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Admirando todavía el anillo, Felipa levantó la voz:

—¡Tereza! ¡Tereza! Deprisa.

Vinieron la niña y el perro, se quedaron a la puerta, esperando:

—¿Qué, tía?

¡Ah! si Rosalvo no estuviese encadenado al suelo, si una centella se le encendiera en el corazón y lo levantara, amo y señor como debe ser un marido, de pie ante Felipa. Rosalvo cierra su boca, pero las pestes y maldiciones del pecho lo sofocan. Felipa, peste ruin, mujer sin corazón, sin entrañas, madre desnaturalizada. Un día vas a pagar tan grande pecado, Felipa, Dios te va a pedir cuentas, no se vende una sobrina huérfana, la hija de una hermana, una hija que criamos, nuestra hija, Felipa, no se vende como un animal, nuestra hija, bestia, peste maldita.

Entusiasmada con el anillo, la voz de Felipa es casi afectuosa:

—Tereza, anda a juntar tus cosas que te vas con el capitán; vas a vivir en su casa, vas a ser criada por el capitán. Allá vas a tener de todo, vas a vivir como una señora, el capitán es un hombre muy bueno.

En general, no era necesario repetirle una orden a Tereza; en la escuela, la maestra Mercedes la elogiaba por su entendimiento rápido, su inteligencia viva, su razonamiento, en seguida había aprendido a leer y escribir. Pero esta novedad no la entendió:

—¿Vivir en la casa del capitán? ¿Para qué, tía?

Le contestó la voz de su dueño, el mismo Justiniano Duarte da Rosa. Puesto de pie, la mano extendida hacia la chica:

—No necesitas saber por qué, se acabaron las preguntas, conmigo hay que oír y obedecer. Ya lo sabes, apréndelo de una vez por todas. Vámonos en seguida.

Tereza retrocedió, pero no tan rápida; el capitán la agarró por un brazo. Ancho y gordo, de mediana estatura, cara redonda, sin cuello, con todo su corpachón, Justiniano era ágil y ligero, bueno para el baile y capaz de romper un ladrillo de un golpe.

—Déjeme —tironeó Tereza.

—Vámonos.

Iba a empujarla cuando la chica le mordió la mano con fuerza y rabia. Los dientes le dejaron una marca sanguinolenta en la piel gruesa y velluda; el capitán la soltó, ella se escapó al matorral.

—Hija de puta, me mordió. Me las va a pagar. ¡Terto! ¡Terto! —gritó al guardaespaldas que puso en marcha el motor del camión—. ¡Aquí, Terto! ¡Ustedes también! —se dirigía a los tíos—. Vamos a buscarla, no tengo tiempo que perder.

Terto Cachorro se les unió y entraron a la quinta.

—¡Eh! Rosalvo, ¿qué haces ahí parado?

Felipa dio media vuelta y enfrentó al marido:

—¡Vamos! Yo sé que es lo que quieres, cabrón. Vamos, antes de que pierda la paciencia.

Vida desgraciada, tener que juntarse con ésos, pero no voy por voluntad, Dios mío, no es cosa mía, es asunto de ella, de la ruin, de la malvada, ella sabe bien que la casa del capitán es como la peste, el hambre y la guerra. Rosalvo se incorpora a la caza de Tereza.

La buscaron casi una hora, quién sabe si más; el capitán no se había fijado en su reloj de pulsera, cronómetro exacto, pero tenían los bofes afuera cuando la cercaron en el matorral y Rosalvo fue, despacio, por detrás. Como el perro lo conocía no le ladró. Por última vez Rosalvo tocó el cuerpo de Tereza, la sujetó con sus brazos, la apretó contra su pecho y sus piernas. Antes de entregarla, la abrazó.

Terto le pegó una patada al perro, dejándolo extendido con una pata rota, y fue a ayudar a Rosalvo. Agarró a Tereza por un brazo, mientras Rosalvo la sostenía por el otro, desmayado de goce y de miedo. Ella se debatía, trataba de morderlos, los ojos hechos fuego. El capitán se le acercó, suavemente, se le paró delante, le dio con la mano en la cara, una mano grande, gorda, abierta. Una, dos tres, cuatro veces. Un hilo de sangre le corrió por la nariz. Tereza lo tragó en seco. No lloró. Un comandante no llora, había aprendido con los chicos en los juegos guerreros.

—¡Vamos!

Entre él y Terto la arrastraron al camión. Felipa se marchó a casa, la piedra verde relucía al sol. Rosalvo primero se quedó parado, todavía sin fuerzas, y en seguida se fue a buscar al perro. El animal gemía con la pata herida.

En el estribo del camión estaba escrito en alegres letras azules: ESCALERA DEL DESTINO. Para hacérsela subir, Justiniano Duarte da Rosa le tuvo que aplicar una buena bofetada. Así Tereza Batista se embarcó en su destino: peste, hambre y guerra.