17

Hacia las dos de la mañana el doctor Amarílio vuelve trayendo el certificado y noticias de los parientes del doctor. Para localizarlos en el baile de gala del Yacht Club había despertado a medio Aracaju a telefonazos hasta conseguir hablar con el más joven de los hermanos, Cristóvão, que le contestó con su voz pastosa de borracho; había sido una búsqueda de más de dos horas. Felizmente, en esta ocasión, la telefonista Bia Turca no había hecho escándalo por la hora, encantada con las novedades y los detalles de la muerte del millonario. La verdad es que el médico, para ganarse la benevolencia de la telefonista, le dio a entender que el doctor se había desencarnado (Bia Turca era espiritista) en circunstancias muy especiales. No necesitó dar más detalles, quizá debido a su profesión y a los fluidos; Bia Turca tenía unas antenas muy poderosas.

—Bia se colgó del teléfono hasta conseguir Aracaju; fue una gran ayuda. Cuando descubrimos dónde estaba la familia, dimos un viva. Al principio no se oía nada por la música del baile, la suerte fue que el teléfono del Yacht está en el bar y Cristóvão estaba allí, tomando whisky. Cuando le di la noticia me parece que perdió la voz, porque soltó el teléfono y me dejó gritando hasta que alguien lo tomó y fue a llamar al yerno. Dijeron que salían para acá inmediatamente…

Con el médico llega João Nascimento Filho, triste, conmovido, asustado:

—¡Ay, Tereza, qué desgracia! Emiliano era más joven que yo, tres años más joven, todavía no había cumplido sesenta y cinco. Nunca pensé que se muriese antes que yo. Tan fuerte, no me acuerdo de haberlo visto enfermo.

Tereza los deja en el dormitorio y sale para buscar café. Hierática, lacrimosa, Nina parece inconsolable sobrina o prima, parienta enlutada. Lula duerme sentado junto a la mesa de la despensa, la cabeza sobre los brazos, Tereza va a colar el café.

En la cama de sábanas limpias, vestido como si debiese presidir una reunión de directores del Banco Interestatal de Bahia y Sergipe, yace el doctor Emiliano Guedes, los ojos claros abiertos, todavía curioso de la vida y de las personas, queriendo ver todo y acompañar el comienzo del extenso velorio de su cuerpo, en casa de la amante donde muriera agitándose de gozo. João Nascimento Filho, lagrimeando, se vuelve hacia el médico:

—Ni parece muerto, mi pobre Emiliano. Con los ojos abiertos para mandar mejor, como siempre mandó desde la Facultad. La rosa en la mano, sólo le falta el rebenque. Duro y generoso, el mejor amigo, el peor enemigo, Emiliano Guedes, señor de Cajazeiras…

—Los disgustos lo mataron… —el médico repite su diagnóstico—. Nunca se confesó conmigo, pero las noticias circulan, siempre se sabe. Tan amigo tuyo como era, ¿nunca te dijo nada, João? ¿Sobre el hijo, sobre el yerno?

—Emiliano no era hombre de andar contando su vida ni siquiera a los amigos más íntimos. Nunca oí de su boca sino elogios a la familia, todos eran buenos, todos perfectos, la familia imperial. Era demasiado orgulloso para contarle a nadie, fuese quien fuera, ninguna cosa deshonrosa sobre su gente. Sé que tenía debilidad por la hija; cuando era jovencita, cada vez que aparecía por aquí hablaba de ella como si fuese una maravilla, de belleza, de inteligencia, contaba las gracias de la muchachita. Después que se casó ya no habló más…

—¿Hablar de qué? ¿Hablar de los cuernos que le pone al marido? Aparecida salió al padre, tiene la sangre caliente, es sensual, fogosa, dicen que está devastando los hogares de Aracaju. Ella por un lado y el marido por el otro, que él no se achica, cada uno lleva la vida a su gusto…

—Son los tiempos modernos y los casamientos dislocados… —concluye João Nascimento Filho—. Pobre Emiliano, loco por la familia, por los hijos, por los hermanos, por los sobrinos, ayudando hasta al último pariente. Si parece vivo, sólo le falta el rebenque en la mano…

Tereza está de vuelta, con la bandeja y las tazas de café:

—El rebenque, ¿por qué señor João?

—Porque Emiliano usaba al mismo tiempo la rosa y el rebenque de plata.

—Conmigo no, señor, João, aquí no. —Era casi verdad.

—En ciertas cosas, Tereza, eres igualita que él, te miro y veo al viejo Emiliano. En la convivencia se fue haciendo parecida: la lealtad, el orgullo, vaya uno a saber…

Por un instante se quedó callado, luego prosiguió:

—Yo vine a esta hora para despedirme de él mientras está en tu compañía, no quiero estar cuando venga la familia. Tereza, por causa tuya Emiliano se vino a Estância, a nuestro lado, y nos dio un poco de su tiempo tan ocupado y nos transmitió su amor a la vida. Cuando llegó yo ya estaba entregado a la vejez, a la espera de la muerte, y él me levantó de nuevo. Quiero despedirme de Emiliano a tu lado, a los otros no los conozco ni los quiero conocer.

Nuevamente el silencio, el muerto con los ojos abiertos. El profesor João continuó:

—Nunca tuve hermanos, Tereza, pero Emiliano fue para mí más que un hermano. Si no perdí todo lo que mi padre me dejó fue porque él se ocupó de mis negocios. Pero así y todo, nunca abrió la boca para hacer una confidencia. Ahora le estaba hablando al doctor Amarílio, del orgullo y la generosidad, del rebenque y la rosa. Vine a verlo a Emiliano y a verte a ti, Tereza. ¿Te puedo ser útil en algo?

—Muchas gracias, señor João. Nunca me olvidaré ni de usted ni del doctor Amarílio; en este tiempo hasta tuve amigos, hasta eso le debo a él.

—¿Te vas a quedar en Estância, Tereza?

—¿Sin el doctor, señor João? No podría.

Sorben el último trago de café, callados. João Nascimento Filho piensa en el futuro de Tereza; pobre Tereza, dicen que tuvo muy mala vida antes de venirse con Emiliano, que tuvo una vida de perro. El médico, afligido, espera al cura para recibir a los parientes que a estas horas deben andar por la carretera en desenfrenada corrida hacia Estância, la hija, el yerno, el hermano, la cuñada y las amistades.

El doctor Amarílio teme el encuentro de la familia con la amante; los problemas delicados, no sabe cómo se resolverán. Mal conoce a los parientes del doctor Emiliano. Quien los conoce bien es el padre Vinícius, ya estuvo varias veces en la fábrica celebrando misa. ¿Dónde está el cura, por qué demora tanto?

João Nascimento Filho mira detenidamente al amigo, conmovido, sin esconder las lágrimas ni el temor de la muerte:

—Nunca pensé que se fuese antes que yo, no tardará en llegar mi turno… Tereza, hija mía, yo me voy antes de que llegue esa gente. Si un día me necesitas…

La abraza, le toca la frente con los labios, mucho más viejo que cuando llegó para ver al amigo muerto. Hasta pronto, Emiliano.