Tereza se quedó largo tiempo sola en el dormitorio con el muerto. Lo habían acostado en el lecho, con las manos cruzadas, la cabeza apoyada en la almohada. En el jardín había recogido una rosa, recién abierta, color sangre, y se la había puesto entre los dedos.
Al bajar del automóvil, al llegar de la fábrica o de Aracaju, después del prolongado beso de bienvenida, la caricia del bigote y la punta de la lengua, el doctor le daba su sombrero y el rebenque de plata para que los guardara, mientras el chófer y Alfredão llevaban el portafolios, los libros y los paquetes a la sala.
Habitualmente el doctor usaba fuera de la casa el rebenque de plata, no sólo en el campo, cuando montaba a caballo, sino también en la ciudad, en Bahia, en Aracaju, en la dirección del Banco, en la presidencia de la Eximportex, S. A., como ornamento, como símbolo y arma.
En manos del doctor era un arma terrible: en Bahia haciendo vibrar el rebenque, había puesto en fuga a dos golfillos que querían aprovechar las sombras de la noche para robarle; y de día, en el centro de la capital, le había hecho engullir al plumífero Haroldo Pêra un artículo que había escrito en un periódico. Contratado por unos enemigos de los Guedes, el escribiente alquilado, dispuesto a deshacer reputaciones en tranquila impunidad, había escrito una extensa y violenta catilinaria contra el poderoso clan. Como jefe de la familia le tocó a Emiliano el grueso del pasquín: «impenitente seductor de ingenuas doncellas, campesinas», «latifundista sin alma, explotador del trabajo de los colonos y arrendatarios, ladrón de tierras», «contrabandista contumaz de azúcar y aguardiente, usurero y reincidente en saquear los dineros públicos con la connivencia criminal de los fiscales del Estado». Los hermanos, Milton y Cristóvão, también entraban en danza bajo los calificativos de «incompetentes parásitos», «ignorantes e incapaces», especializándose Milton en la «beatería» y Cristóvão en la «cachaça», dos ruines, sin olvidar al gracioso Xandó de «homófilas preferencias sexuales», o sea el joven Alexandre Guedes, hijo de Milton, desterrado en Rio, que tenía prohibido aparecer por la fábrica debido a su «locura por los atléticos trabajadores negros». Un artículo, leído y comentado, conteniendo «muchas verdades, aunque estaba escrito con pus», según opinión del político sertanejo en una animada charla a la puerta del Palacio de Gobierno. Apenas terminada la frase, miró alrededor y el diputado tuvo que llevarse la mano a la boca: subía hacia la Plaza el doctor con su rebenque plateado, mientras bajaba, con paso firme, por la evidencia, el periodista Pera. No hubo tiempo para escapar, el glorioso articulista tuvo que tragarse su escrito en seco además de la marca del rebenque en la cara.
En Estância, cuando salía a dar su caminata diaria después de la cena, en lugar del rebenque, el doctor llevaba una flor en la mano. El hábito lo estableció al comienzo de la convivencia, cuando la ternura naciente poco a poco amplió la intimidad, al principio reducida a las caricias de cama, dándole una nueva dimensión. Por aquel tiempo, todavía no se mostraba con Tereza por la calle, iba solo a los paseos nocturnos al viejo puente, a la represa, al puerto sobre las márgenes del río Piauí, manteniéndola en la clandestinidad, escondida en el doblez de las apariencias, jamás vistos los dos en público: «el doctor, por lo menos, respeta a las familias, no es como otros que refriegan a sus amantes en las narices de la gente», lo elogiaba doña Geninha Abib, empleada de Correos y Telégrafos, gorda y de tenaz deslenguada. Sólo los íntimos eran testigos del crecimiento del afecto, de la confianza, de la familiaridad, del amor que unía a los amantes, caudales de amor pacientemente conquistados.
Pero una noche sucedió que después de besarla le dijo: hasta luego, Tereza, enseguida vuelvo, voy a estirar las piernas y hacer la digestión. Ella corrió al jardín y cortando un botón de rosa, una inmensa gota de sangre de un rojo oscuro, espeso, se la entregó murmurando:
—Para que se acuerde de mí en la calle…
Al día siguiente, a la hora del paseo, él preguntó:
—¿Y mi flor? No la necesito para acordarme de ti pero es como si te llevase conmigo.
En las sucesivas despedidas, en la renovada tristeza, cuando iba a subir al automóvil, Tereza besaba una rosa y con un alfiler se la prendía en la solapa; ya estaba de nuevo en la mano de Emiliano el rebenque de plata.
El rebenque en la mano, la rosa en la solapa, el beso del adiós, la caricia del bigote, la punta de la lengua tocándole los labios, allá se va el doctor por el camino de su vida, lejos de Tereza. ¿Cuándo regresará a la paz de Estância, huésped de breve permanencia, dividido entre tantas residencias, entre tantos compromisos, intereses y afectos, correspondiéndole a Tereza el tiempo de una rosa, brotar y morir, el tiempo secreto y breve de las amantes?
Después de colocar la rosa entre los dedos de Emiliano, Tereza intenta cerrarle los ojos azules, límpidos, en ciertos instantes fríos y desconfiados. Ojos penetrantes de adivino, ahora muertos pero igualmente abiertos, queriendo ver en torno, puestos en Tereza, sabiendo de ella más que ella misma.