La echaron dentro de una habitación y cerraron la puerta. Al bajar del camión, Justiniano y Terto Cachorro tuvieron que cargarla levantándola por las piernas y los brazos. Pequeña y oscura, en los fondos de la casa, la habitación sólo tenía una ventana arriba, condenada, por cuyas rendijas se filtraban el aire y la claridad. En el piso un ancho colchón matrimonial con sábanas y almohadas y un orinal. En la pared, una pintura de la Anunciación de la Virgen, con María y el Angel Gabriel y una correa de cuero crudo. Antes había una cama, pero dos veces se había venido abajo con las peripecias de la primera noche: con la negra Ondina, el diablo suelto, y con Gracinha, una loca de hospicio. Justiniano decidió abolir la cama, el colchón sobre el piso era más cómodo y fácil.
Tenía una habitación así en la casa de campo, otra en la casa de la ciudad, detrás del almacén. Casi idénticas y con el mismo destino: las nupcias del capitán Justo con las doncellas que recogía en sus cacerías. Prefería las jovencitas, cuanto más jóvenes mejor; exigía que fueran completamente vírgenes. Las menores de quince años, todavía oliendo a leche como dijo Veneranda, celestina de Aracaju, medio letrada, al confiarle a Zefa Dutra, aún oliendo a leche pero que ya hacía la vida desde un año atrás. Las menores de quince años, si eran absolutamente vírgenes, merecían el honor de un aro en el collar de oro. Sobre el particular, Justiniano Duarte da Rosa era estricto. Hay gente que colecciona sellos, miles y miles de sellos extranjeros, desde el fallecido rey de Inglaterra hasta Zoroastro Curinga, empleado de correos y buen jugador de bisca[68]; otros coleccionaban puñales, como hace Milton Guedes, uno de los dueños de la fábrica de azúcar; en la capital hay coleccionistas de santos antiguos, de cajas de fósforos, de porcelanas y marfiles y hasta de figuras de barro de las que se venden en las ferias. Justiniano colecciona niñas, elige y usa ejemplares de color y edad diferentes, algunas mayores de veinte años, dueñas de su vida, pero para la colección sólo cuentan las niñas con olor a leche. Sólo para las menores de quince el honor del collar de argollas de oro.
Ya había derribado a muchas en aquel colchón de la casa de campo y en el colchón de la casa de la ciudad. Algunas, en general las de más edad, ya duchas en amores, estaban preparadas; pero la mayoría la componían niñas medrosas, asustadas, ariscas, que se escondían en los rincones y el capitán les daba caza como un deportista. Cierta vez, una de ellas se orinó de miedo cuando él la sujetó. Se orinó toda, mojándose las piernas y el colchón, qué cosa más loca. Justiniano todavía se estremece de placer al recordarlo.
Como es un deportista, naturalmente, el capitán prefiere a las que le ofrecen cierta resistencia inicial. Las fáciles, con mayor o menor conocimiento y práctica, no le daban la misma exultante sensación de poder, de victoria, de difícil conquista.
La timidez, la vergüenza, la oposición, la rebeldía, lo obligaban a ser violento, a enseñar el miedo y el respeto que se deben al señor, amo y amante, a los besos conseguidos con bofetadas; y eso le daba una dimensión nueva al placer, lo hacía más profundo y denso. En general, todo terminaba por lo menos con unos golpes, unas bofetadas, a veces una paliza, casi punca con la correa de cuero crudo o con el cinturón. Con Olinda tuvo que usar la correa para que le abriera las piernas. Pasadas una o dos semanas a lo máximo, felicísima, no quería más que besos, algunas hasta se ponían pesadas de tan pegotes que se volvían. Ésas duraban poco tiempo en su condición de favoritas. La nombrada Gracinha, por ejemplo, para gozarla en paz tuvo que reducirla a puñetazos, dejándola enloquecida, tal fue su terror. No había pasado una semana desde la amarga noche en que aprendió el miedo y el respeto y suspiraba de impaciencia; había llegado a la audacia de ir a invitarlo a una hora impropia.
En Aracaju, adonde iba frecuentemente por negocios, Veneranda, risueñamente, en el intercambio, le proponía alguna doncella, casi siempre muy joven y echada a la vida hacía un tiempo bastante breve. Residencia de lujo, casi oficial por la cantidad de políticos que la frecuentaban, comenzando por el mismo Gobernador (el mejor departamento público, según decía Lulu Santos, apoyado en sus muletas, cliente asiduo), además de la justicia, abogados y jueces, de la industria, el alto comercio y los banqueros, protegido por la policía (el lugar más ordenado y decente de Aracaju incluyendo las casas de las mejores familias, también según la opinión del nombrado charlatán); sólo en una ocasión se había roto la tranquilidad de ese lugar, necesario para el esparcimiento y la potencia de los ilustres clientes. Quien lo provocó fue el capitán Justo, que quería destrozar los muebles de la habitación cuando descubrió el truco del alumbre, usado por Veneranda para dar la ilusión del himen entero en muchachas recién venidas del interior. Cuando se le pasó la rabia, terminado el alboroto, se hicieron amigos y la celestina con barniz de letrada, lo llamaba «fiera de Cajazeiras do Norte, domador de vírgenes». En la residencia de Veneranda lo mejor eran las gringas, importadas del sur, francesas de Rio o de São Paulo, polacas de Paraná, alemanas de Santa Catarina, muy rubias, oxigenadas y conocedoras de todo. El capitán no desprecia a una gringa competente; al contrario, la aprecia mucho.
Por las callejuelas, en los pueblos, aldeas, ciudades cercanas, en el campo sobre todo, en aquel interior indigente, sobraban mujeres y niñas y quienes las ofrecían, parientes y amigos. Raimundo Alicate, plantador de caña en tierras de la fábrica, a cambio de pequeños favores, le conseguía niñas al capitán. Juerguista, tocador de atabales, recibidor de caboclos, tenía facilidad para conseguir ganado de buen corte, y cuando él decía «es doncella» no había que dudar, era cierto. También Gabi, dueña de una pensión de mujeres en la ciudad, de cuando en cuando descubría por el campo material apetecible; pero con esa vieja proxeneta toda la atención del mundo era poca para que no le metiera gato por liebre. En más de una ocasión Justiniano la amenazó con cerrarle el prostíbulo si lo engañaba otra vez, pero siempre le ganaba y volvía a engañarlo.
Las mejores se las conseguía él mismo por el campo, en el mostrador del almacén, en sus andanzas con los gallos de riña por sitios próximos y lejanos. Algunas le costaban poco, baratas, casi gratis, a cambio de nada. Otras le salían más caras, tenía que pagarlas, dar regalos o dinero al contado. Tereza Batista fue la más cara de todas, salvo Dóris.
¿Se podía colocar a Dóris en la lista? Con ella había sido diferente, había tenido que hacerse novio y casarse ante el cura y el juez, y no la había tumbado en ninguno de los cuartitos oscuros, sino en su alcoba de soltera de su casa de la Plaza Matriz, cuando, después del acto civil y la ceremonia religiosa, «la gentil núbil de hoy inicia la trayectoria de la felicidad en la senda florida del matrimonio» (según la frase poética del padre Cirilo) se había ido a cambiar de ropa para el viaje de luna de miel que harían en tren, pues para cada situación hay un traje diferente, uno más caro que el otro.
Ni en el cubículo con colchón sin cama, ni en la elegante habitación alquilada en el Hotel Meridional, en Bahia, donde se hospedarían. Allí mismo, en la alcoba, cerca del salón en el cual, bajo la batuta de la suegra, decenas de invitados liquidaban la comida y la bebida, un derroche de comida, un desperdicio de bebidas. Allí mismo el capitán comenzó a cobrarse el gasto efectuado, ese disparate de dinero arrojado a la calle.
Había acompañado a Dóris para ayudarla a cambiarse, le arrancó el velo, la guirnalda, el vestido de novia, atropelladamente, casi rompiéndole los huesos con las prisas. Le puso la mano sobre la boca para imponerle silencio, en la sala vecina estaba la élite de la ciudad, lo que en ella existía de más importancia y finura, la flor y nata urbana que mataba vorazmente el hambre y la sed. Con la casa repleta de gente, Dóris no se atrevió a emitir un gemido.
Entre las manos pesadas de Justiniano Duarte da Rosa saltaron los broches del sostén, cayeron las bragas. Dóris abrió los ojos, cruzó los brazos sobre su pecho de tísica, no pudo contener un estremecimiento; su deseo era gritar, gritar bien fuerte, tan fuerte como para que toda la ciudad la oyese y viniera a socorrerla. El capitán vio los brazos en cruz sobre los pechos, escasos, los ojos fijos, el estremecimiento, el miedo, tanto miedo que el movimiento de los labios al comienzo del llanto parecía una sonrisa. Se arrancó la chaqueta y los pantalones nuevos, se pasó la lengua por los labios. Le había costado una fortuna, cuenta abierta en el almacén, vestidos y fiestas, gastos incontables, la hipoteca y el casamiento.