39

A la madrugada, Daniel se despidió en el portón con un beso de lengua, dientes y suspiros. De vuelta a la casa, sola, Tereza fue a bombear agua para la bañera, tenía el cuerpo perfumado con el sudor de Daniel, se lavó con jabón de coco. Ojalá pudiera guardar en la piel aquel dulce aroma, pero el capitán tenía olfato de cazador, y debía engañarlo para merecer otra visita del ángel. Perdía el perfume pero conservaba el gusto del muchacho en la boca, en los pechos, en las orejas, en el vientre, en el monte oscuro de pelo, en el fondo de su cuerpo. Antes de bañarse, Tereza barrió el cuartito, cambió la sábana, dejó la puerta abierta para que el viento de la mañana se llevara el olor del tabaco y el eco de las alegrías de la noche; sobre el sórdido colchón de tristes memorias había aparecido el arco iris.

Palabras, gestos, sonidos, caricias, un mundo de recuerdos, en la habitación del capitán todavía a oscuras, echada en la cama matrimonial, Tereza recordaba cada instante. Dios mío, ¿cómo podía ser tan lindo lo que había sido una agonía? Cuando Daniel la penetró, después de despertarle los sentidos y encenderle el deseo, cuando la tuvo y ella se dio y gimieron los dos juntos, sólo entonces descubrió Tereza por qué mientras el tío Rosalvo tomaba cachaça en el bar de Manoel Andorinha, la tía Felipa, sin necesidad ni obligación, gratuita y contenta, se encerraba en la habitación con otros hombres, conocidos de la feria o de los sembrados, o simples viajeros de paso. Amenazaba a Tereza, si le cuentas algo a tu tío te doy una paliza que te mato, te dejo sin aliento. Quédate en la puerta mirando la calle, si lo ves aparecer corre a avisarme. Tereza subía al mango, vigilaba el camino hasta mucha distancia. Cuando la puerta de la habitación se abría y el hombre seguía su camino, la tía Felipa, toda gentil y risueña, la mandaba a jugar y hasta le daba quemados de azúcar muchas veces. Durante los años en casa del capitán, al recordar su vida en el campo de los tíos, trataba de olvidarse, pero en las noches a solas, en las noches de dormir y descansar, cuando venían en tropel figuras y cosas a robarle el sueño, Tereza se preguntaba la razón de la extraña costumbre de su tía; que lo hiciera con Rosalvo, estaba bien, eran casados y el marido tiene derechos y la mujer obligaciones. ¿Pero con otros una ocupación tan penosa? ¿Por qué? Nadie la obligaba, nadie le pegaba, no había correa de cuero crudo. Entonces, ¿por qué? Ahora comprendía el motivo: puede ser tan malo como bueno, depende de quién sea el compañero de cama.

El capitán regresó por la tarde y al bajar frente al almacén —las puertas estaban cerradas por ser el día de San Juan—, oyó risas en la casa de las hermanas Moraes. Miró hacia la ventana, la gran sala de visitas estaba abierta y dentro, cercado por las cuatro hermanas, estaba el joven Daniel, con una copa en la mano, muy fino y agradable, contando casos y cosas de la capital. Justiniano saludó a la alegre compañía. Había que decirle al muchacho que tomara sus precauciones si se decidía a romperle el himen a Teo, no fuera cosa que la embarazara. Hay que ser discreto, ella es mayor de edad, no debe traerle inconvenientes. Que si le hace un chico va a querer casarse, va a hacer un escándalo público, tanto más tratándose del hijo del juez. Las hermanas Moraes pertenecen a una familia tradicional y Magda es carne de pescuezo, que lo diga el malabarista, haciendo fajina en la comisaría, amenazado con la cárcel. Se encogió de hombros, el estudiante no era hombre de arriesgarse por una virgen; piernas y culo, dedos y lengua le bastaban, chupador de coños, perrito faldero.

En el comedor, Tereza planchaba ropa, en el almacén Chico Meia Sola dormía la cachaça de la víspera; cuando el patrón no está jamás se quedaba en la casa, a solas con Tereza. Caboclo fuerte, con algunas horas de sueño se recupera de la borrachera semanal, infalible los sábados y las vísperas de fiestas. Aun así está lejos de compararse con Justiniano Duarte da Rosa, que es capaz de beber cuatro días y cuatro noches, sin pegar un ojo, derribando hembras, y salir en seguida de viaje, a caballo; resistencia de hierro. En el almacén, Chico, molido, roncaba; el capitán estaba bien, nadie diría que había bebido y bailado la noche entera y a la mañana había partido hacia el campo manejando el camión, porque Terto Cachorro estaba tan borracho que hubo que arrastrarlo hasta la cabina y ahí se había quedado como un saco desinflado. Raimundo Alicate los había ido a saludar apenas llegaron al baile, y de rebote les trajo una muchacha puro fingimiento, con los ojos clavados en el suelo.

—Levanta la cabeza, así el capitán te ve el hocico, perdida.

Jovencita, en el verdor, casi sobre el límite del collar del capitán si es que era doncella, claro.

—La reservé para usted, capitán, es de las que le gustan. No lo voy a engañar diciéndole que es doncella, la verdad es que ya la rompieron; como viene del lado de la fábrica, usted sabe, allá no hay virgen que dure. Pero está fresca y limpia, todavía no anduvo en la vida, no tiene ninguna enfermedad, la verdad que casi es doncella.

Hijos de puta esos Guedes, siempre uno en la fábrica, los otros dos divirtiéndose en Bahia, en Rio, en São Paulo, cuando no en Europa o América del Norte; se turnaban en el trabajo y en la cosecha de doncellas. El más efectivo en la dirección de los negocios era el doctor Emiliano, el que mandaba de hecho, el más exigente también en cuanto al aspecto de las muchachas; no aceptaba a cualquiera, para él había que elegirlas a dedo. Aunque hubiera estado en la fábrica en lugar de gastando con las gringas por Europa, no habría sido él quien hubiera agarrado a esa rústica de nariz aplastada. Era demasiado orgulloso.

—¿Quién le hizo el trabajo?

—El señor Marcos…

—¿Marcos Lemos? ¡Qué hijo de puta!

Si no era uno de los dueños eran los empleados. Hasta el contable le mandaba al capitán restos de la fábrica, azúcar masticado, melaza sucia. En la casa de la ciudad consumía muchachas de lujo, bonitas de cara y de cuerpo, para que nadie les achacara defectos; pero en el campo, en la fábrica, le daba lo mismo rica o pobre, doncella o rota, muchacha o de cualquier edad. No era que el capitán hiciera cuestión de fea o linda, si es nueva le abre apetito, pero le gusta saber que el doctor Emiliano Guedes, el mayor de los hermanos, el jefe de la tribu, el dueño de la tierra, arrogante en su caballo negro con arreos de plata, está dispuesto a gastar para tenerla, no le importa el dinero. La hidalguía en los modos y la insolencia en la voz, ¿no quiere venderme esa cría?, no consiguieron encubrir su interés: dígame el precio y es mía. ¿A quién pertenece esa muchacha tan bonita y deseada, con lista de espera en la pensión de Gabi y desfile de clientes en el almacén? A Justiniano Duarte da Rosa, llamado capitán Justo por ser propietario de glebas, cabezas de ganado, del surtido almacén y de gallos de riña. Un día, a medida que aumenten las leguas de tierra, el crédito en los bancos, las casas de alquiler, el prestigio político, será el coronel Justiniano un prócer verdadero, tan rico e influyente como los Guedes. Un día les hablará de igual a igual y entonces podrá discutir de crías de hímenes y hasta intercambiar muchachas sin sentir el amargo sabor de las sobras en la boca. Por ahora, no.

—Tereza, ven aquí.

Con la plancha suspendida en la mano, escucha la orden. Dios mío, ¿podrá soportarlo? El miedo la envuelve como una sábana, envuelta en una sábana se había escapado la primera vez. ¿Por qué no escaparse lejos de allí con Daniel, de la cama matrimonial, de la voz y la presencia del capitán, muy lejos de la palmeta, de la correa, de la plancha, del hierro de marcar ganado para marcar a la que se atreviera a engañarlo? ¿Pero quién se atrevería? Ninguna tan loca. Se atrevió Tereza, loca de atar. Apoya la plancha, dobla la prenda, hace de tripas corazón.

—¡Tereza! —la voz amenazante.

—Ya voy.

Le tiende los pies; ella le desata los zapatos, le quita los calcetines, trae la palangana con agua. Pies gordos, sudados, uñas sucias, olor penetrante, planta callosa. Los pies de Daniel son alas para volar, para elevarse por el aire, delgados, limpios, secos, perfumados. Escapar con él, imposible. Hijo del juez, muchacho de ciudad grande, estudiante, casi doctor, ni para amante ni para criada la necesitaba; en la capital tendría a montones para su elección. Pero le decía mi amor, mi querida, nunca vi otra tan bella, nunca me cansaré de ti, te quiero para toda la vida; ¿por qué iba a decírselo si no fuera verdad?

Le lava los pies al capitán, con eficiencia y prisa, necesita mantenerlo sin la mínima sospecha para que no deseche el viaje a Bahia, para que no ponga cabras de vigilancia ni traiga hierros de marcar reses, vacas y bueyes y mujeres traidoras. Tereza le había oído decir en la riña de gallos donde la llevó para exhibirla:

—Si un día una infeliz tuviera la audacia de engañarme, ninguna la tendrá, claro, pero si la tuviera, antes de matarla la marcaría en la cara y en el coño con el hierro de marcar ganado, para enseñarle el nombre de su dueño. Moriría sabiéndolo.

El capitán se quita la chaqueta, retira el puñal y el revólver del cinturón. Esa mañana había comido de las sobras de la fábrica, la tontita tenía un buen meneo, empeño y gusto. Rústica adecuada para un momento de diversión, para variar, pues la gracia del juego está en la variación. No era para tenerla en la cama matrimonial noche a noche, en cualquier momento, por años. Un día, cuando se canse de Tereza, y va a ocurrir más tarde o más temprano, se la va a enviar de regalo al doctor Emiliano Guedes, de prócer a prócer: recíbala y cómasela, doctor, es la sobra del capitán. Por ahora no, al lado de los Guedes es un don nadie, y así, cansado, luego de una noche de baile y mucha cachaça, la mañana entera encima de la hembra mañosa, apenas pone los ojos en Tereza Batista se le encienden las bolas y la polla responde.

—A la cama, rápido.

Le quita el vestido, le arranca la braga, desabotona su bragueta y monta a Tereza. ¿Qué pasa? ¿Es doncella otra vez, le creció un nuevo himen? Siempre había permanecido estrecha, virtud peregrina, no hay nada peor en el mundo que mujer liviana. Cara fea o cuerpo imperfecto, no importan, por tan poca cosa el capitán no se retira de un combate. Pero no tolera mujer de puerta franca y coño abierto, pedazo de basura. Rendija apretada, pasaje trabajoso, puerta difícil, así se había mantenido Tereza. Pero ahora está cerrada del todo, no hay rendija, no hay grieta, virgen de nuevo. Perito en el tratamiento de doncellas va al frente el capitán, Tereza vale dos argollas en el collar de hímenes, no divisa los relámpagos de odio en los ojos llenos de miedo, negro carbón.