A veces el doctor le contaba a Tereza enamoramientos de los que ellos eran personajes, para divertirse y reír.
El círculo de las comadres transformaba un espejo colocado en la pared del dormitorio en aposento cubierto de espejos, con funciones eróticas. El espejo, es cierto, reflejaba la cama enorme, los cuerpos desnudos y las caricias; con ese propósito lo había comprado el doctor y lo había colocado en ese lugar. Pero era sólo uno y los que inventaban las charlatanas eran múltiples. Las clases que Tereza le había dado a los chicos de la calle dieron margen a una sensacional noticia: a punto de ser abandonada por el industrial, Tereza se preparaba para ganarse la vida ejerciendo el magisterio primario. Contradictorias, las beatas en seguida se ponían a discutir los nombres de los ricos candidatos a sustituir al doctor en los brazos de la amante, cuando llegase el cansancio inevitable.
Acusándolo de espionaje, en broma, Tereza le pregunta a Emiliano cómo obtiene tales informaciones si está ausente de Estância la mayor parte del tiempo. Incluso después que Alfredão se había vuelto a la fábrica, el doctor estaba enterado de las habladurías.
—Yo lo sé todo, Tereza, acerca de todos aquéllos por los que me intereso. No sólo sobre ti, Favo-de-Mel, sé todo respecto de cada uno de los míos, qué hacen, qué piensan, hasta cuando no digo nada y finjo no saber.
¿Un temblor en la voz de Emiliano? Simula miedo y susto, para alelarlo de sus preocupaciones, negocios, amarguras, para hacerlo reír:
—El doctor me busca tantos candidatos, hasta parece que se quiere librar de mí.
—Favo-de-Mel, no digas eso ni en broma, te lo prohíbo —le besa los ojos—. No te das cuenta de la falta que me harías si te fueras. A veces tengo miedo de que te canses de estar aquí siempre sola, en esta vida tan limitada y triste.
Tereza abandona el tono de broma y se pone seria:
—Mi vida no es triste.
—¿Es verdad, Tereza?
—Cuando usted no está no falta qué hacer: la casa, los niños, las clases, pruebo recetas en la cocina para sorprenderlo cuando vuelva, oigo la radio, aprendo canciones, no me sobra un minuto…
—¿Ni para pensar en mí?
—En el doctor pienso el día entero. Si tarda en volver, entonces sí que me pongo triste. Lo malo de mi vida es eso, pero yo sé que no puede ser de otra manera.
—¿Te gustaría que me quedase para siempre, Tereza?
—¿Si no puede quedarse, de qué vale desearlo? No pienso eso, me contento con lo que tengo.
—¿Lo que yo te doy es poco, Tereza? ¿Te falta algo? ¿Por qué nunca me pides nada?
—Porque no me gusta pedir y porque no me falta nada. Lo que usted me da es mucho, no sé qué hacer con tantas cosas. No hablo de eso, usted sabe.
—Sí, sí, Tereza. ¿Y tú? ¿Tú sabes que para mí también es triste ese ir y venir? Óyeme una cosa, Favo-de-Mel, creo que no me acostumbraría ya a vivir sin ti. Cuando estoy lejos sólo tengo un deseo: estar aquí.
Seis años, una vida, tantas cosas para recordar. ¿Tantas cosas? Casi nada dramático y grave había sucedido, ningún acontecimiento especial que mereciera las páginas de una novela, sólo la vida transcurriendo en paz.
—Mi vida es una novela, sólo hay que escribirla… —decía la costurera Fausta, emisaria de las señoras de la ciudad.
Pero la vida de Tereza en Estância no; era tranquila y alegre, no daba material para un enredo novelesco. A lo sumo servía para componer una canción de amor, una romanza. En la ausencia del doctor, mil pequeñas tareas para llenar el tiempo de la espera; con él presente, la alegría. Un idilio de amantes en el cual nada digno de mención sucede. Por lo menos en apariencia. Maliciosa, riéndose, un día ella le enseña a Emiliano unos versos escritos y enviados por el poeta Amintas Rufo, inspiración que se sustenta cortando géneros en una tienda, burgués sin ideales.
—Si el doctor promete no reírse, le mostraré una cosa. La guardé sólo para mostrársela.
El sobre llegó por correo, dirigido a Doña Tereza Batista, calle José de Dome, número 7, una melosa versificación. Al final de dos páginas, la firma y los títulos del autor: Amintas Flávio Rufo, poeta apasionado y sin esperanzas. Con la cabeza en la falda de Tereza, el doctor lee las estrofas del comerciante:
—Te mereces algo mejor, Favo-de-Mel.
—Tiene unos versos muy bonitos…
—¿Bonitos? ¿Te parece? Si alguien encuentra que una cosa es bonita, es bonita. Lo que no impide que sea mala. Esos versos son malísimos. Una bobería —dobló las hojas de apretada caligrafía—. Más tarde iremos a dar una vuelta y entraremos en la tienda donde trabaja tu poeta…
—Usted dijo que no iba a hacer nada…
—Yo no voy a hacer nada. Tú sí, vas a devolverle sus versos para que no repita la dosis.
Pensativa, Tereza movía las hojas en su mano:
—No doctor, yo no voy. El muchacho no me hizo ningún agravio, no me mandó ninguna carta, no me propuso nada, ni dormir con él, en nada me ofende, ¿por qué voy a devolverle sus versos? Además junto con usted, yo como ofendida y usted con amenazas, en la tienda, delante de todo el mundo. No queda bien ni para mí ni para usted hacer eso.
—Te diré por qué. Si no cortamos inmediatamente las alas de ese idiota, se va a sentir fuerte, y yo no quiero que nadie te importune. ¿O es que te gustan esos versos y quieres guardártelos?
—Dije que me parecen bonitos, no le voy a mentir, para mi poco saber cualquier latón es oro. Pero yo los guardé sólo para mostrárselos a usted; voy a devolverlos por correo, así no ofendo a quien no me ofendió.
Libre de cualquier resto de irritación, Emiliano Guedes sonríe:
—Perfecto, Tereza, eres una mujer con más cabeza que yo. Nunca aprendí a controlarme. Tienes razón, no hay que hacerle caso a ese pobre diablo. Yo quería humillarlo, pobre; quien se humillaba era yo.
Levanta la voz para llamar a Lula y le pide hielo y bebidas:
—Todo porque no concibo que alguien ponga los ojos en ti. Un absurdo. Tereza, has pensado como una señora. Ahora vamos a tomar un aperitivo para brindar por la musa de los poetas de Estância, que se inspiran en mi Favo-de-Mel.
¿Una señora? Al comienzo de la relación le había dicho: quiero verte hecha una señora, no lo serás sólo si no quieres serlo. Un desafío, ella se lo tomó al pie de la letra.
No sabía bien qué era eso de ser una señora. Desde luego, doña Brígida, la viuda del médico y político, había sido en tiempos del marido una señora de mucho peso. Pero cuando Tereza la conoció y la trató era una loca mansa, de cabeza reblandecida. En noches de borrachera, Gabina Castro, esposa de un zapatero, antes de ser Gabi del cura y dueña del burdel, se vanagloriaba de haber sido una señora. No una señora fina, claro.
Las señoras de Estância, las conoce sólo de lejos, de verlas en las ventanas mientras la espiaban. Los maridos de algunas de ellas, magistrados, autoridades, frecuentaban la casa, visitaban al doctor, daban señales de cortesía y de adulación. Las relaciones de Tereza eran con gente pobre de la vecindad, ninguna era señora, sólo mujeres que trabajaban para criar a sus hijos, que ayudaban a sus maridos. Aun así, se habían establecido ciertos lazos entre Tereza y las señoras de Estância.
Estando el doctor ausente, Tereza recibió una mañana la visita de Fausta Larreta, costurera de fama y alto costo:
—Disculpe si la molesto, pero vengo de parte de la señora del doctor Gervásio, el fiscal.
El doctor Gervasio, flaco y pulido, más de una vez había visitado a Emiliano; la esposa fue vista por Tereza en una tienda, un día que elegía telas. Una muchacha bonita, de buen cuerpo, petulante, una dama que despreciaba todo lo que veía:
—No tiene nada que me guste, don Gastão. Va a tener que mejorar el surtido de la tienda.
Hablaba con el comerciante pero observando a Tereza. Se retira, hasta pronto, don Gastão, no se olvide de pedir a Bahia el crepé de la China estampado, y desde la puerta, doña Leda le sonríe a Tereza. Tan inesperada sonrisa cogió a Tereza desprevenida.
La costurera se sentó en el comedor y charlaron:
—Doña Leda me mandó para que le pida un favor, ella quería solicitarle la gracia de que le preste su vestido beige y verde con bolsillos grandes, pespunteados, ¿sabe a cuál me refiero?
—Sí, sí.
—Es para sacarle un patrón, le gusta mucho ese vestido y a mí también. Bueno, todos sus vestidos son un tesoro. Me han dicho que le traen ropa de París, hasta la lencería, ¿es verdad?
Tereza se echó a reír. El doctor le compraba ropa en las casas de modas de Bahia, tenía gusto para elegir y placer en verla bien vestida cuando salían a pasear y también dentro de la casa. Vestidos para todas las horas y ocasiones, a la última moda, en cada viaje traía algunos, tenía los roperos repletos; sin duda para compensarle la falta de diversiones. ¿De París? Así dicen, se dicen tantas cosas en una ciudad pequeña como ésta, ¿no le parece?
Tereza se levantó y fue a buscar el vestido. Temiendo un rechazo, la costurera no le pidió permiso para acompañarla, pero la siguió; la curiosidad le estalló en exclamaciones cuando Tereza abrió las puertas de sus enormes roperos. ¡Qué cosa, ah, Dios mío! ¡Un ajuar así no hay en Estancia! Quiso ver todo de cerca, tocar los géneros, examinar los forros y las costuras, leer las etiquetas de las tiendas de Bahia. En uno de los roperos había trajes de hombre; Fausta Larreta desvió sus ojos púdicos, volvió sobre los vestidos de Tereza:
—¡Ah! ¡Ese tailleur es divino! Cuando le cuente a mis clientas se van a desmayar de la envidia…
Mientras Tereza le hace el paquete, la excitada costurera se desahoga. Algunas señoras se mordían de envidia al ver pasar a Tereza del brazo del doctor, con aquellos lujos y arreglos; desataban sus lenguas viperinas. Otras en cambio, la miraban con simpatía; doña Leda, por ejemplo, la elogiaba los vestidos y las maneras; decía que la encontraba no sólo linda y elegante sino educada y discreta. La misma doña Clemencia Noguera, noventa kilos de realeza, la había elogiado, parece mentira. En una reunión de señoras de pro, muy melindrosas sobre la moral pública, había manifestado en voz alta su opinión sobre la discutida personalidad de Tereza; había dicho que sabía guardar su lugar, que no forzaba ninguna puerta. No sólo eso; la ilustre dama, esposa del socio principal de la fábrica textil, había agregado que en lugar de criticar a la muchacha ellas debían agradecerle que se contentara con tan poco, el baño en el río, los paseos, la compañía del doctor. Sí, porque si ella le pidiese a Guedes que la llevara a los bailes, a las ceremonias, que le consiguiese puestos en las comisiones organizadoras de las fiestas de la iglesia, de las solemnidades de Navidad y de Año Nuevo, del mes de María, de las novenas, de la devoción del Sagrado Corazón, de la Sociedad de Amigas de la Biblioteca, si quisiera introducirse en las casas de familia y él, con el poder de su dinero, de su mando y de su pasión de viejo la impusiera, ¿quién sería la primera dama de Estância? ¿Habría alguien capaz de oponerse a una exigencia de Emiliano Guedes, del Banco Interestatal de Bahia y Sergipe? ¿Acaso para complacer al doctor no se asomaban por la galería y el jardín del chalet los notables de la ciudad, inclusive el padre Vinícius? Si no aparecían por allí a todas horas y todos los días era por la reserva de Guedes y por la recatada muchacha y no por moralidad de los maridos de las nobilísimas señoras.
Las menos hipócritas llegaban a criticar las costumbres de Estância. Tan aristocrática que no se permitía a las damas de la sociedad tener relaciones con queridas, con mancebas de hombres casados. Tereza debía comprender por qué las señoras no iban personalmente a verla y usaban a Fausta de intermediaria. Doña Leda había sido terminante:
—Si esto fuese Bahia iba yo misma, no me importaría relacionarme con ella. Pero aquí no puede ser, hay tanto atraso que no se puede.
Se sucedieron los préstamos de vestidos, de blusas, de chaquetas, de camisones y no sólo a doña Leda; también a doña Inés, doña Evelina, la de los lunares, uno en la cara y el otro en lo alto del muslo izquierdo, doña Roberta, la ya citada doña Clemencia, todas damas escogidas. Ninguna la saludó jamás por la calle, pero doña Leda le mandó de regalo una pieza de encaje de Ceará y doña Clemencia le hizo llegar una pequeña estampa en color de Santa Teresita del Niño Jesús, delicada atención. Con una oración impresa en verso e indulgencias plenarias.
—Quiere decir que eres tú, Favo-de-Mel, quien dicta la moda en Estância… —Emiliano se rió con su risa juguetona oyendo detalles de las repetidas visitas de la alta costura local en la persona de Fausta Larreta, dedal de oro, destino adverso: sucesivos fallecimientos y enfermedades crónicas en la familia, que vivía a su costa, noviazgos deshechos, permanente agonía: mi vida es una novela, una novela no, un folletín de amor y falsedad.
—En el baile de año nuevo había cinco vestidos copiados de los míos. Sin hablar de la lencería; hasta de las bragas quieren sacar patrones. Quien dicta la moda no soy yo; es usted que me la compra y que es mi modisto.
Le mostró la estampita recibida de doña Clemencia, las indulgencias plenarias concedidas por el Papa a quien rezara la oración de la santa adolescente y virginal:
—Estoy limpia de todos los pecados, no voy a permitirle que me toque más, saque la mano de ahí, señor pecador —mientras lo amenazaba con la castidad eterna le ofrecía los labios para el beso.
Todo para hacerlo reír con su risa cálida y buena como una copa de vino de Oporto. Últimamente Emiliano se reía menos, perdido en largos y pesados silencios. Jamás había estado tan afectuoso y tierno con Tereza, frecuentaba más Estância y permanecía mayor tiempo en ella. En la cama, en la hamaca, poseyéndola o descansando en su falda.
Las viejas comadres trataron de meterse dentro del chalet, buscando intrigas, tratando de llevar los rumores hasta Tereza, que, delicada y firme, les cerró las puertas en la cara, pues las chismosas no eran de su agrado ni del gusto del doctor.
Enojada, expulsó a una pocos días antes de que todo se acabara. Con el pretexto de conversar sobre la kermesse del próximo domingo, la chismosa había pedido y obtenido una prenda para el remate a beneficio de las obras del Asilo de Ancianos, y, en lugar de retirarse, había iniciado un picante relato de escándalos. Al principio Tereza pensaba en cómo deshacerse de la chismosa sin ofenderla. Distraída, no se daba cuenta de qué quería la mujer:
—¿Ya te habrán contado, no? Es terrible, en Aracaju nadie habla de otra cosa, parece que le arde el rabo, no puede ver un hombre sin que… y el marido…
—¿Qué, quién? —Tereza recién advierte que le está contando algo.
—¿Cómo que quién…? La hija del doctor, esa tal Apa…
—¡Cállate la boca y sal de aquí!
—¿Yo? ¿A mí me das órdenes? Mira la atrevida… Una cualquiera, una juntada con hombre casado…
—¡Sal de aquí! ¡En seguida!
Al verle los ojos la chismosa se puso verde. Tereza se enteró de algo sin querer. No por el doctor, de su boca no salía una palabra, sólo los silencios, la risa cada día más escasa en un hombre que solía reírse seguido. Sé todo aunque me calle y finja no saber. También Tereza fingió no saber nada, aunque en los últimos meses, comadres, criados y amigos dejaban escapar ciertas referencias a hechos desagradables y escandalosos. El padre Vinícius, de vuelta de la fábrica donde había ido a celebrar misa, hablaba solo. Decenas de invitados de Bahia y de Aracaju, una fiesta como ésa ya no se hace en ninguna parte salvo en la fábrica Cajazeiras. El doctor era gentil con todos, un dueño de casa sin igual. Pero la fiesta se había transformado en esos años, ya no era la de antes, una fiesta campesina, con misa, bautismos, casamientos, comilonas, los niños trepando al palo enjabonado, las carreras de sacos, la música de las guitarras, el baile en casa de Raimundo Alicate. El baile ahora se hacía en la casa grande, ¡qué baile! Dirigido por los hijos y los sobrinos del doctor, una cosa de locos. Cuando el baile se había puesto caliente, el cura vio a Emiliano Guedes salir solo por el campo en dirección al establo donde el caballo negro relinchó contento de ver a su dueño.
Tereza se volvía más festiva y juguetona, más tierna y devota, más ardiente si era posible, para restituirle un poco de paz y alegría, de la paz y la alegría que él le dio en abundancia en esos seis años.
Para las comadres, una perdida, amante de un hombre viejo, rico y casado. Para el doctor, una señora, modelada por sus manos en horas de fructifico ocio. Tereza no se considera ni una ni otra cosa, sólo una mujer adulta y apasionada.
El doctor se dormía tarde y se levantaba temprano. Los cuerpos húmedos, vencidos por fin por el cansancio después del dulce combate; sólo entonces se entregaba al sueño, la mano sobre el cuerpo de ella. Sin embargo, en los últimos tiempos, Emiliano cerraba los ojos pero se mantenía insomne la noche entera.
Tereza pronto se dio cuenta. Ponía la cabeza del amante sobre su pecho, le cantaba en sordina viejas canciones de cuna, único recuerdo de la madre perdida en un accidente de autobús. Para llamar al sueño y apaciguar el corazón del amante. Duerme, amor mío, duerme en paz.