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El sacristán enciende las velas, dos altos portacirios a los pies de la cama, dos a la cabecera. Al entrar, masticando una oración, se persignó, el ojo codicioso puesto en Tereza, imaginándosela en la hora de la muerte del doctor recibiendo en su vientre la alegría y la sangre. ¿También gozaría ella? Dudoso, esas tipas metidas con hombres viejos sólo representan en la cama, para engañarlos, guardan el fuego para los otros, para sus enamoramientos, sus muchachos.

Nina no era mujer de absolver a nadie y, sin embargo, había dicho que esa tipa se mantenía honesta, que no se le conocía ninguno, que no recibía extraños a escondidas. Seguramente por miedo a las venganzas, ese Guedes y su familia eran una raza de tiranos. O a lo mejor para asegurarse el confort, el lujo, para hacerse su capitalito honesta puede ser, pero vaya a saber. Esas finolis engañan a Dios y al Diablo, cuanto más a un viejo caduco, apasionado y a una criada analfabeta.

Los ojos del sacristán van de Tereza al padre Vinícius. ¿Quién sabe si el padre? Tampoco él, Clerêncio, sacristán atento y alerta, había descubierto nunca al padre en un renuncio, cometiendo la falta. Con el finado padre Freitas, la cosa era diferente: en la casa la ahijada, una mujer que valía; por la calle cualquiera. Buenos tiempos para el sacristán, trabajando de lleva y trae y disfrutando de las intimidades de las descaradas. El Padre Vinícius, joven y deportivo, lengua suelta, poco paciente con las beatas, nunca había dado lugar a comentarios a pesar de la vigilancia de las comadres en pie de guerra, rastreando sospechas. Tanta virtud y soberbia no le impidieron al cura frecuentar la casa de la perdida, la cueva de la amante, la morada del pecado, llenándose allí de comida y vino, llenándose la barriga. ¿Sólo la barriga? Quizás. En este mundo pícaro se encuentra uno con toda clase de cosas, hasta con cura casto. Clerêncio sin embargo no se admiraría si se descubriera que el cura y la perdida comían también por el otro lado. Cura y muchacha son buenas presas para el infierno, como lo sabe muy bien Clerêncio, sacristán y putañero.

Tereza se mantiene absorta en la silla. Clerêncio la mira, ¡pedazo de mujer, quién pudiera! No esa noche, claro, en que la tipa está preñada de muerte. El sacristán se estremece, qué inmunda. Se hace la señal de la cruz, el cura también la hace, salen los dos, Clerêncio para seguir conversando con Nina y Lula, el cura para esperar a la familia Guedes en el jardín.

Nace la aurora con atisbos de lluvia. En el dormitorio todavía es de noche: las cuatro velas, la llama vacilante, Tereza y el doctor.