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A través de las persianas un hilo de luz penetra en el dormitorio, se detiene sobre la cara del muerto. El doctor Amarílio aparece en la puerta, nervioso, recorre la habitación con la vista. Tereza continúa en la misma posición.

—Ya no pueden tardar… —murmura el médico.

Tereza no parece haberlo oído, rígida en la silla, los ojos secos, opacos. Sin hacer ruido, el médico se retira lentamente. Desea que todo termine cuanto antes.

Llega la hora, Emiliano, en que nos iremos los dos para siempre de Estância. En el mundo no existe otra ciudad como ésta, tan acogedora y bella. Mañanas en el río, crepúsculos por los edificios antiguos, las manos juntas en el camino, las perfumadas noches de jazmines y luna, nunca más, Emiliano.

Los hombres ya no envidiarán al doctor, viejo verde. Las mujeres dejarán de criticar a la amante, esa perdida. Ya no los verán por las calles, enfrentándose a la moral pública, el paso tranquilo, la risa suelta, tan felices.

Para tristeza de las chismosas, se termina el debate abierto sobre quién habrá de suplantar al doctor entre los ricos de las fábricas y de las fazendas.

No temas, Emiliano. No me convertí en una señora como deseabas, quizá porque no quise, quizá porque no pude. ¿Qué es una señora? Prefiero ser mujer, una mujer derecha, de palabra. Aunque hasta ahora sólo fui esclava, amante, prostituta, no temas: los ricos de aquí no me detendrán. ¡Jamás, Emiliano! Ninguno de ellos me tocará ni siquiera el borde del vestido, tu orgullo también es mi herencia. Antes prefiero la pensión de las putas.

Tu familia no tardará, ya salieron del baile, corren por la carretera, vienen a buscar al prócer. También se terminó nuestra fiesta, el breve tiempo de la rosa, nacer y morir. Se terminó Estância, Emiliano, vámonos ya.

Te vienen a buscar, se llevarán tu cadáver. Yo llevaré en mis entrañas tu vida y tu muerte.