Apenas llegados a Estância unos asuntos urgentes obligaron al doctor a partir para Bahia dejando a Tereza bajo el cuidado y la vigilancia de Alfredão y la compañía de una criada, muchacha del lugar. Cerrada en la desconfianza, en el cuerpo las marcas de los malos tratos y en el corazón el recuerdo de cada minuto de una época reciente y envilecedora, de golpes e ignominia, de Justiniano Duarte da Rosa y de Dan, de la cárcel y la pensión, viviendo por vivir, sin divisar ningún horizonte, Tereza no sabía qué pensar. Se había ido con el doctor un poco a merced de los acontecimientos y por el respeto que le imponía. ¿Habría bastado el respeto? Atracción también, poderosa, hasta el punto de hacerla abrirse en goce cuando la besó a la puerta de la pensión antes de ponerla a la grupa de su caballo. Así había ido, sin conocer cuál sería el fin de esa historia. Al avisarle sobre la presencia del doctor, Gabi la alertó sobre la presumible brevedad del enamoramiento del industrial, un capricho de hombre poderoso; le anticipaba que tenía las puertas del prostíbulo abiertas; ésta es tu casa, hija mía.
Había asumido el papel de mujer del doctor, no de amante. En la cama la abrasaba la simple contemplación de la virilidad de Emiliano Guedes y el menor toque de sus dedos sabios; en el constante y tierno amor que le prodigó, la voluptuosidad había precedido a la ternura y sólo con el tiempo se fueron mezclando y fundiendo los sentimientos. En lo demás seguía actuando como si viviera con el capitán, como si estuviese en una situación idéntica a la anterior. Desde la mañana temprano trabajaba poniendo la inmensa casa en orden, tomando para sí los trabajos más groseros y pesados, mientras la criada descansaba, se dedicaba a las musarañas en la cocina o vagaba por la sala con el trapo de limpiar en la mano inútil. Silencioso y altivo, con el pelo blanqueado, traído de la fábrica con carácter provisional, Alfredão cuidaba de la quinta y el jardín abandonado, hacía las compras y vigilaba la casa y la virtud de Tereza. Por más adivinador que fuese, el doctor la conocía muy poco y entonces se imponían las precauciones. Pero hasta en el trabajo de Alfredão se metió Tereza; cuando iba a recoger la basura, ella ya lo había hecho. Junto con el hombre y la criada comía en la cocina, con los dedos; los cajones de los armarios estaban atestados de cubiertos de plata.
La casa parecía un juguete: chalet confortable en el centro del amplio terreno plantado con árboles frutales, con dos grandes salas, la del frente y el comedor, cuatro habitaciones que daban hacia la brisa del río Piauitinga, cocina y antecocina enormes, los baños, las habitaciones de los empleados, la despensa y el depósito. ¿Para qué tanta casa, se preguntaba Tereza mientras limpiaba a fondo, para qué tantos muebles y tan grandes? Costaba tiempo y sudor, un trabajo ímprobo mantener presentable aquel mobiliario antiguo, pesado, de jacarandá, maltratado por el tiempo y el descuido. Chalet y árboles, un resto de loza inglesa y cubiertos dé plata, últimos vestigios de la grandeza de los Montenegro, reducidos a una pareja de viejos. Tereza vino a saber después que el doctor había comprado la casa y los muebles sin discutir el precio, muy barato por lo demás. Lamentablemente, algunos objetos, un reloj de pie, un oratorio, imágenes de santos, ya se los habían llevado hacia el sur los anticuarios, a cambio de algún dinero.
El doctor estaba encantado con los árboles y los muebles y también con la localización de la casa en las afueras de la ciudad, apartada del centro, en un sitio tranquilo habitualmente sin movimiento. Habitualmente, porque la llegada de los nuevos dueños arrastró grupos de curiosos de ambos sexos, que querían conocer a los compradores para llenar con las novedades sus horas de ocio, tantas. Algunos caraduras hasta llegaron a golpear la puerta con la esperanza de conversar con alguien de dentro, pero la parquedad y la cara de pocos amigos de Alfredão terminaron por desanimar a las huestes de beatas y desocupados. Sólo pudieron comprobar que había dos criadas para la terrible fajina, una de ellas de la comarca, notoriamente perezosa, lo que ya había sido comprobado por varias familias, la otra de fuera, tan sucia que no se le podía reconocer la cara, parecía joven y empeñada en sus tareas. La amante a quien se dedicaban todos esos arreglos seguramente vendría cuando todo estuviera a punto.
Ninguno de los curiosos, varón o mujer, tenía dudas sobre el destino del chalet; nido rico y cálido, adecuado para esconder amores clandestinos como lo definió Amintas Rufo, joven poeta reducido a vender géneros en la tienda del padre, un burgués sin entrañas. El doctor, sin interés financiero en Estância donde aparecía de año en año para almorzar con João Nascimento Filho, compadre y amigo, adquirió la propiedad de los Montenegro para instalar a su querida, decían las beatas y los ociosos, basándose en tres razones a cual más ponderable. Por la fama de mujeriego del ricacho, comentada desde Bahia a Aracaju, en las dos márgenes del río Real; por la conveniencia del lugar, estratégicamente situado entre la fábrica Cajazeiras y la ciudad de Aracaju, lugares donde el doctor permanecía largo tiempo cuidando sus intereses y, finalmente, por la misma condición de Estância, hermosa y dulce tierra, coto ideal para las mantenidas, ciudad única para vivir en ella un gran amor. Opinión que compartía el mismo Amintas Rufo.
Cierta tarde, un camión se paró frente a la casa y entre el chófer y dos ayudantes empezaron a descargar cajones y cajas y paquetes en gran cantidad; en algunos se leía la palabra «frágil», impresa o escrita a tinta. Enseguida se llenó la calle, beatas y desocupados acudieron en procesión. Apostados en la acera de enfrente, identificaban los paquetes: nevera, radio, aspiradora, máquina de coser, una interminable lista de cosas, el doctor no era hombre de medir gastos. Seguramente no tardaría en llegar con la fulana. Puestas de vigías por turno, las beatas atisbaban la llegada, pero quizás adivinándoles el propósito, el doctor arribó por la madrugada; el último turno de las chismosas había terminado a las nueve de la noche con las campanadas de la iglesia Matriz.
Al levantarse a las ocho de la mañana —en general se ponía de pie a las siete pero esa noche se había demorado hasta la madrugada en el deleitoso trabajo del amor— ya no encontró a Tereza bajo las sábanas. La encontró con la escoba en la mano, mientras la criada sólo se movió para desearle buen día. Emiliano no hizo ningún comentario, solamente invitó a Tereza a tomar el café:
—Ya lo tomé, hace rato. La muchacha se lo va a servir. Disculpe, estoy retrasada… —y siguió con la limpieza.
Pensativo, el doctor tomó el café con leche, cuscuz[111] de maíz, plátano frito, beijus, mientras seguía los movimientos de Tereza por la casa. Barrió el dormitorio, recogió la basura, salió con el orinal para vaciarlo en la letrina. De pie a la puerta de la cocina, los picaros ojos fijos en el patrón, la criada espera que termine su desayuno para recoger los platos. Después del café, cargado de libros, el doctor se sentó en la hamaca del jardín y se levantó cerca del mediodía para tomar baño. Cuando lo vio cambiado, Tereza le preguntó:
—¿Puedo poner la mesa?
Emiliano sonrió:
—Después que te bañes y te vistas para comer.
Tereza no pensaba tomar un baño a semejante hora, con tanto trabajo como la esperaba por la tarde:
—Prefiero dejar el baño para cuando termine el trabajo. Todavía tengo mucho que hacer.
—No, Tereza. Vas a tomar un baño ahora mismo.
Obedeció, tenía la costumbre de obedecer. Al atravesar el patio, de vuelta del baño hacia el interior de la casa, divisó a Alfredão llevando botellas hacia el jardín donde estaba situada una pequeña mesa desarmable, uno de los múltiples objetos traídos en el camión. Allí la esperaba el doctor. Cambiada, se le acercó:
—¿Traigo la comida?
—Dentro de un rato. Siéntate aquí, conmigo —tomó una botella y una copa—. Vamos a brindar por nuestra casa.
Tereza no estaba acostumbrada a beber. Un día el capitán le había dado un trago de cachaça, ella apenas la había probado y puso cara de repulsión. Por maldad, Justiniano la obligó a tomarse todo y le repitió la dosis. Nunca más había vuelto a ofrecerle bebida; qué muchacha más floja, sólo le faltaba llorar en la riña de gallos y atragantarse con cachaça de primera. En la pensión de Gabi, cuando un cliente, sentado frente al bar, invitaba a una mujer a beber en su compañía, la obligación de ellas era pedir vermouth o coñac. La bebida que Arruda le servía a las mujeres en vasos gruesos y oscuros, no pasaba de ser té de hojas, teniendo de vermouth y coñac sólo el color y el precio; un buen sistema, saludable y lucrativo. A veces, el cliente prefería una botella de cerveza y Tereza tomaba un trago sin entusiasmo. Nunca le gustó la cerveza, ni siquiera cuando aprendió a saborear los tragos amargos, de bitter por ejemplo, el preferido del doctor.
Tomó la copa y oyó el brindis:
—Que nuestra casa sea alegre.
Recordando la cachaça sólo tocó con los labios la límpida bebida, color de oro. Con sorpresa, constató su agradable sabor, y la probó de nuevo.
—Vino de Oporto —dijo el doctor— una de las mayores invenciones del hombre, la más grande de los portugueses. Toma sin miedo, la bebida buena no hace daño. No es la mejor hora, pero lo que importa es el gusto y no la hora.
Tereza no entiende bien la frase pero de pronto se siente tranquila, tan tranquila como nunca, en paz. El doctor le habló del vino de Oporto y de cómo se debía tomarlo al final de la merienda, después del desayuno o por la tarde, no antes de comer. Entonces, ¿cómo se lo había dado en una hora equivocada? Porque era el rey de todos los vinos. Si le hubiese dado al comienzo un bitter o una ginebra, ella se extrañaría del gusto; empezando con el vino de Oporto el rechazo no se daría. Emiliano siguió hablando de vinos, de diversos aromas, con el tiempo habría de distinguirlos, moscatel, jerez, madeira, málaga, tokai, su vida apenas estaba comenzando. Olvídate de todo lo que pasó, limpia tu memoria, aquí se inicia una nueva vida.
Apartó la silla para que Tereza se sentara y, como ella no sabía servir, sirvió él, empezando por el plato de la incrédula muchacha: ¿dónde se vio un absurdo así? Tomaron refresco de mangaba y el doctor repitió el ceremonial, entregándole la primera copa. Avergonzada, Tereza apenas probaba la comida mientras lo oía hablar de extrañas costumbres culinarias, cada una más rara, ¡madre de Dios!
Poco a poco, el doctor fue logrando que Tereza se sintiera a gusto, que soltara exclamaciones de asombro al oírlo describir ciertos manjares de aletas de peces, huevos de cien años, insectos. Tereza había oído decir que las ranas se comían y el doctor se lo confirmó: carne excelente. Una vez ella había comido lagarto, muerto y preparado en moqueca por Chico Meia-Sola, le había gustado. Todo lo que se caza es sabroso, dijo Emiliano, tiene gusto agreste y raro. ¿Quieres saber cuál es el bicho más sabroso de la tierra?
—¿Cuál?
—El caracol, es decir, la babosa.
—¿El caracol? ay, qué asco…
Se rió el doctor, una risa clara de sonido alegre en los oídos de Tereza.
—Un día, Tereza, voy a preparar un plato de caracoles y te vas a chupar los dedos. ¿Sabes que soy un gran cocinero?
Así había empezado a aflojarse y ya en la sobremesa se reía sin temor al oír la descripción de cómo los franceses dejan los caracoles encerrados durante una semana en una caja llena de harina de trigo, único alimento, cambiando la harina cada día hasta que los animales quedan completamente limpios.
—¿Y los insectos, los comen de verdad? ¿Dónde?
En Asia, los preparan con miel. En Cantón adoran la carne de perro y de culebra. ¿Y acaso en el sertón no se comen serpientes y hormigas? Es lo mismo. Cuando se levantaron de la mesa el doctor tomó la mano de Tereza y recibió una sonrisa diferente, el comienzo de la ternura.
En el jardín, en el mismo banco antiguo, otrora con azulejos, besándola en los labios húmedos de vino de Oporto que había servido de nuevo, una gota tan sólo para favorecer la digestión, le dijo:
—Tienes que aprender una cosa ante todo, Tereza. Tienes que meterte en esa cabecita de una vez por todas —y le tocaba los cabellos negros— y no olvidarlo nunca, que aquí eres la patrona y no la criada, esta casa es tuya. Si una criada sola no puede con todo el trabajo, se toma otra, todas las necesarias, pero no quiero verte más limpiando los muebles, ni vaciando orinales.
Tereza quedó confundida con la reprimenda. Estaba acostumbrada los gritos, a las bofetadas, a los golpes de la palmeta cuando algún trabajo quedaba por hacer; dormía en la cama del capitán pero no por eso dejaba de ser la última de las esclavas. También en la cárcel le ordenaron la limpieza de los tres cubículos y de la letrina. En la pensión de Gabi tampoco se quedaba durmiendo hasta la hora del almuerzo como hacía la mayoría, era una criada más en la limpieza de la casa, ayudaba a la viejísima Pirró; en un tiempo aquel cascajo había sido la famosa Pirró dos Coronéis, disputado bocado de los fazendeiros.
—Eres la dueña de casa, no lo olvides. No puedes andar sucia, mal vestida, desarreglada. Quiero verte bonita… Además, aunque estés sucia y harapienta eres bonita, pero yo quiero que realces tu hermosura, que andes limpia, elegante, hecha una señora —lo repitió—: Una señora.
¿Una señora? Yo nunca lo seré…, piensa Tereza al oír esas palabras y, como si el doctor le adivinase el pensamiento, afirma:
—No podrás serlo si no quieres serlo. Pero entonces no serías como yo pienso que eres.
—Voy a esforzarme…
—No, Tereza, no basta con esforzarte.
Tereza miró al doctor y él vio en los ojos negros aquel fulgor de diamante:
—Yo no sé bien cómo es una señora, pero sucia y desarreglada no seré nunca, eso se lo aseguro.
—En cuanto a esa criada que te dejó trabajar mientras ella no hacía nada, la voy a echar…
—Ella no tiene la culpa, es que yo quise hacer las cosas, porque tengo la costumbre y me puse a hacerlas…
—Aunque no tenga la culpa, ya no sirve, para ella nunca serás la patrona porque te vio haciendo de criada, ya no te tendrá respeto. Quiero que todos te respeten, aquí eres la dueña de la casa y por encima de ti no hay nadie más que yo.