Justiniano Duarte da Rosa tenía treinta y seis años cuando se unió en matrimonio con Dóris Curvelo, catorce años cumplidos, hija única del fallecido doctor Ubaldo Curvelo, ex-alcalde, ex-jefe de la oposición, médico cuya desaparición había lamentado toda la ciudad. Una memoria inmaculada, fama de honradez y capacidad administrativa, de competencia y humanidad en el ejercicio de la medicina, un genio para diagnosticar según el farmacéutico Trigueiros, «la providencia de los pobres» según la opinión general; había sido todo lo que dejó a su mujer y a su hija de doce años como herencia, además de una casa hipotecada y montañas de consultas para cobrar.
Mientras el doctor vivió no pasaron dificultades. Dueño de la clínica más grande de la ciudad, donde cuatro médicos luchaban para sobrevivir, obtenía lo necesario para el sustento de su familia, y hasta cierta ostentación al gusto de doña Brígida, primera dama de la comuna por condición y merecimientos. Incluso pudo comprarse casa en la Plaza Matriz. Buena parte de su clientela estaba compuesta por pobres diablos que no tenían donde caerse muertos. Muchos habían andado leguas y leguas para llegar al consultorio; los más afortunados traían para pagar los honorarios raíces de inhame[69] o de aipim[70], alguna calabaza, una jaca[71]. Otros, ni eso, solamente palabras tímidas «Dios se lo pague, doctor», algunos aún recibían dinero para los remedios; la miseria no tiene límites en esa zona fronteriza. A pesar de eso y de los lujos de doña Brígida, el doctor habría dejado un caudal, aunque pequeño, si no se hubiera metido en política, para satisfacer a sus amigos y honrar a su esposa, cuyo padre en otros tiempos había llegado a ser consejero municipal.
La elección para alcalde, el mantenimiento del partido político, los años de administración que lo tuvieron alejado de la clínica, el desfalco de Humberto Cintra, tesorero de la Intendencia, correligionario y puntal electoral, uno de los baluartes de su victoria, desfalco encubierto y pagado íntegramente por el doctor con la hipoteca de la casa y, sobre todo, la campaña siguiente, ruinosa, lo habían dejado derrotado, desilusionado y sin un centavo.
Salió de la contienda electoral con los nervios deshechos y el corazón destrozado. Los disgustos consumieron su habitual alegría, lo convirtieron en un hombre triste e impaciente; si no hubiera muerto, a causa de un fulminante infarto, poco tiempo después, ni siquiera habría dejado la memoria de un hombre bondadoso y caritativo. Cuando doña Brígida se secó las lágrimas para hacer el inventario se encontró reducida a una miserable pensión estatal como viuda de un empleado de Salud Pública, además de las incobrables consultas.
Dos años después del inolvidable entierro del doctor Ubaldo Curvelo, seguido de la iglesia al cementerio por toda la ciudad de Cajazeiras do Norte, por ricos y pobres, correligionarios y adversarios, gobierno y oposición, grupos escolares y la Escuela Normal, la situación de doña Brígida y de Dóris se había hecho insostenible: estaba por vencer la hipoteca de la casa, el dinero que recibían mensualmente les resultaba insuficiente y tenían el crédito agotado. Ni las apariencias conseguía mantener doña Brígida, aunque remendara los vestidos e intentara ocultar sus aprietos y necesidades. Los comerciantes exigían que se les pagaran las deudas, la memoria bendecida del doctor iba quedando atrás, disipada por el transcurso del tiempo; ya no podían vivir a costa de ella.
Doña Brígida estaba por bajar irremediablemente de su trono de reina madre. Primera dama del municipio, durante la gestión del marido, luego de su derrota había mantenido la majestad y, muerto el doctor, se había vuelto todavía más altanera y arrogante. Una de sus comadres, doña Ponciana de Azevedo, lengua viperina, merecedora de un teatro mayor donde ejercer, la había llamado reina madre en una reunión preparatoria de la fiesta de Nuestra Señora Santa Ana, con lo que perdió tiempo y veneno: el título le gustó a doña Brígida, le cayó muy bien.
En el sacrificio y en el porte conservaba el manto y el cetro, pero ya no engañaba a nadie. Doña Ponciana de Azevedo, vengativa y persistente, en el silencio de la noche, le echó un recorte debajo de la puerta que decía: «La reina de Serbia en el exilio pasa hambre y empeña sus joyas». Joyas, no había pasado de tener una media docena en los buenos tiempos; vendió hasta los últimos anillos a un turco de Bahia, que andaba casa por casa comprando oro y plata, santos mutilados y muebles antiguos, cosas pasadas de moda, escupideras y orinales de loza. Hambre todavía no había pasado, ni ella ni la hija; la inesperada gentileza del capitán Justo lo había impedido cuando los demás comerciantes le cortaron el crédito.
Gentileza quizá no sea la palabra adecuada. Como hombre de escasa ilustración, Justiniano Duarte da Rosa no se andaba con rodeos ni finezas, ni sobrentendidos. Un día se detuvo junto a la ventana desde donde doña Brígida dominaba la calle y, sin decirle ni siquiera buenas tardes, de modo grosero, le espetó:
—Sé que usted lo anda pasando mal, que no tiene dónde comprar. Pues en mi almacén puede comprar de fiado todo lo que quiera. El doctor no andaba bien conmigo pero era un prócer.
El capitán había aprendido la palabra prócer en su último viaje a la capital. Cerca del Palacio de Despachos, alguien le había presentado a un secretario de estado con esta frase: «El Doctor Dias es un prócer del Gobierno». Justiniano apreció el término, más aún porque el conocido lo había empleado igualmente refiriéndose a él: «El capitán Justiniano Duarte tiene un gran prestigio en el sertón. No falta mucho para que sea un prócer también». Muy satisfecho le pagó una cerveza y cigarros al tipo, presunto periodista en busca de comida, y dejando el orgullo a un lado, le preguntó:
—¿Qué diablos es eso de prócer? ¿Sabe? yo no conozco esas palabras extranjeras.
—Prócer quiere decir jefe político, figura de pro, importante, hombre de valor comprobado, ilustre. Por ejemplo, Rui Barbosa, J. J. Scabra, Goes Calmon, el coronel Franklin…
—¿Es palabra francesa o inglesa?
—Es alemana —valorizó el charlatán pidiendo otra cerveza.
Los próceres se deben ciertas obligaciones, salvo cuando se enfrentan en campañas políticas. Pero las divergencias las apaga la muerte, lo dicho queda por no dicho, los agravios se entierran junto con el muerto; el doctor había sido un prócer y se acabó. Por lo tanto, cuenta abierta en el almacén, señora.
Increíble ofrecimiento. Algunos días después doña Brígida descubrió el verdadero motivo del crédito. Sólo le faltó caer al suelo; no era posible, no lo podía creer. Un absurdo incalculable, inimaginable y, sin embargo, patente: el capitán le había echado el ojo a Dóris, le rondaba las faldas.
Faldas cortas, zapatos de tacón bajo, doña Brígida todavía no la había ascendido a señorita a pesar de que tenía catorce años y las reglas. Mantenerla niña resultaba más barato y adecuado a su condición y falta de perspectivas. Jamás había pasado por la cabeza de la madre, ésa es la verdad cruda, que alguien pudiera interesarse por Dóris, callada, cerrada en sí misma, difícil, carente de amigas, siempre en la iglesia, entre misas y novenas: «Ésa va a ser monja» decían las comadres, y doña Brígida no lo desaprobaba. No veía una salida mejor, una solución más favorable.
Dóris había heredado los nervios del padre, se angustiaba por nada, lloraba por cualquier cosa, se metía en los rincones, enojada, con el rosario entre las manos. Sin insistir en la falta de atributos físicos, capítulo que doña Brígida prefería silenciar, no era del todo fea, tenía ojos grandes y claros, asombrados, el pelo rubio con flequillo; el cuerpo era una tristeza, flaca, verdadero saco de huesos, las piernas de alambre, pecho liso, jamás habría enamorado a nadie. Doña Brígida, de cuyo amor maternal nadie osaría dudar, al apretar a la hija contra su pecho opíparo, exclamaba dramáticamente «Mi gatita cenicienta». Así es, todo apuntaba a que Jesús sería el príncipe encantado de esa cenicienta sertaneja. Las monjas de la Escuela Normal y del Hospital le cultivaban la vocación taciturna, y sus condiscípulas, crueles, la llamaban Madre Esqueleto.
Y ahora aparecía el capitán. Ningún muchacho de la calle o del colegio había puesto jamás sus ojos en Dóris, ni con ternura ni con malicia, ni uno sólo le propuso llevarla detrás del montecito, sitio clásico de los enamorados, camino por el cual pasaban todas a la salida de la escuela, en rudimentario aprendizaje. De esas cosas, Dóris sólo sabía por lo que había oído decir. Sus condiscípulas tenían un maligno placer en hacerla confidente de los besos, las caricias, los achuchones, todo con detalles excitantes. Vanidosas, exhibían manchas moradas en el cuello, los labios mordidos. En silencio, sin risas y sin comentarios, Dóris las escuchaba. Ningún muchacho la había invitado a dar una vuelta por detrás del montecito.
Y sucedía de pronto que el capitán, hombre rico y maduro, al que se consideraba soltero definitivo, ponía sus ojos en esa flacucha; ¡quién lo iba a decir! El capitán Justo, hombre de mala fama, de pésima fama, pues peor no podía ser. Respetado, sin duda, por su dinero y por sus guardaespaldas, jefecito municipal astuto, prepotente, violento, sanguinario. Inclusive, el doctor Ubaldo, que antes de meterse en política no hablaba mal de nadie y era en extremo benevolente para los defectos ajenos, nunca había tolerado a Justiniano, un «monstruo» a su parecer. Una de las razones de la elección del doctor, candidato de la oposición, fue su coraje para denunciar el arreglo entre el anterior alcalde, el comisario y el capitán, los tres asociados contra la ciudad. Tantas y tales cosas se hicieron públicas y el escándalo fue tan mayúsculo, que llegaron a sensibilizar a los Guedes, especie de clan protector de la ciudad, decidiéndoles a quitar su apoyo decisivo a esa «tenebrosa élite en el poder». Ya en el cargo, el doctor poco y nada pudo hacer contra los acusados, por carecer de pruebas y de solidaridad; se contentó con administrar honradamente, demasiado en oposición a los Guedes. Todo debe tener su límite, inclusive la honra administrativa, y el político incapaz de distinguir esas sutilezas de la vida pública, tendrá una carrera corta. Desde lejos, desde sus campos de caña, desde la casa-grande, desde la fábrica de azúcar, los Guedes primero eligieron y luego derrotaron al doctor Ubaldo Curvelo, un incontinente de la honradez. El capitán anduvo con la vara corta esos años; había pasado por el sinsabor de ver presos a dos de sus cabras[72], en una riña de gallos. Cuando el doctor Ubaldo fue vencido en las elecciones siguientes, Justiniano Duarte da Rosa atravesó la calle principal y la Plaza Matriz montado a caballo y disparando la pistola al aire. El nuevo prefecto no había tomado posesión de su cargo y ya el miedo volvía a imponerse en las patas de los caballos y en los revólveres.
Y era ese Justiniano Duarte da Rosa, más conocido como capitán Justo, quien le había echado el ojo a la niña. Inclusive fue visto en la iglesia, al crepúsculo, en la hora de la bendición, con sus ojos chiquititos, de cerdo, clavados en Dóris.
Doña Brígida se llevó las manos a la cabeza, ¿qué hacer, Dios mío? Tenía ganas de correr a pedir parecer al padre Cirilo, a la comadre Teca Menezes, al farmacéutico Trigueiros, pero la prudencia la contuvo. Antes de comentarlo debía estudiar el asunto en todos sus detalles; la materia daba para mucha reflexión.
Sentadas en sillas en la acera, después de comer, la viuda y sus vecinas disfrutan del fresco de la noche en la diversión mayor e inigualable de comentar la vida ajena. Dóris las oye en silencio. En las lenguas de las comadres no hay perdón ni inmunidad: los comerciantes, unos ladrones; los maridos, unos sinvergüenzas; las muchachas, unas cabezas locas, sin hablar de los adulterios y de los cornudos complacientes.
Al resonar los pasos del capitán se hace silencio, un nervioso y excitante silencio; todos los ojos se fijan en Justiniano y los de él en Dóris. Doña Brígida piensa en levantarse y ostensiblemente sacar a su hija de la acera, llevarla adentro y cerrar la puerta. Pero de nuevo la prudencia la contiene y responde con un amable buenas noches al saludo del monstruo, y le sonríe.