Nina trajo la palangana y el balde, Lula la lata con agua caliente. Querían ayudarla, pero Tereza los despachó: si los necesito, los llamo.
Sola, lavó el cuerpo del doctor con un algodón y agua caliente, y luego de secarlo, lo perfumó con agua de colonia, la inglesa, la de él. Al tomar el frasco del armario del baño recordó el episodio del agua de colonia al comienzo de su relación; ahora sólo le cabía recordar. Cada vez que recordó el episodio al transcurrir de los años se sentía encendida, excitada; ahora, el momento no era propicio. Tales memorias, aromas y deleites se habían terminado para siempre, muertos con él. Apagado el fuego, extinta llamarada. Tereza ni siquiera se imagina que sea posible que en ella se renueve un día la sombra del deseo.
Prenda por prenda lo vistió y calzó, escogió camisa, calcetines, corbata, el traje azul marino, combinó los colores según el gusto del doctor, como él le había enseñado. Sólo llamó a Lula y Nina para acomodar la habitación. Quería que todo estuviera en orden y limpio. Comenzaron por la cama y mientras cambiaban las sábanas y fundas lo sentaron en el sillón al lado de la mesita repleta de libros mezclados.
En el sillón, con las manos apoyadas en los brazos, el doctor parecía estar indeciso en la elección del libro que leería esa noche, que leería en voz alta para Tereza.
Ah, nunca más sentada a sus pies, la cabeza apoyada en sus rodillas, nunca más escuchará su voz cálida que la llevaba por oscuros caminos, que le enseñaba a divisar en medio de la confusión, que le proponía adivinanzas y le ofrecía soluciones y entretenimientos. Leyendo y releyendo todo lo que fuera necesario para que ella entendiera la clave del misterio y penetrara en todos los detalles, levantándola poco a poco a su altura.