19

Cuando las reglas le faltaron dos meses consecutivos (y Tereza era de tener la menstruación exacta, veintiocho días contados entre período y período) unido a otros síntomas, sintió que el corazón se le paraba: estaba grávida. La sensación inicial fue de éxtasis: ah, no era infértil, iba a tener un hijo, un hijo suyo y del doctor, ¡qué infinita alegría!

En el campo del capitán, doña Brígida no le permitía ocuparse de la nieta, ni cuidarla ni jugar con ella, porque veía en Tereza una enemiga que se quería aprovechar de los derechos a la herencia de la hija de Dóris, a quien debían tocarle con exclusividad los bienes de Justiniano Duarte da Rosa, cuando bajase del cielo el ángel de la venganza con su espada de fuego. Por invitación de Marcos Lemos, cierta tarde de domingo, Tereza había salido de la pensión de Gabi, en la Cuia Dágua, para ir a la primera sesión del cine, en el centro de Cajazeiras do Norte. Al atravesar la Plaza da Matriz divisó a doña Brígida con la nieta a la puerta de su casa, la casa comprada por el doctor Ubaldo, hipotecada, casi perdida, recuperada por fin; abuela y nieta estaban en los mimos y la felicidad, ni parecían la vieja loca, de cerebro reblandecido y la andrajosa niñita; bien se dice que no hay remedio comparable al dinero. En el campo, doña Brígida le había prohibido a Tereza tocar a la niña y a la muñeca, regalo de la madrina, doña Beatriz, madre de Daniel.

En el breve turno de Dan, en su despertar al placer, apasionada y ciega, no pensó en concebir un hijo del joven y cuando sucedió lo peor, la atormentó el miedo de estar encinta de Dan, una pesadilla. Pero los golpes fueron tan grandes que le anticiparon las reglas, por lo menos para eso sirvieron las zurras. En aquel mundo cruel, callejón estrecho, sin salida, después de mucho reflexionar en el asunto, Tereza había concluido que no podía tener hijos, se juzgó estéril, incapaz de procrear, atribuyendo el hecho a la manera violenta como había sido desflorada.

No había quedado grávida con Dan, en el extremo placer. No se había embarazado con el capitán en más de dos años, y sin tomar ningún cuidado, pues el capitán no se cuidaba ni reconocía paternidades. Cuando alguna muchacha aparecía grávida, la echaba, que abortase, que pariese, que hiciera lo que se le diera la gana, al capitán eso no le interesaba. Si alguna osaba venir con el hijo en los brazos, a pedir auxilio, mandaba a Terto Cachorro que la corriese, ¿quién la había mandado tenerlo? Hijo sólo de Dóris, el hijo legítimo.

Estéril, seca, le dijo Tereza al doctor cuando recién llegados a Estancia, él le recomendó métodos anticonceptivos y prudencia.

—Nunca quedé embarazada.

—Bueno. No quiero un hijo en la calle —la voz educada se vuelve cruda, inflexible—. Siempre estuve en contra, es una cuestión de principios. Nadie tiene derecho a echar al mundo un ser con un estigma, en condiciones de inferioridad. Además, quien asume un compromiso de familia no debe tener hijos fuera de su casa. Hijos con la esposa, la familia es para eso. La esposa es para los embarazos y la crianza de los hijos, la amante es para el placer, cuando tiene que cuidar hijos es igual que la otra, ¿qué diferencia hay entonces? Hijos en la calle no, así pienso yo. Yo quiero a mi Tereza para el descanso, para que me alegre la vida en los pocos días que me restan, no para tener hijos ni preocupaciones. ¿De acuerdo, Favo-de-Mel?

Tereza observó los ojos claros del doctor, una lámina azul de acero:

—Es que no puedo tenerlos…

—Mejor —en la cara del doctor se acentuaron las sombras—. Mis dos hermanos, tanto Milton como Cristóvão, tienen hijos en la calle, hijos abandonados. Los de Milton andan por ahí, dándome dolores de cabeza; Cristóvão tiene dos familias, una pandilla de hijos naturales, lo que todavía es peor. Porque no hay que confundir, la esposa es una cosa y la amante es otra. Yo te quiero para mí, no quiero compartirte con nadie y menos con un niño —silencio y de pronto la voz se vuelve suave y los ojos en lugar de la lámina de acero son de agua limpia, una mirada afectuosa y un poco triste—. Todo eso y además mi edad, Tereza. Ya no tengo edad para hacer un hijo, no tendría tiempo de formarlo, de convertirlo en un hombre o en una mujer de bien, como hice con los míos, como todavía estoy haciendo. Quiero compartir contigo todos los días que me quedan… —y la tomó en sus brazos para hacer el amor, la amante es para eso, Favo-de-Mel.

Como Tereza era estéril no había problemas. Si fuese paridora y deseara un hijo del doctor para sentirse la mujer más feliz del mundo y le fuese negado, sufriría enormemente. El industrial había sido franco, directo, hasta un poco rudo, él siempre tan delicado y atento. Como ella era estéril, no había ningún problema.

Pero no era estéril, un hijo del doctor crece en sus entrañas. ¡Aleluya! Pasada la incontenible explosión de alegría, Tereza se pone a reflexionar, había aprendido a hacerlo en la cárcel: el doctor tenía razón. Echar al mundo un hijo natural era condenar a un inocente al sufrimiento. En la pensión de Gabi había visto más de un caso. El hijo de Catarina, que murió a los seis meses debido a los malos tratos a que lo sometía la mujer que por una paga lo cuidaba; la hija de Vivi, que estaba enferma del pecho, escupía sangre; la mujer que la cuidaba era una vieja borracha, se gastaba en cachaça el dinero que Vivi le daba para la comida. Las madres en la zona, los hijos abandonados, entregados a extraños. De aquella vida ruin de las prostitutas lo peor era el sufrimiento por los hijos.

El doctor estaba ausente desde hacía tres semanas, atendiendo sus negocios importantes en Bahia, en la casa central del Banco. Tereza fue al consultorio del doctor Amarílio. Examen ginecológico, preguntas, diagnóstico fácil: gravidez. ¿Y ahora qué, Tereza? Se quedó esperando una respuesta a su pregunta, los ojos negros de Tereza absortos: ah, un hijo nacido de ella y del doctor, creciendo bello y arrogante, de ojos azul celeste y maneras finas, no le faltaría nada en el mundo, un caballero como su padre. ¿O una muchacha como su madre, de dueño en dueño, de mano en mano?

—Quiero perderlo, doctor.

El médico tenía su punto de vista firme, ponderables reservas morales:

—Yo no apruebo el aborto, Tereza. Hice algunos pero en casos muy especiales, por necesidad absoluta, para salvar la vida de mujeres que no podían concebir. El aborto es siempre malo para la mujer, física y espiritualmente. Nadie tiene derecho a disponer de una vida…

Tereza miró al médico, esas cosas son fáciles de decir pero duras de oír:

—Cuando las cosas no tienen arreglo… Yo no puedo tener un hijo, el doctor no quiere —bajó la voz para mentir— y yo tampoco.

Mentira, a medias, porque quería y no quería. ¡Quería con todas las fibras de su alma, no era estéril, qué emoción! ¡Ah, un hijo suyo y del doctor! Pero cuando pensaba en el futuro, entonces no lo quería. ¿Cuánto tiempo va a durar el enamoramiento del doctor Emiliano, su capricho de rico? Puede terminar en cualquier momento, ya duró demasiado, la amante es para el placer de la vida, para el placer de la cama. Cuando el doctor resuelva variar, cansado de Tereza, sólo le quedará la pensión de Gabi, la puerta abierta de la prostitución, el hijo en manos extrañas, creciendo en el abandono y la necesidad. Entregado a una cualquiera, más pobre todavía que las putas, a cambio de un poco de dinero, sin cariño materno, sin afecto, sin padre, viendo a la madre de cuando en cuando, condenado. No, no vale la pena, nadie tiene derecho, doctor Amarílio, de condenar a un inocente, al propio hijo, antes matarlo mientras haya tiempo.

—Hijo sin padre no quiero. Si usted no quiere quitármelo, encontraré quien lo haga, no faltan en Estância. Tuca, la criada, ya perdió no sé cuántos, casi uno por mes. Hablaré con ella, conoce a todas las hacedoras de ángeles.

Hijo sin padre, pobre Tereza. El médico tiene la responsabilidad:

—No nos vamos a ahogar, Tereza, no hay motivo alguno para tanto apuro. El doctor se fue hace mucho, ¿no es cierto? Entonces no tardará en volver. Vamos a esperar que llegue y lo decidimos. ¿Y si él no quiere que abortes?

Tereza estuvo de acuerdo, no deseaba otra cosa, guardaba una esperanza, un hijo, un niño suyo, y, además, del doctor. Emiliano llegó a los pocos días, a la hora de almorzar, tan nostálgico de Tereza que antes de ir a comer se la llevó al dormitorio, y empezaron la diversión, en risas y juegos: tengo hambre y sed de ti, Tereza mía. Nerviosa así no la había conocido, una alegría intensa y una sombra de preocupación. Pasado el ímpetu inicial, con la mano sobre el vientre de Tereza, quiso saber:

—Tereza, ¿no tienes algo que decirme?

—Sí, no sé qué pasó, pero estoy embarazada… Estoy muy contenta, pensé que nunca podría tener un hijo. Qué suerte.

Una nube sombreó la cara del doctor, la mano se puso pesada sobre el vientre de Tereza, los ojos claros se volvieron una lámina azul de acero. Un silencio de segundos, duró como un mundo; el corazón de Tereza estaba parado.

—Lo tienes que perder, querida —muy tierno, la voz en un susurro, pero inflexible—. No quiero un hijo en la calle, ya te lo expliqué, ¿te acuerdas? No fue para eso para lo que te traje.

Tereza lo sabía a ciencia cierta, sabía que ésa era la decisión, pero sonaba igualmente cruel. Una luz se le apagó por dentro. Contuvo su corazón:

—Sí, me acuerdo. Usted tiene razón. Yo ya se lo dije al doctor Amarílio, le dije que me lo quitara, pero él me pidió que esperase su llegada para decidirlo. Por mí, ya está decidido.

La voz era tan firme e intransigente, casi hostil, que el doctor no pudo contener cierto fastidio:

—¿Estás decidida a no tener un hijo mío?

Tereza lo miró sorprendida, por qué le hace esa pregunta si él mismo le había dicho cuando se establecieron en Estância que no quería un hijo en la calle, un hijo era para tenerlo con la esposa, la cama de la amante es para el placer, la amante es para el pasatiempo. ¿No ve cómo se domina ella para anunciarle la decisión con voz firme, sin un temblor de los labios? El doctor lee por dentro a Tereza, ¿cómo no se da cuenta de que desea ese hijo, de que la valentía le cuesta mucho?

—No me pregunte eso, sabe que no es verdad. Voy a perderlo porque no quiero que pase lo que yo pasé. Si fuese diferente no lo perdía, lo tenía igual, aunque usted no quisiera.

Tereza retira de su vientre la mano pesada del doctor, se levanta de la cama, se va al baño. Emiliano se pone de pie y rápidamente la alcanza y la trae de vuelta; están los dos desnudos y serios, frente a frente. El doctor se sienta en la poltrona donde acostumbra a leer con Tereza en su regazo:

—Perdóname Tereza, no puede ser de otra manera. Yo sé que es difícil, pero no puedo hacer nada; tengo mis principios. Nunca te engañé. Yo también lo siento, pero no puedo hacer nada.

—Ya lo sabía. Fue el doctor Amarílio el que dijo que a lo mejor usted quería, y yo, como una boba…

Un perro castigado por el amo, un hilo de voz deshaciéndose de tristeza, Tereza Batista en su regazo, una amante no tiene derecho a hijos. El doctor se da cuenta de su infinita tristeza, de su desolación:

—Sé lo que estás sintiendo, Tereza; desgraciadamente no puede ser de otra manera, no quiero tener un hijo en la calle. No le daré mi apellido. Te preguntarás seguramente si no tengo ganas de tener un hijo de ti, un hijo tuyo y mío. No, Tereza, no tengo. Sólo te quiero a ti, a ti solamente, sin nadie más. No me gusta mentir ni siquiera para consolarte.

Hizo una pausa como si le costase mucho hablar:

—Óyeme, Tereza, tienes que decidirlo tú misma. Yo te quiero tanto que si tú quieres tenerlo, te dejaré y le sustentaré mientras yo viva, pero yo no lo reconozco, no le doy mi apellido y con eso se termina nuestra vida común. Yo te quiero a ti, sola, sin hijos, se pondría feo lo que hasta ahora fue tan hermoso. Decídete, Tereza, tienes que elegir entre yo y el chico. Te garantizo que no le faltará nada.

Tereza no vaciló. Le apretó el cuello con sus brazos y le dio a besar sus labios, le debía más que la vida, le debía el gusto por la vida.

—Para mí usted está antes que nada.

El doctor Amarílio vino esa noche y conversó a solas con Emiliano. Después fueron a buscar a Tereza, que estaba en el jardín, y el médico le fijó la intervención para la mañana siguiente, allí mismo, en la casa. ¿Y las reservas morales tan ponderables, el punto de vista tan categórico, Doctor Amarílio, dónde quedaron? Se fueron, Tereza, un médico rural no puede tener punto de vista ni opinión formada, no es más que un curandero a las órdenes de los dueños de la vida y de la muerte.

—Duerme tranquila, Tereza, es una cosa fácil, no tiene importancia.

Una cosa fácil y triste, doctor. Hoy vientre fecundo, mañana pasto de la muerte. El doctor Amarílio entiende cada vez menos a las mujeres. ¿No había ido ella misma a su consultorio a proponerle el aborto, no le había dicho que si no se lo hacía él iría a buscar a una curandera cualquiera, de las muchas hacedoras de ángeles; por qué entonces se hace la afligida, pone esa cara contrita? ¿Por qué? Porque el médico era su última esperanza en la lucha por el hijo, tal vez las reservas del médico, su punto de vista categórico, nadie podía disponer de una vida, decidir sobre la muerte ajena, destruir los principios del doctor Emiliano. Qué desatinada. Tereza parecía olvidada de la intransigencia del industrial, de sus Inmutables normas de comportamiento. Hijo en la calle, no, elige entre el chico y yo. Adiós, hijo, que no conoceré, hijo tan deseado, adiós.

Cosa fácil, no hubo problema; Tereza sólo guardó cama por consejo médico y exigencia de Emiliano. Él no la dejó sola ni un solo momento, ofreciéndole café, té, refrescos, frutas, chocolate, bombones, le leía, le enseñaba juegos de naipes, había conseguido hacerla sonreír al cabo de ese día melancólico.

A pesar de las continuas llamadas de Aracaju y de Bahia, a pesar de sus importantes negocios, el doctor se quedó junto a su amante una semana entera. Días de ternura, de mimos, de dedicación, hasta que Tereza se sintió limpia de todo disgusto, recompensada por su sacrificio, contenta de vivir, sin marca alguna de lo ocurrido.

Así era el doctor, el rebenque y la rosa.