Doña Brígida se pasa las noches sin dormir, los días en aflicción pensando los pros y los contra, analizando el problema, reflexionando sobre el futuro de su hija. Ella tenía que hacer todos los cálculos, pues la inocente niña vivía lejos del mundo, sólo interesada por las cosas de la iglesia, alumna desatenta en la clase, mala compañera para los juegos y fiestas, de muchachos y enamorados ni hablar, ¡pobrecita!
Dóris había nacido solterona, por así decir. Por temperamento, por maneras, por ser difícil conseguir novio y casamiento en una ciudad donde sobraban las muchachas casaderas y escaseaban los pretendientes. Apenas echaban plumas los muchachos, tomaban los caminos del sur en busca de oportunidades que allí no tenían. El presupuesto municipal dependía casi exclusivamente de los impuestos que pagaba la fábrica de azúcar, propiedad de los Guedes, banqueros de la capital, señores terratenientes de tierras realmente fértiles, bañadas por el río. En esas tierras crecían los cañaverales, verde paisaje que contrastaba con la aridez del resto. La fábrica daba trabajo a unos pocos privilegiados, el mediocre comercio recogía a otros pocos, los demás se iban en el tren. Las mujeres se deshacían en la conquista de los que quedaban; de cuando en cuando alguna se libraba de la tranquila locura de las solteronas, en brazos de algún viajante de comercio, casado y con hijos, y echaba la honra familiar a la basura. Las comadres vibraban.
Los Guedes raramente aparecían por la ciudad. Los tres hermanos, sus esposas, los hijos y sobrinos iban y venían de la fábrica a la capital directamente; tomaban el tren en una parada que había en medio del cañaveral. En el chalet de la Plaza del Convento, el año pasado, sólo se paseó por entre los centenarios árboles don Lirio, jardinero y cuidador. Una que otra vez, cada dos o tres años, uno de los hermanos, con la esposa y los hijos, comparecía en la fiesta de Nuestra Señora Santa Ana, patrona del municipio y de la familia. Se abrían las ventanas del chalet, había risas en los corredores y en las habitaciones, había visitas de la capital, las muchachas locales en la mayor excitación, los jóvenes foráneos ni se daban cuenta de la abundancia. La cosa duraba una semana, diez días, quince a lo máximo. Besuqueadas, apretadas, manoseadas y luego abandonadas en lo mejor de la fiesta, las vírgenes ahora encendidas, retornaban a los insignificantes condiscípulos y a los infelices vendedores, al interior de las casas y a las fiestas eclesiásticas, solteronas de veinte años. Aunque quisieran acostarse en los colchones del capitán, las rechazaría por viejas y usadas.
Haciéndose mujer en el ocio de la ciudad, ¿a qué podría aspirar Dóris? Terminado el curso normal en el colegio de monjas, o bien le darían con muchos ruegos, por ser huérfana del doctor Ubaldo, un mísero puesto de maestra primaria en una de las escasas escuelas del municipio o del estado, o bien se haría monja. Maestra de escuela primaria o monja de la caridad, y doña Brígida no conseguía hallar una tercera opción. ¿Marido, casamiento? Imposible. Otras, en mejor situación financiera y física, hijas de labriegos, de comerciantes, de funcionarios, bonitas, saludables, que se ofrecían y fenecían en las ventanas, no tenían posibilidades; cómo iba a tenerlas la delgaducha Dóris, fea, taciturna, de poca salud y pobre de solemnidad. Sólo por milagro.
Y el milagro había ocurrido. El capitán Justo demostraba claramente su interés, y en la ciudad se inició el gran festival de los chismorreos, las comadres estaban terriblemente exacerbadas. Venían de dos en dos, de tres en tres, las más íntimas solas, de oscuro, sacudiendo los abanicos, y dándole leña al capitán. Hablaban horrores «dicen que… el que me lo contó lo vio… no hace mucho tiempo». Doña Brígida oía las terribles historias, movía la cabeza, no decía ni sí ni no, como una esfinge, la Reina Madre. Las comadres la cercaban, en la calle, en la misa, en la bendición, en el inmenso templo vacío. Doña Brígida, muda, como si todo eso no le dijera nada.
En el silencio de la casa cerrada, sin las murmuraciones de las comadres, por la noche, doña Brígida permanecía en vigilia, haciendo el balance de la situación, pasaba revista a los horrores del capitán, un infinito rosario.
Y al final, tales horrores se reducían bastante cuando alguien se detenía a estudiar el asunto con calma. Las comadres ponían el acento sobre todo en la cuestión de las mujeres, en el libertinaje de la vida de Justiniano Duarte da Rosa. Desfile de niñas, de mujeres en su cama especializada en desfloramientos, orgías en prostíbulos, campesinas violadas, golpeadas y abandonadas a la prostitución. Ahora bien, el capitán era soltero, ¿y qué hombre soltero no tiene una crónica con hechos y peripecias similares? A no ser un anormal, un invertido, como Nenen Violeta, portero del cine y marica oficial de la ciudad; según decían, uno de los hijos de Milton Guedes también era dudoso, pero los parientes lo habían deportado a Rio de Janeiro.
La crónica de Justiniano parecía un tanto espesa, ¿pero quién escapa a la boca de las comadres? Hasta los hombres casados más respetables no estaban exentos. Del mismo doctor Ubaldo, un santo como se sabe, murmuraban, le atribuían la conquista de las hermanas Loreto, dos mujeres solas, herederas de casa propia y un pequeño peculio, clientas del médico. Decían que las dos eran sus amantes; quién podía sortear las lenguas en un sitio así, donde pasaban tan pocas cosas, con tanta solterona ociosa, en tardes de crepúsculos lentos, en horas interminables.
Ciertamente, concluía doña Brígida, no se puede tomar al capitán como ejemplo de castidad en las clases de catecismo. Tiene dinero y es libre, no le faltan diversiones ni mujeres. Familias enteras crecían en las calles y en los campos, levas de muchachas en los caminos, racimos de doncellas en las ventanas ofreciéndose a precios bajos. No había elección: las de buena familia, a excepción de las pocas que se casaban o se escapaban, serían solteronas y agrias; las pobres, la gran mayoría, pronto ejercían en los burdeles o en las calles, un ejército.
Como soltero, el capitán tenía derecho a divertirse. Las exageraciones iban a cuenta de su salud vigorosa, de su disposición. Hasta hay quienes dicen que los que llevan una vida más libertina son los mejores maridos, ejemplares, pues ya han gastado en la soltería su cuota de aventuras y luego sientan cabeza.
Para las comadres, el capítulo de la vida sexual del capitán, tan libertina, importaba más que todo el resto. Su deshonestidad en los negocios, tantas veces comprobada, su violencia en el trato, las deudas que cobraba mediante amenazas, las peleas y trampas en las riñas de gallos, sus robos en las ventas de tierras, sus crímenes, las muertes hechas o mandadas hacer, todo eso les parecía menos grave; sólo era imperdonable el libertinaje. Imperdonable eran el capitán y las mujeres, niñas y mayores, juzgadas y condenadas juntamente. En ese capítulo no había víctimas, todos eran culpables, él y ella, «unas vagabundas, unas perdidas».
Doña Brígida se detenía también en otros aspectos de la conducta del capitán, analizando el valor real de las historias contadas, algunas con detalles que hacían estremecer. En cuanto a la deshonestidad en los negocios y las cobranzas por medio de amenazas, ¿qué comerciante no hace lo mismo? Además, eso de cobrar por cualquier medio era una manera para no dejar a la familia en la miseria, el mejor ejemplo lo constituía el doctor Ubaldo, incapaz de apretar a un cliente y ¿qué le dejó a su familia?; le dejó un montón de deudores, gente que había atendido durante años, muchos que le debían la vida y ni uno sólo ayudó a la familia en su luto, en su necesidad, ninguno había venido a saldar esas deudas de honor. En lugar de los deudores aparecieron los acreedores.
En sus noches insomnes, doña Brígida esclarece con objetividad hechos y acusaciones. La imagen de Justiniano Duarte da Rosa va tomando contornos humanos, el monstruo ya no aterroriza tanto. Sin hablar de dos cualidades positivas: soltero y rico.
¿Objetividad o buena voluntad? Aunque tenga mucha buena voluntad, doña Brígida no puede ignorar oscuras zonas que quedan sin explicación, sospechas no aclaradas, ecos de balazos en emboscada, visión de tumbas cavadas en las noches. En el proceso por el asesinato de los hermanos Barreto, Isidro y Alcino, muertos mientras dormían, la culpabilidad del capitán, señalado como autor de la orden por uno de los criminales, por Gaspar, no fue comprobada. En la víspera de la audiencia en que éste debía confirmar su acusación apareció ahorcado en la celda. Remordimientos con seguridad.
Al pensar en tales cosas doña Brígida se estremece. Le gustaría declarar inocente al capitán. Necesita hacerlo para quedar bien con su conciencia y para convencer a Dóris. Tonta niña de catorce años, tan distante de tales cuestiones, indiferente a los enredos, con sus ojos puestos en el suelo y vueltos hacia el cielo, Dóris seguramente no había notado los avances del capitán.
Doña Brígida quiere, se esfuerza en pensar a su favor; el casamiento de Dóris con Justiniano Duarte da Rosa es la milagrosa, la perfecta solución para todos los problemas. Vagas sombras fugitivas, sin embargo, la perturban, le dan miedo, retrasan la decisión y la conversación.
Conversación difícil postergada siempre para el día siguiente. Doña Brígida teme la reacción de su hija, nerviosa y lloriqueante, cuando le revele la intención del discutido prócer. ¿Cómo va a aceptar al capitán y su torpe leyenda quien viene preparándose para las místicas nupcias con el dulce Jesús de Nazareth, en el silencio del claustro? ¡Ah! Dóris jamás va a aceptar ni siquiera la discusión de ese asunto; débil y llorosa, con los nervios a flor de piel, pero obstinada como ella sola, es capaz de encerrarse en su habitación y negarse a salir a la calle.
En las madrugadas insomnes, doña Brígida, madre amantísima, pesa sentimientos y deberes. Sabe que le será imposible obligar a Dóris a casarse con Justiniano Duarte da Rosa si ella no acepta. Entonces, Dios mío, ¿qué hacer para convencerla?