la hija, la predilecta. Está cansado del viaje, pero también de los sinsabores. Tereza le quita los zapatos y los calcetines. En un tiempo olvidado, debía lavar todas las noches los pies del capitán, penosa obligación de esclava. El capitán, el campo, el almacén, el cubículo con la estampa de la Anunciación y la correa de cuero, la plancha, todo eso quedó en el pasado, se disolvió en el tiempo del doctor, en la armonía de su vida actual. En el placer de descalzar y desnudar al amante bello, limpio, sabio. El acto es el mismo pero no lo es; sólo parece el mismo acto de vasallaje, de sumisión. Pero, mientras que para el capitán era esclava, cautiva del miedo, para el doctor es amante, cautiva del amor. Tereza es completamente feliz. ¿Completamente? No, porque lo advierte triste y lastimado, y las amarguras de él se reflejan en ella, la entristecen y la lastiman aunque el doctor trate de disimular. Voy a preparar un baño caliente para que descanse usted del viaje.

Después del baño fue la cama, amplia y profunda de placer. El primer encuentro tenía la violencia del hambre, la urgencia de la sed. Ay, amor mío, morían y renacían.

—El viejo se está cobrando el atraso, cobrándose todo junto, un día va a estirar la pata encima de ésa… —susurra Nina a Lula mientras examinan la bicicleta, el regalo destinado a su hijo, buena marca, la misma del anuncio en colores de la revista.

Hacia el crepúsculo, Tereza y el doctor, van al jardín. Apacible, la noche de Estância empieza a cubrir los árboles, las casas, las gentes. Desde la cocina, rezongando incongruencias, la vieja Eulina les manda pitus[114] para llamar al apetito; está preparando caldo de guaiamuns[115] para la cena, Lula trae la mesa, las botellas y el hielo. Emiliano sirve, se tiende en la hamaca; al fin, en casa.

Sin referirse al incidente con la beata, Tereza le habla de la kermesse:

—Va a ser este sábado, pasado mañana. Vinieron a pedirme algo para rifar y les di aquel prendedor de conchillas pintadas que a usted no le gustaba, uno que le dieron en Aracaju, ¿se acuerda?

—Sí, me acuerdo. Fue un cliente del banco quien me lo dio, un comerciante. Le debe de haber costado cara esa monstruosidad. Qué cosa más fea.

—Sólo a usted le parece feo, todo el mundo dice que es bonito —lo dijo para hacerle reír—. Usted es un quejoso, le pone defectos a todas las cosas. No sé cómo le gusté yo, que no sirvo para nada.

Favo-de-Mel, ahora me recuerdas a mi primera esposa, Isadora. Nunca te conté que para casarme con ella casi me peleo con mi padre, porque era una muchacha pobre, de gente de pueblo, una costurera. La madre hacía dulces para las fiestas; al padre nunca lo conoció. Yo me acababa de graduar, me enamoré rápido, le eché el ojo y aproveché. Esta vale la pena me dije. En dos meses la desvirgué, me gustaba mucho, entonces me casé. Tuve que irme a vivir a la fábrica, trabajar al lado del viejo, dejando de lado mis planes, que eran diferentes. No me arrepiento, valía la pena. Mi padre terminó adorándola, ella le cerró los ojos cuando murió. Buena y delicada, cautivadora, cuidadosa. Estuvimos casados diez años, se murió de tifus en unos pocos días. Nunca quedó embarazada; entonces me decía: no sirvo para nada, Emiliano, ¿por qué te casaste conmigo? Hizo de todo para tener un hijo, la llevé a Rio, a São Paulo, los médicos no supieron qué hacer, ni los médicos ni las curanderas. Las ganas que tenía de un hijo la llevaron a hacer promesas absurdas, pidió hechizos a Bahia, usaba amuletos, hacía todo lo que le decían, la pobre. Murió pidiéndome que me casase de nuevo, ella sabía que yo también deseaba mucho un hijo. Isadora sí que valía la pena. Era como tú, Favo-de-Mel.

Duda entre seguir o callarse. Mueve la cabeza, aparta los fantasmas, cambia de tema:

—¿Entonces, el sábado hay kermesse en la Plaza de la Matriz? ¿Te gustaría ir, Favo-de-Mel?

—¿Para hacer qué, allí sola?

—¿Cómo sola? —ahora es él quien la mima, como si recordar a Isadora lo hubiese serenado—. Sola no te lo permito, no voy a correr riesgos con tanto gavilán que te anda detrás… Yo te invito para que vayas en mi humilde compañía…

Queda tan sorprendida que palmotea como una criatura:

—¿Los dos? ¿Que si acepto? Eso ni se pregunta —pero rápidamente la mujer razonable ocupa el lugar de la joven entusiasta—. La gente va a hablar mucho, no vale la pena.

—¿Te importa que hablen?

—No es por mí, es por usted. Por mí pueden hablar cuanto quieran.

—Por mí también, Tereza. En consecuencia, vamos a darle al pueblo de Estância, que nos hospeda con tanta gentileza y que no tiene muchas novedades para entretenerse, un plato fuerte y picante para las charlas ociosas. Óyeme, Tereza, tienes que saberlo de una vez por todas: no tengo ningún motivo para esconderte de nadie. Se acabó la discusión, vamos a beber para festejarlo.

—Todavía no se acabó, no señor. ¿El sábado no es el día que el señor João, el doctor Amarílio y el padre Vinícius vienen a cenar aquí?

—Anticiparemos la cena para mañana, ellos también querrán ir a la kermesse, el padre no puede faltar. Manda a Lula para que les avise.

—Estoy tan contenta…

Se besaron, volvieron a llenar las copas, extendidos en la hamaca, la cabeza de Emiliano en el regazo de Tereza.

—¿Sabes, Tereza?, traje un vinito que le va a arrancar lágrimas al profesor Nascimento, un vino de nuestra juventud. En aquel tiempo lo vendían en Bahia, después desapareció completamente; se llama Constantia, es un licorcito fabricado en África del Sur. ¿Sabes qué pasó? Un muchacho que me provee de vinos consiguió dos botellas a bordo de un carguero americano anclado en Bahia para cargar cacao. Vas a ver cómo el viejo João se estremece cuando lo pruebe…

Durante la cena del día siguiente, Tereza acompaña el esfuerzo del doctor por ser el perfecto anfitrión de siempre, para mantener la mesa cordial y animada. La comida admirable, los vinos selectos, la dueña de la casa hermosa, elegante y atenta, todo de lo mejor, pero falta la jovialidad, la alegría de vivir de Emiliano que son tan contagiosas. Tereza no consiguió quitarle de la cabeza los problemas, las preocupaciones, hacerlo olvidar del mundo que quedaba más allá de los límites de Estância.

Sin embargo, terminó por animarse y reír con su risa de hombre satisfecho de la vida, ya hacia el final de la cena, después del café, encendidos los cigarros, faltando sólo los licores y coñacs, los digestivos. Emiliano había desaparecido del lugar y volvió con una botella, en los ojos cierta malicia, en la boca una sonrisa.

—Profesor João, agárrate para no caer desmayado… ¿Sabes qué tengo en la mano? Mira; una botella de Constantia, el Constantia de nuestro tiempo.

La voz de João Nascimento Filho se eleva, de repente joven:

—¿Constantia? ¡No me digas! —se pone de pie, extiende el brazo.

—¡Déjame ver! —las manos trémulas, se coloca las gafas para leer la etiqueta, examina bajo la luz el color dorado de la bebida, sentencia—: Eres terrible, Emiliano. ¿Dónde la conseguiste?

En la emoción del amigo el doctor parece por fin haberse olvidado de sus preocupaciones. Mientras llenan las copas, él y el profesor João comentan sobre el vino, inmersos en un mundo nostálgico. El día del bautismo de Emiliano, el vino que se sirvió después de la ceremonia fue Constantia. Los héroes de Balzac en las novelas de la Comedia Humana beben Constantia, recuerda Nascimento Filho, cuyos ojos se habían gastado en las lecturas. Federico el Grande lo tomaba, agrega el doctor. Y Napoleón, Luis Felipe, Bismarck. Son dos viejos que sienten el sabor de la juventud en el vino espeso y oscuro. El padre y el médico escuchan en silencio, las copas llenas.

—¡Salud! —brinda Emiliano—. ¡A la nuestra, profesor João!

João Nascimento Filho cierra los ojos para degustar mejor el vino: joven en las calles de Bahia, en la Facultad de Derecho, lleno de ambiciones literarias, antes de caer enfermo y abandonar sus estudios y las peñas bohemias. El doctor bebe lentamente, saboreando: muchacho rico que anda con amantes y en fiestas, tentado por la abogacía y el periodismo, joven bachiller destinado a una brillante carrera. Sacrificó sus planes y esperanzas por el amor hacia Isadora y no se arrepentía. Busca a Tereza con los ojos, ella lo mira, enternecida por verlo nuevamente despreocupado y riendo con sus amigos. ¿Qué derecho tiene de hacerla compartir los disgustos y preocupaciones que son sólo de él? Si ella no le había dado más que alegrías, merecía que le devolviera exclusivamente amor.

—¿Te gusta el Constantia, Favo-de-Mel?

—Sí, me gusta, pero prefiero el Oporto.

—El vino de Oporto es el rey, Tereza. ¿No es así, profesor João?

Deja la copa sobre la mesa, rodea con un brazo la cintura de la amante, no puede sentirse vacío y triste quien posee a Tereza. La acaricia el cuello con la uña en un ímpetu de deseo. Más tarde tomarán una última copa en la cama.

Sábado por la noche, hierve de animación la Plaza Matriz con la kermesse organizada por las señoras en beneficio del Asilo de Ancianos y de la Santa Casa de la Misericordia, tenderetes atendidos por muchachas y muchachos de la sociedad, bares improvisados donde se sirven refrescos, cerveza, bocadillos, limonada, maracujá[116] mandarinas, salchichas calientes, dulces variados, y también el parque de diversiones de João Pereira, armado con su carrusel, su noria gigante, sus barcos voladores. Aparecen del brazo el doctor y su amante. Por un instante todos se vuelven para verlos. Tereza tan hermosa y bien vestida hasta el punto de que las mismas señoras deben reconocer que no hay en Estância ninguna capaz de competir con ella. El viejo de plata y la muchacha de cobre cruzan entre la gente, van de tenderete en tenderete.

El doctor parece un chiquillo, compra un globo azul para Tereza, gana premios en el tiro al blanco, una caja de alfileres, un dedal, toma refresco de mangaba, apuesta y pierde en la ruleta, después es la subasta de objetos. Sin saber siquiera de qué objeto se trata, y por el cual ha ofrecido ya veinte cruzeiros, ofrece ahora cien e inmediatamente recupera el broche de conchillas pintadas, aquel horror. Tereza no puede contener la risa cuando el rematador recoge el dinero y entrega, con una reverencia, el objeto. Hasta ese momento, Tereza se había sentido molesta por las miradas de soslayo de las señoras y las beatas, la pequeña multitud de curiosos que la seguían con los ojos desde lejos. Pero ahora, riéndose con ganas, es indiferente a las miradas y cuchicheos, su brazo en el brazo del doctor, feliz de la vida.

También el doctor se libera de su amargura, por la sorpresa del día anterior dada al profesor João, por la alegría del amigo, por los recuerdos de la juventud, por el amor en la cama con Tereza, los refinamientos nocturnos en sus brazos, convertida Tereza en improvisada copa de Constantia, por el baño en el río, por la fiesta matinal, por la tarde perezosa, por la dulce compañía de la amante. De vez en cuando responde al respetuoso buenas noches de algún conocido. Desde lejos las señoras miran a los desvergonzados, calculan el precio del vestido, averiguan el valor de los pendientes y del anillo: ¿piedras verdaderas o simple fantasía? La risa de Tereza no tiene precio.

Sin querer, por primera vez, sale de su boca la expresión de un deseo que todavía no alcanza a ser una petición:

—Siempre tuve ganas de subirme a la noria gigante.

—¿Nunca subiste, Favo-de-Mel?

—Nunca tuve ocasión.

—Hoy es la ocasión. Vamos.

Se ponen en la cola antes de ocupar un asiento. Se elevan poco a poco, mientras la rueda va parando para embarcar y desembarcar a nuevos pasajeros. Con el corazón palpitante, Tereza coge la mano izquierda del doctor, con su brazo libre él la rodea. En determinado momento quedan detenidos en el punto más alto, la ciudad allá abajo. La multitud divirtiéndose, un confuso rumor de charlas y risas, luces multicolores en las barracas, en el carrusel, alrededor de la plaza. Más allá las calles vacías, mal iluminadas, la masa de árboles del Parque Triste, la sombra de los edificios. A la distancia, el murmullo de los ríos, el agua corriendo por las piedras, juntándose en el puente viejo, camino del mar. Arriba, el cielo estrellado, con la luna de Estância, descomunal y loca. Tereza suelta el globo azul, el viento lo lleva rumbo al puerto. ¿Quién sabe si hacia el mar distante?

—¡Ay, qué maravilla! —murmura Tereza, conmovida.

En la kermesse, algunos obstinados curiosos los seguían, con la cabeza levantada, en las vueltas de la noria gigante. También algunas señoras y comadres arriesgan romperse el pescuezo para verlos. El doctor atrae el cuerpo de Tereza hacia él, la cabeza de Tereza se apoya en el hombro del amante. Emiliano le acaricia los cabellos negros, le toca la cara y la besa en la boca, beso largo, profundo y público, un escándalo, un descaro, una delicia, un esplendor. ¡Ah, qué dichosos!