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Toda vestida de negro, como una bruja de caricatura o una prostituta de burdel barato en noche de fiesta, Nina aparece a la puerta del dormitorio, andando de puntillas, para no molestar o para aparecer de improviso sorprendiendo un gesto, una expresión, cualquier leve indicio de alegría en el rostro de Tereza, pues la perdida no habrá de ocultar por tanto tiempo su alegría. Va a entrar en el goce de la vida y por más falsa y disimulada que sea, se le notará. Pero aunque es tan hipócrita no consigue arrancarse una lágrima de los ojos secos, cosa tan fácil y al alcance de cualquiera. Desde la puerta, Nina se estremece en llanto.

La pareja iba a cumplir dos años en el trabajo. Por el gusto del doctor ya habrían sido despedidos, no tanto por Lula, un pobre de Dios, sino por Nina, que no le gustaba a Emiliano:

—Esa moza no me gusta, Tereza.

—Pobre, es ignorante, pero no mala.

El doctor se encogía de hombros y no insistía, sabía el motivo de la paciencia de Tereza: eran los niños, Lazinho de nueve años, y Tequinha de siete, cuidados por Tereza con esmero maternal. Maestra gratuita y apasionada de los chiquillos de la calle en una escuelita alegre, Tereza llenaba con estudio, clases y niños el tiempo interminable de las ausencias del doctor. Lazinho y Tequinha, además de la hora de clase por la tarde, con juegos y merienda abundante, se pasaban parte del día detrás de la improvisada maestra, hasta el punto de irritar a Nina, que tenía la mano pronta y pesada para castigarlos. Cuando estaba el doctor los niños sólo venían a pedirle la bendición, reducidos a la quinta y a la calle donde jugaban con los otros chicos durante los recreos. El tiempo era muy breve para la alegría y la animación que resultaba de la presencia del doctor; en esa fiesta no podía haber niños y estando con Emiliano, Tereza no necesitaba nada más. Pero, en su ausencia, los chiquillos de la calle, y sobre todo los de la casa, eran sus compañeros insustituibles para hacerle pasar la pesada carga del tiempo vacío de amante, impidiéndole pensar en el futuro cuando la ausencia se hiciera más definitiva, cuando el industrial se cansara de ella. En la muerte no pensaba, no le parecía que el doctor pudiera morirse, ésa era una contingencia de los otros, no de él.

Gracias a los niños, Tereza soportaba la incómoda sensación de hostilidad que a veces evidenciaba la criada; el doctor, con cierto sentimiento de culpa —un hijo no, Tereza, un hijo en la calle, jamás—, cerraba los ojos a las provocaciones de Nina, envidiosa, tonta, ofreciéndole sus pechos sueltos a la menor oportunidad. Por la mañana, cuando salía del dormitorio, Emiliano Guedes divisaba a Tereza en el jardín, arrodillada entre los canteros, jugando con los niños, un cuadro, una fotografía para premio en un concurso de los que hacen las revistas. ¿Ay, por qué todo en la vida debe ser por la mitad? Una sombra en el rostro del doctor. Al verlo los niños se despedían de ella, solicitaban la bendición del doctor y corrían hacia la quinta, órdenes estrictas.

A la puerta del dormitorio, Nina hacía cálculos difíciles: ¿cuánto le tocaría a la amante en el testamento del viejo millonario? Completamente escéptica respecto de la devoción y el cariño, Nina no cree en el amor de Tereza por el doctor, la fidelidad, el desvelo, el cariño no eran más que demostraciones de hipocresía representadas con el objeto de meter mano a la herencia. Ahora, rica e independiente, hará lo que le plazca. Quién sabe, hasta puede ser que mantenga su interés por los niños, dándoles algo de lo que consiga de los Guedes, todo es posible. Por si acaso, Nina llena su voz de simpatía y lástima:

—Pobre señora Tereza, tanto como lo quería…

—Nina, por favor, déjame sola.

¿No ve? Ya empieza la perdida a mostrar las uñas y los dientes.