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Empezaron a verlos juntos por la calle, de día. Al principio, en los paseos matutinos para bañarse en el río, uno de los placeres del doctor. Desde que había instalado a su amante en Estância, el industrial se había hecho cliente de la Cachoeira de Ouro, en el río Piauitinga. Solo o acompañado de João Nascimento Filho, allá se iban para el río por la mañana temprano.

—Este baño es salud, maestro João.

Al regresar del primer viaje después del aborto, el doctor trajo montones de regalos para Tereza, entre ellos un bañador.

—Para bañarnos en el río.

—¿Bañarnos? ¿Los dos juntos? —preguntó extrañada Tereza.

—Sí, Favo-de-Mel, los dos juntos.

Tereza salía con el bañador debajo del vestido, el doctor con un slip minúsculo debajo de los pantalones, cruzaban Estância en dirección al río. A pesar de la hora temprana, ya las lavanderas golpeaban su ropa en las piedras, masticando tabaco. Tereza y el doctor recibían la ducha fuerte de la cascada, pequeña caída de agua. El lugar era deslumbrante; corriendo sobre las piedras, a la sombra de los inmensos árboles, el río se abría en un gran remanso de agua limpia. Para allí marchaban después de la ducha, cruzando a través de la ropa tendida al sol por las lavanderas.

En el punto más profundo, el agua llegaba hasta los hombros del doctor. Extendiendo los brazos mantenía a Tereza a flote, enseñándole a nadar. Los juegos, la risa suelta, los besos intercambiados dentro del agua, el doctor se sumergía y la sostenía por la cintura, con una mano en los pechos o buscando debajo del bañador, un extraño pez se escapaba del slip. Preludios de amor, el deseo se acentuaba en el baño en el río Piauitinga. De vuelta en casa, en la bañera o en la cama, completaban el alegre comienzo de la mañana. Mañanas de Estância, nunca más.

Al principio despertaban la curiosidad general, ventanas llenas, las solteronas doloridas por la nueva actitud del doctor, antes tan prudente y respetuoso, que iba perdiendo la discreción con el paso del tiempo, que se volvía un viejo verde y sólo pensaba en satisfacer los caprichos de la amante. La descarada sólo quería exhibirse con el viejo rico, refregarlo en las narices de la gente, sin consideración alguna para las familias. La mayor audacia era en el río, él prácticamente desnudo, sólo faltaba que se echaran ahí mismo, a la vista de las lavanderas. A la vista de las lavanderas no, no alcanzaban a ver. Más de una vez sucedió, Tereza esparrancada con el doctor, miedosa de que apareciera alguien, toda preocupada, una delicia. Así es que las beatas nunca podrían imaginar que Tereza hubiese ofrecido alguna resistencia cuando el doctor la invitó:

—¿Juntos? La gente va a hablar, se van a meter en su vida.

—Deja que hablen, Favo-de-Mel —la tomó de las manos y agregó—. Ya pasó el tiempo…

¿Qué tiempo? ¿Aquel inicial de desconfianza, de vergüenza? Suspicaces los dos, adivinándose pero no conociéndose, desinhibidos sólo en la cama e incluso por momentos, ella dándose con violencia, con hambre de cariño, él manejándola poco a poco, paciente. Tiempo de pruebas, Alfredão siguiéndola en la calle, oyendo y transmitiendo conversaciones, cuidando la puerta, ahuyentando a pretendientes y galanteadores. Tereza escondida en el jardín, en la quinta, dentro de la casa, encogida por las exigencias de la responsabilidad del doctor. A pesar de la cortesía y de las comodidades, de la atención constante y el cariño creciente, aquel comienzo tuvo muros y rejas de prisión. No tanto a causa de las limitaciones impuestas por el recato de Tereza y la prudencia del doctor; los muros se levantaban dentro de ellos. Tereza confusa, temerosa, demostraba en su manera de actuar el peso de los recuerdos del pasado reciente. El doctor observaba en la muchacha las condiciones necesarias: belleza, inteligencia, carácter, esa llama de sus ojos negros, todo lo requerido para la formación de la amante ideal; diamante en bruto que debía ser labrado, niña que debía convertirse en mujer. Dispuesto a gastar en ella tiempo, dinero y paciencia, apasionante diversión, pero aún sin sentir por Tereza otra cosa que deseo, un deseo intenso, incontrolable, sin medida, deseo de un viejo por una niña. Tiempo de prueba, de siembra, con muros y rejas, de difícil tránsito.

¿Qué tiempo? ¿Aquél en que las sementeras brotan y la risa estalla? Cuando a la voluptuosidad se sumó la ternura, cuando terminan las pruebas y el doctor la reconoce como mujer hecha y derecha, digna de su confianza y estimación, no sólo de su interés, cuando Tereza abandona sus dudas y se entrega sin reservas, en cuerpo y alma, viendo en el doctor a un Dios, por eso mismo tirada a sus pies, su amante pero no su igual. Tiempo de prudencia y discreción. Salían juntos pero sólo de noche, después de la cena, andando caminos poco transitados; sólo recibían en la casa al doctor Amarílio y a João Nascimento Filho, además de Lulu Santos, el primer amigo.

Luego se habían terminado aquellos tiempos y comenzado otro en el día ceniciento, el día de la muerte, pero no de soledad. Ese día o se terminaba todo o el amor latente irrumpiría triunfante. Construido con los sentimientos anteriores, amalgamados, transformados en una cosa válida y definitiva.

El doctor empezó a ir a Estância con redoblada frecuencia, ampliando sus estancias en el chalet, la residencia donde vivía más tiempo. En ella no sólo recibía a sus amigos en comidas y reuniones, sino también la visita de notables de la ciudad: el juez, el alcalde, el párroco, el comisario. Llegaban a Estância comunicaciones del Banco Interestatal, de la Eximportex, S. A. sobre negocios y despacho de asuntos diversos.

Tereza había dejado de ser una ruda muchacha del sertón, retirada de la cárcel y del prostíbulo, con el cuerpo y el corazón marcados a hierro y fuego. Las marcas fueron desapareciendo, en la convivencia con el doctor se había desarrollado en belleza, en elegancia, en gracia, en mujer esplendorosa. Antes era solitaria, ahora alegre y comunicativa; antes cerrada en sí misma, ahora abierta en risas.

Tiempo de amor, cuando se volvieron indispensables uno para el otro. Amor de un dios, de un caballero andante, de un ser sobrehumano, de un señor y de una chiquilla campesina, una muchacha rural elevada por él a la condición de amante, de mujer con cierto barniz de finura y educación, y un amor profundo y tierno, sobrepasando el deseo.

Para Emiliano cada despedida era más difícil, para Tereza más largos los días de espera. Algunos meses antes de la muerte del doctor, uno de los gerentes del banco resumió la situación para sus colegas de directorio, amigos de toda confianza:

—Por el cariz que están tomando las cosas, dentro de poco tiempo la casa central del banco se mudará de Bahia a Estância.