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Ni Daniel ni nadie advirtió que, poco antes de las campanas de la Iglesia, hacia las nueve de la noche, desde el salón a oscuras del chalet, Berta, la más fea de las cuatro hermanas, trajo a Magda, la mayor, a esconderse detrás de la ventana y juntas armaron la trampa.

—Allá va, míralo —dice Berta y lo sabía con líquida certeza porque apenas presentía a Daniel le entraba un frío por abajo y tenía que hacer pis.

Escondidas detrás de la ventana acompañan a la sombra por la calle, la ven doblar la esquina, escuchan sus pasos distantes en el callejón.

—Llegó al portón, debe estar entrando.

Magda era mujer de aguante: convicta de la responsabilidad que le cabía como primogénita, veló hasta la madrugada y lo reconoció, hermoso y contento al amanecer, volviendo de la noche con Tereza. El infame había usado a las cuatro hermanas, sólida, ideal pantalla para despistar a Justiniano Duarte da Rosa y a la ciudad entera de aquella inmunda bacanal con la chica del almacén, la manceba del capitán: «ninguna se atreverá jamás a engañarme». Naturalmente, el canalla habría comprado por un poco de cachaça la complicidad de Chico Meia-Sola, sólo un estúpido como Justiniano puede confiar sus bienes y su mujer a un bandido a sueldo, y, para completar la impunidad, había abusado de la buena fe, de la amistad, de los sentimientos, de la mesa abundante (todavía más abundante para él) de las cuatro hermanas, Magda, Amália, Berta y Teodora, las cuatro en la boca de la gente, en la charla de las comadres, y la puta aquélla en la cama.

Magda había ganado premios de caligrafía en el colegio, pero para cierto tipo de correspondencia prefiere usar letra de imprenta, según el atinado consejo de doña Ponciana de Azevedo. El incidente le da cierta alegría, melancólica alegría de solterona, poder escribir aquellas palabras malditas, de uso prohibido a las señoritas y señoras distinguidas, cuernos, cabrón, cornudo, gigoló de mierda, la puta de la muchacha, ¡ah! la puta de la muchacha.