Un día Alfredão vino a despedirse:
—Señora Tereza, yo me voy. En mi lugar va a quedar Misael, un muchacho muy bueno.
Tereza se había enterado por el doctor de la petición de Alfredão: lo había traído por un mes, como cosa de emergencia, hacía ya seis que estaba lejos de su familia y de la fábrica, donde había vivido siempre sin trabajo definido, a la disposición de Emiliano, útil para todo. Si no fuera por los nietos se quedaría en Estância, le gustaba ese lugar, le gustaba Tereza:
—Muchacha recta, doctor, no hay otra como ella. Siendo tan joven tiene juicio de persona mayor, sólo sale de casa por necesidad, en la calle no le hace caso a nadie. Vive con el ojo en la puerta, esperando su llegada, a cada rato me pregunta: ¿llegará hoy, Alfredão? Por eso yo le aseguro que es merecedora de su protección. Fuera de usted, sólo piensa en instruirse.
Fundamental para el definitivo enjuiciamiento de Tereza, Alfredão le había proporcionado datos, pesos y medidas, hechos acaecidos en sus continuas ausencias: desde las propuestas de la profesora de corte y confección, hasta las tentativas de intriga de la comadre Calu, pasando por la carrera todavía hoy comentada del viajante de comercio Avio Auler, especie de Dan del sindicato comercial, seductor de segundo orden, repleto de brillantina y perfume barato. Trasladado del sur de Bahia a Sergipe y Alagoas, se deslumbró con la abundancia de muchachas bonitas de Estancia, todas doncellas, desgraciadamente. Andaba en busca de un plato más suculento, mujer buena para la cama, sin peligro de noviazgo ni matrimonio, con tiempo libre y pecho ansioso, por ejemplo inactiva amante de un ricacho. Se enteró de la existencia de Tereza y la vio al salir de una tienda, tamaña belleza. Se le puso detrás diciéndole piropos, poseía un inagotable repertorio. Tereza apresuró el paso, el galán hizo lo mismo y, poniéndosele delante, le impidió seguir. Sabiendo cómo le desagradaría al doctor cualquier escándalo, Tereza trató de desviarse, pero el viajante abrió los brazos y no la dejó pasar.
—No pasas si no me dices tu nombre y cuándo podemos conversar…
Haciendo un esfuerzo por mantener la calma, Tereza quiso tomar por el centro de la calle. El tipo alargó su mano para cogerla pero no llegó a tocarle el brazo. Saliendo no se sabe de dónde, Alfredão le dio un porrazo que hizo innecesario el segundo; el galán quedó tendido de cara contra el suelo y, cuando se levantó, salió corriendo hacia el hotel, donde se escondió hasta la hora de tomar el autobús para Aracaju. Le faltaba a Avio Auler la experiencia imprescindible para la conquista de una mujer establecida con amante. Quien quiera meterse con una querida debe tener antes conocimientos sobre los puntos de vista del protector. Si bien la mayor parte de las mancebas son aficionadas a los placeres y los riesgos de poner cuernos y muchos señores protectores son mansos y complacientes, existe una pequeña minoría de muchachas serias, fieles a los compromisos asumidos, y algunos amancebados tienen la cabeza sensible y alergia a los cuernos. En este caso, los dos amantes formaban parte de esa agresiva minoría; pobre Avio Auler, viajante de comercio de la fábrica Stela, de zapatos.
A través de Alfredão, el doctor se enteró de las tardes que pasaba Tereza sobre los libros de lectura y los cuadernos de caligrafía. Durante dos años y medio, antes de ser vendida al capitán, había frecuentado la escuela de la maestra Mercedes Lima, quien le transmitió cuanto sabía, que no era mucho. Tereza quería leer los libros desparramados por la casa y se puso a estudiar.
Para Emiliano Guedes, la tarea fue apasionante, seguir y orientar los pasos de la muchacha, ayudarla a dominar reglas y análisis. Muchas y diferentes cosas le enseñó el doctor a su joven protegida, en el jardín, en la quinta, en la casa y en la calle, en la mesa, en la cama, en el correr de los días; ninguna fue tan útil a Tereza como el curso de lecciones marcadas, antes de partir, por el doctor, quien le dejaba deberes que cumplir, materias a estudiar, ejercicios que debía hacer. Libros y cuadernos llenaban el tiempo ocioso de Tereza, impidiéndole el fastidio y la inseguridad.
El doctor se había acostumbrado a leerle en voz alta, empezando por los cuentos para niños: Tereza viajó con Gulliver, se conmovió con el soldadito de plomo, se rió a más no poder con Pedro Malazarte. También el doctor se reía, le gustaba reír. No le gustaba conmoverse pero se conmovió con ella, rompiendo su impuesta y dura contención.
Tiempo ocioso de Tereza, inexistente. A pesar de que el doctor no quería que hiciese trabajos domésticos, siempre participaba de ellos, el arreglo de la casa, la limpieza; Emiliano adoraba las flores y cada mañana Tereza cortaba claveles y rosas, dalias y crisantemos, manteniendo los floreros llenos, pues el doctor no tenía día fijo de llegada. Sobre todo se ocupaba de la cocina, pues, como el doctor era de buen paladar y tan exigente en la comida, Tereza quiso hacerse competente en la materia. El hombre civilizado necesita cama y mesa de primera, decía el doctor, y Tereza, que era una maravilla en la cama, se quemaba los dedos en el fuego para aprender a cocinar.
João Nascimento Filho les había conseguido una afamada cocinera, la vieja Eulina, rezongona, siempre quejándose de la vida, pero una artista.
—Una artista, Emiliano, esa vieja es una artista. Hace unas sopas de cabrito que se pueden comer durante una semana… —afirmaba el profesor Nascimento—. En las menudencias no tiene quien se la compare. Manos divinas.
En las menudencias y en los platos típicos de Sergipe, de Bahia, en la moqueca de sururu de Alagoas, además, una emérita dulcera. Tereza aprendió con ella a medir la sal y a mezclar los condimentos, a advertir el punto exacto de cocción, las reglas del azúcar y del aceite, el valor del coco, de la pimienta y del jengibre. Cuando la vieja Eulina, sintiendo su cabeza demasiado pesada y el pecho oprimido (porquería de vida) largaba todo y se iba sin dar explicaciones, Tereza asumía su puesto delante del gran fogón de leña; el que quiera comer bien y de lo mejor sabe que no hay comida igual a la cocida en fogón de leña.
—Esa vieja Eulina cada día cocina mejor… —dice el doctor, repitiendo del caldo de gallina—. Gallina en caldo, por ser un plato simple, es de los más difíciles… ¿De qué te ríes Tereza? A ver, cuéntame…
En la preparación del caldo y de la gallina, la vieja no había intervenido. Los dulces sí, de caju, de jaca, de araça, eran de Eulina, exquisitos. Ay, Tereza, qué buena cocinera te has vuelto, ¿cuándo y por qué? Aquí, en esta casa, señor, y para complacerlo. Tereza en la cocina, en la cama, en el estudio.
El regreso de Alfredão a la fábrica marcó el fin de una etapa en la vida de Tereza con Emiliano, la más difícil. Silencioso y calmo, especie de jardinero y de jagunço, de vigilante y de amigo fiel, bajo su mano habían brotado la quinta y el jardín, a su sombra se criaron la confianza, la ternura, el cariño de los dos amantes. Tereza se había acostumbrado a sus silencios, a su cara fea, a su lealtad.
A la perezosa criada de los primeros días le sucedió Alzira, gentil y ruidosa, llevada por un antiguo pretendiente, que había emigrado a Ilhéus en busca de trabajo y había vuelto para casarse con ella. La gordinflona y comilona Tuca ocupó el puesto vacante. Misael sustituyó a Alfredão en la quinta y en el jardín, en las compras, en el cuidado de la casa, pero no en la vigilancia de Tereza, pues el doctor ya no necesitaba hacerla vigilar, estaba seguro de ella. Así fueron transcurriendo los días, las semanas, y los meses y Tereza se fue olvidando del pasado.
Cuando el doctor estaba presente el tiempo no le alcanzaba: aperitivos, almuerzos y cenas, los amigos, los libros, los paseos, los baños en el río, la mesa, la cama, la hamaca, la estera extendida en el jardín, el sofá de la sala donde él revisa la documentación y redacta órdenes, la banqueta del cuarto de costura, la bañera donde toman el baño juntos, invención más loca del doctor. En uno u otro sitio siempre era bueno.