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En esa noche de minutos que corrían en ansias y desmayos, noche de cien años de revelaciones y albricias, Tereza empezó siendo una mujer y acabó siendo otra.

Al recobrarse de la posesión despertó en un suspiro, gimiendo en el primer goce, goce prolongado, violento, de corazón y entrañas, goce desde la punta de los pies hasta la punta de los pelos, sintiendo a Daniel a su lado tomándola por la cintura, trayéndole el cuerpo agradecido muy junto al suyo.

—Eres mi mujercita querida, una tontita que todavía no sabe nada de nada, que tiene que aprender qué bonito es, te voy a enseñar cosa por cosa, vas a ver qué bueno es —y la besaba suavemente.

Tereza no contestaba, sonreía desfallecida. Si tuviera ánimo le diría que empezaran ya, con urgencia, porque quedaban pocas horas y después nunca más. Compromiso irrevocable en la agenda del capitán era sólo ése de la noche de San Juan, en casa de Raimundo Alicate. En la noche de San Pedro podía volver a bailar o quedarse en la pensión de Gabi tomando cerveza con las muchachas, sin hora fija de regreso, temprano o tarde, imprevisible. Pronto, ángel mío, pronto, no hay que perder un minuto, diría si no le faltase la voz y el ánimo.

Apenas se recuesta contra él, pecho contra pecho, pierna contra pierna, muslo contra muslo y el deseo recién despierto se vuelve a encender, joven y exigente. No dice nada, pero la mano desciende por el cuerpo de Daniel, tocando cada pulgada de piel, extiende el brazo hasta alcanzar los pies y los acaricia. Tenía preferencia por el pecho velludo y los cabellos rizados. Los peina. Así va aprendiendo. Con la boca sobre los labios de Daniel. Amor mío, todavía no sabes besar, déjame que te enseñe. Gigoló vocacional, casi de oficio, Daniel tenía un verdadero placer en el placer de su compañera de cama, muchachita joven y ansiosa o vieja rica y snob. Te voy a hacer gozar como nunca mujer alguna gozó; y cumplía el esfuerzo prometido, por dinero o gratis, por enamoramiento loco. Labios, dientes y lengua. Tereza aprendiendo a besar. Las manos de Daniel multiplicando sensaciones en los reductos más secretos, en el pozo húmedo del vientre, en la cueva oculta entre las nalgas. Las manos de Tereza descubren otras preferencias, los pelos de abajo, fofo ovillo de algodón, pájaro dormido que despierta a su toque. Las bocas ávidas, la de él sabiendo dónde buscar el placer escondido, la de ella entrenándose en el beso, ambiciosa y audaz.

Entre los dedos de Tereza el pájaro se alza impetuoso, dispuesto al vuelo, mientras los dedos de Daniel revelaban miel y rocío en la madrugada del pozo donde la rosa de oro brota impaciente. No pudiendo ya soportar tamaña preparación, la caprichosa aprendiza —esta niña aprende muy rápido, tiene voluntad, basta explicarle una vez, decía la maestra Mercedes Lima en el tiempo ya muerto de antes—, se desprende del abrazo, se pone en posición de espera, echada boca arriba, las piernas abiertas, dispuesta al vuelo del pájaro, el nido de carbón y oro.

Le dio risa. Daniel le dice que no, para qué repetir, querida mía, si hay tantas posiciones, cada una con su nombre, cada cual más interesante, yo te las voy a enseñar. Volvió a colocarla de costado contra su pecho, levantándole una pierna, la posee de lado, los dos enredados, y sin que nadie le enseñara, Tereza se le prende de la cintura y ruedan por el colchón. Ciega y muda, hambrienta y sedienta, Tereza aprende. Doncella, más que doncella, virgen de mil hímenes, todo era por primera vez, jamás Daniel había sentido algo así, también para él era un descubrimiento y una novedad. El despertar de Tereza prolonga su propio placer y no puede contener a la atrasada y urgente compañera, no puede contenerla. Desvanecida, con los ojos cerrados, Tereza deshace el lazo de las piernas, pero Daniel permanece y prosigue despacio, con sabiduría la busca de nuevo, la transporta en el vuelo del pájaro, y ahora sí, los dos juntos alcanzan la gracia de Dios. En la noche de San Juan se enciende la fogata de Tereza Batista y habiéndola encendido en ella se quema Daniel, en fuego nuevo, de estertores, rápido, de suspiros crepitantes y ayes ahogados. Ninguna había crecido tanto en calor y llamaradas.

Después de la segunda vez, Daniel saca un cigarrillo de la chaqueta y, apoyando su cabeza en el cálido regazo de Tereza, fuma. Ella le dice, te voy a quitar los piojos, los dos se ríen. Otra manera de gustar no conocía Tereza, lo había aprendido con la madre en la primera infancia, antes del desastre del autobús. Daniel apagó el cigarrillo contra la suela de su zapato y guardó la colilla en el bolsillo para no dejar rastros. Se volvió a colocar con la cabeza sobre el regazo de Tereza, sus cabellos rubios confundiéndose con los pelos negros; con el despiojamiento simulado Daniel quedó adormecido.

Tereza veló su sueño, el sueño del ángel, todavía más bello en persona que en los colores del cuadro. Pensó en muchas cosas mientras él dormía. Recordó al perro, Ceição, Jacira, los chicos, los juegos de guerra, la tía con desconocidos en la cama, el tío Rosalvo con sus ojos de borracho, la persecución, el tío que la entrega, la tía Felipa con el anillo en el dedo, el viaje en el camión, el cuartito en la casa de campo, las fugas, la palmera, la correa, el cinturón, la plancha. De pronto todo quedó atrás como si hubiera sido una historia de almas en pena, una historia de magia contada por doña Brígida, locuras de la vieja viuda. Aquella noche la lluvia había humedecido la tierra seca y agrietada, habían brotado ternura y alegría sobre el antiguo dolor y el miedo. Por nada del mundo volvería con el capitán.

Ahora puede morirse y no morirá triste, en la soledad y el miedo. Mejor morir que volver a la cama del capitán, a recibir el esperma del capitán. En el campo, Tereza había ido a ver a Isidra colgada de una cuerda, con la lengua negra saliéndole de la boca abierta, los ojos de espanto. Se había ahorcado al enterarse de la muerte de Juárez, su hombre, en una riña de borrachos, apuñalado. En el almacén cuerda no falta, entre la partida del ángel y la vuelta del capitán tendrá tiempo de sobra para preparar el lazo.