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Tereza estaba adormecida después de haber escalado el cielo. Fumando un cigarrillo, Daniel piensa en la mejor manera de anunciarle que su partida hacia Bahia es inminente, hacia la facultad y los cabarets, los condiscípulos, los compañeros de bohemia, las viejas señoras, las románticas jóvenes: «después te mandaré a buscar, querida, no te pongas triste, no llores, sobre todo no llores, apenas llegue a Bahia lo dispondré todo». Difícil cuarto de hora, un fastidio. Daniel le tiene horror a las escenas, a los rompimientos, a las despedidas, a los lamentos y los llantos. Va a arruinar la última noche, a no ser que se lo diga en el último momento, de madrugada ya en el portón del fondo, después del beso de labios, lenguas y dientes.

Mejor todavía dejarlo para el día siguiente: por la mañana aparece en el almacén y se despide de todos juntos, por una llamada urgente, inapelable, de la facultad; si no va en seguida pierde el año, tiene que tomar el primer tren, pero la ausencia será de poco tiempo, una semana a lo sumo. ¿Y si Tereza no se conforma, se cree traicionada y arma un escándalo en presencia de Chico Meia-Sola y los dos dependientes? ¿Cómo reaccionará el fiel capanga al enterarse que le pusieron los cuernos al patrón y protector, prácticamente delante de su vista? Condenado por asesinato, el mismo Chico le contó a Daniel que le conmutaron la pena por la intervención y las maniobras del capitán. Lo mejor es irse sin decir nada. Cobardía sin duda, al por mayor; la chica es simple y crédula, está ciega de pasión, lo cree un ángel caído del cielo y él se escapa, sin un aviso, sin una palabra, sin un adiós. ¿Qué otra cosa puede hacer? ¿Llevarla a Bahia como le había prometido? Ni pensarlo, nunca se le pasó por la cabeza semejante locura, lo había dicho para evitar lamentos y lloros.

La voz de Justiniano Duarte da Rosa arranca a Daniel de la cama de un salto y despierta a Tereza. El capitán está parado en la puerta del cuarto, de la muñeca le cuelga la correa de cuero crudo, bajo la chaqueta abierta asoman el puñal y la pistola alemana.

—Perra renegada contigo ajusto las cuentas más tarde. ¿Te acuerdas de la plancha caliente? Ahora voy a usar la de marcar ganado, tú misma la vas a calentar —y se rió con su risa corta y maldita, su sentencia fatal.

Junto a la pared, Daniel, pálido y trémulo, enmudece de susto. Dándole la espalda a Tereza —tenía mucho tiempo para vengarse de la perdida, por ahora le bastaba con la amenaza del hierro incandescente—, en dos pasos el capitán se acerca a Daniel y le pega dos bofetadas, arrancándole sangre de la boca; esos dedos de Justiniano Duarte da Rosa, repletos de anillos. Lleno de pavor, Daniel se pasa la mano por la boca y se mira la sangre, empieza a llorar.

—Hijo de puta, perro faldero, lamedor de coños, ¿cómo pudiste atreverte? ¿Sabes lo que vas a hacer para empezar? Para empezar… —repitió— vas a chuparme el palo y todo el mundo lo va a saber aquí y en Bahia.

Se abre la bragueta y echa las cosas afuera. Daniel llora, las manos quietas. El capitán levanta el cabo de la correa que silba a la altura de los riñones, el palo colorado, el gemido de pavor. Él estudiante se dobla, afloja las rodillas, se orina todo.

—¡Chúpame, marica!

De nuevo levanta el brazo, el cuero vibra en el aire, ¿vas a chupar o no, hijo de puta? Daniel traga en seco, la correa suspendida, silbando, se dispone a obedecer, cuando el capitán siente la cuchillada en la espalda, el frío de la hoja, el calor de la sangre. Se da vuelta y ve a Tereza de pie, la mano levantada, un relámpago en los ojos, la belleza deslumbrante y el odio desmedido. ¿Dónde está el miedo, el respeto que te enseñé, tan bien que lo habías aprendido, Tereza?

—Deja ese cuchillo, desgraciada, ¿no tienes miedo de que te mate? ¿Has olvidado quién soy?

—¡El miedo se acabó! ¡El miedo se acabó, capitán!

La voz libre de Tereza cubrió el cielo de la ciudad, resonó en leguas a la redonda, se oyó en los caminos del sertón, los ecos llegaron hasta la orilla del mar. En la cárcel, en el reformatorio, en la pensión de Gabi la llamaron Tereza Medo Acabou. Muchos nombres le dieron desde entonces, pero ése fue el primero.

El capitán la divisa pero no la reconoce. Es Tereza, sin duda, pero no es la misma que domó con la correa, doblada a su voluntad, aquélla a quien le enseñó el respeto y el miedo, porque sin obediencia ¿qué sería del mundo? Es otra Tereza que allí comienza, Tereza Medo Acabou, extraña, parece mayor, como si hubiese madurado con las lluvias de invierno. Es la misma y es otra. Mil veces la había visto desnuda y la había poseído en el colchón a golpes, en la cama del campo, allí mismo en la cama matrimonial, pero la desnudez de ahora es diferente, resplandece el cuerpo de cobre de Tereza, un cuerpo jamás tocado, jamás poseído por Justiniano Duarte da Rosa. La dejó niña y la encuentra mujer, la dejó esclava en el miedo y el miedo se acabó. Se atrevió a engañarlo, debe morir después de la marca con el hierro de marcar ganado. De la herida en la espalda del capitán brota sangre, le arde, una incómoda picazón. Siente un deseo que le nace en las bolas, le crece, le sube por el pecho, necesita tenerla por última vez, quién sabe si por primera vez.

Justiniano Duarte da Rosa, llamado capitán Justo, para doña Brígida el Porco, espíritu horrible, abandona a Daniel e intenta avanzar, el meado se aprovecha y en llanto convulso, desnudo, se escapa al chalet de las Moraes. Aún Justiniano intentó agarrar a la maldita, de sujetarla a la cama, de romperle el eterno, último himen, de penetrar la estrecha franja, de abrirle las entrañas, de marcarla por dentro con ese fierro, de apretarle el pescuezo, y, en la hora del goce, matarla; para hacerlo se dobla. Agarrándolo por abajo, Tereza Batista sangró al capitán con el cuchillo de cortar carne seca.