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Días de aflicción e impaciencia precedieron al viaje del capitán a Bahia. Sólo una vez Tereza cambió un apresurado beso con Daniel al mediodía, y él pudo decide una palabra de ánimo: el viaje es seguro. La víspera le dejó una flor marchita en el mostrador; de sus pétalos mustios vivió Tereza aquellos cinco días de mortal espera.

Daniel venía diariamente, casi siempre en compañía de Justiniano, íntimos, conversando y riendo. Con el corazón palpitante, Tereza seguía cada gesto, cada mirada de la aparición celeste, trataba de adivinar un mensaje de amor. Si no estaba presente el capitán, el joven entraba con un pie y salía con el otro, buenos días, hasta luego, cigarrillos americanos para los dependientes, para Tereza una mirada melancólica, una mueca de los labios simbolizando un beso, poco para el hambre que había despertado, para la exigencia.

En cambio, todas las tardes merendaba con las hermanas Moraes, mesa repleta de dulces, los mejores del mundo, de caju, de mango, de mangaba[99] de jaca, de goiaba, de araçá[100], de grosella, de carambola[101]; si se cita de memoria se comete fatalmente una injusticia, queda en el olvido alguna delicia esencial, el dulce de abacaxi[102], por ejemplo, o el de naranja, ¡ay, Dios mío, el de plátanos en rodajitas!, todas las variaciones del maíz, desde las mazorcas cocidas a la pamonba o al manuê, sin hablar de la canjica y el xerém[103], obligatorios en junio, la umbazada[104], la jenipapada, la leche de coco, el requesón, los refrescos de cajá y pitanga, los licores de frutas. Modesta merienda decían las hermanas, banquete de hadas, contestaba goloso el galán. En el salón, el piano cubierto con un mantón español, recuerdo de grandezas pasadas, gemía bajo los dedos de Magda las notas de «Prima Carezza», de la «Marcha turca», de «Le lác de Côme», repertorio selecto y felizmente escaso. En lápiz de color Berta intentaba reproducirle el perfil, ¿lo encuentra parecido? Parecidísimo, usted es una verdadera artista. Aplausos para la recitadora Amália; dispuesto a todo, Daniel pedía repetir cuando ella, trémula de emoción, dijo «In extremis» eso de «la boca que besaba tu boca ardiente». Con el pretexto de cuidarle las uñas, Teodora le tomaba las manos, sus rodillas tocando las del joven, los pechos en permanente exhibición y hasta le había mordido la punta de un dedo, las hermanas unánimes le reprochaban a la falsa manicura el subterfugio desleal e indecente, pero Teo, sin importarle, seguía con la lima, el frasco de acetona, nunca había visto unas manos tan suaves.

Empolvadas, pintadas, llenas de agua colonia y perfumes, las cuatro hermanas vivían casi en delirio. En la ciudad, las comadres se habían dividido en dos facciones; un ala afirmaba que habría noviazgo entre Daniel y Teodora, el pobre muchacho preso en la trampa que le habían armado en el chalet las terribles hermanas; la otra tendencia, encabezada por doña Ponciana de Azevedo, apostaba por Daniel, que se iba a comer a Teo al mismo tiempo que los dulces, y si no se comía a las otras tres sería porque no tenía ganas. El capitán, testigo de vista, a quien el estudiante, conversador y divertido, le caía tan simpático a pesar de ciertos hábitos indignos (un hombre macho no lame el coño de una hembra) le había llamado su atención acerca del peligro de embarazar a Teodora. En respuesta, Daniel le contó una serie de impagables anécdotas sobre el problema de la anticoncepción, a cada cual más divertida; ese sinvergüenza sabía contar como nadie, el capitán se moría de la risa.

El día de San Pedro por la mañana, Justiniano fue a buscar a Daniel a casa del juez para llevarlo a una riña de gallos; salieron en el camión. Almorzaron por allá y hacia el fin de la tarde el capitán regresó. Tereza todavía alimentaba la esperanza de que fuese al baile de Raimundo Alicate. ¡Ah! entonces Daniel y ella tendrían la noche libre, de fiesta. El capitán no se cambió de ropa; así como estaba se fue a tomar unas cervezas a la pensión de Gabi y volvió temprano a dormir. Con el corazón pesado, Tereza le lavó los pies. Tenía ganas de escaparse, de salir en busca de Daniel por las calles, a la casa del juez o al chalet de las Moraes, de irse con él hasta el fin del mundo. Tan preocupada e infeliz se sentía que no advirtió de inmediato el sentido de las palabras del capitán: mañana tomo el tren para Bahia, prepárame la maleta con la ropa. Ahora mismo, le dijo, terminando de secarle los pies. Ahora no. Mañana temprano, hay tiempo. Cuando volvió de vaciar la palangana, ya Justiniano la estaba esperando, desnudo. Nunca se había sentido el capitán tan preso por la cama matrimonial, por Tereza. No había tenido otra con tanta permanencia y seducción; ya se habían cumplido dos años y en breve serían tres, y su interés crecía en lugar de disminuir. ¿Porque era bonita? ¿Porque era estrecha? ¿Porque era tan joven? ¿Porque era tan difícil? ¿Quién podía saberlo si ni siquiera el capitán lo sabía?

Durante los diez años que había sobrevivido a su marido, doña Engrácia Vinhas de Moraes, esposa nostálgica y amiga de las fiestas religiosas, homenajeaba a San Pedro, el patrón de las viudas, en la iglesia por la mañana, en el salón del chalet por la noche. Una fogata enorme en la calle, mesa puesta en la casa, la ilustre parentela, los numerosos amigos, venían jóvenes, bailaban con las muchachas de la casa, las cuatro hijas casaderas, Magda, Amália, Berta, Teodora. Las hijas solteras, casi solteronas, mantenían la devota tradición materna: en la misa ponían velas al pie de la imagen del apóstol, por la noche abrían el chalet. Algunos parientes pobres, unos pocos amigos, ningún joven. Pero aquel San Pedro la fiesta de las Moraes adquirió nuevo aliento: las comadres atisbando posibles enamoramientos y Daniel con los ojos embobados y la risa sujeta, el pensamiento puesto al otro lado de la calle, donde Tereza hace de tripas corazón sobre la cama matrimonial de Justiniano Duarte da Rosa.

Al día siguiente Tereza preparó la maleta del capitán; como se le había ordenado, colocó el traje de cachemira azul marino, el de casamiento, usado pocas veces, prácticamente nuevo, traje de ceremonias, para el Dos de Julio en el Palacio con el Gobernador. Otros trajes blancos, las mejores camisas, en cantidad, pues parece que lleva intención de demorarse.

Antes de salir para tomar el tren, dio órdenes a Tereza y a Chico Meia-Sola: mucho cuidado con el almacén, ojo con los dependientes, al estar el patrón de viaje son capaces de ponerse a robar en provecho propio, no en provecho del amo. Como de costumbre, cuando el capitán se ausenta, Chico Meia-Sola dormirá en el almacén, para cuidar la mercadería y como vigilancia y seguridad, pero también para mantenerlo por la noche fuera de los límites de la casa propiamente dicha, sin posibilidad de contacto con Tereza.

En cuanto a Tereza, tenía prohibido poner los pies fuera de la casa o del almacén, darle conversación a los clientes; las charlas debían reducirse a lo más indispensable. Al terminar la comida, Chico debía trancarse en el almacén y ella debía trancarse en la casa y a la cama, a dormir. El capitán no quiere que su mujer ande en boca de la gente, con razón o sin razón, le era igual.

Sin una palabra de despedida, ni hasta la vuelta, sin un gesto de adiós, se marchó a la estación. Chico Meia-Sola le llevaba la maleta. En el bolsillo de la chaqueta, junto con la invitación del Gobernador, llevaba la carta de presentación para Rosalía Varela, porteña que ejercía en Bahia, cantante de cabaret especializada en tangos argentinos y pasatiempos de boca, boca largamente afamada, enaltecida con letra y música «Tu boca viciosa de muñeca…».

Poco antes de salir, al cambiarse de ropa, viendo a Tereza Batista de espaldas junto al armario, el capitán sintió aquella picazón en las bolas, le levantó el vestido y agarrándola por detrás se la tiró de despedida.