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En los cien años de esa breve noche todo fue repetición pero la repetición fue novedad y descubrimiento. Todavía de rodillas, Daniel levanta sus manos hasta alcanzarle los pechos, mientras la boca provocante recorre la cicatriz y sigue hasta el ombligo donde la lengua penetra, agudo puñal acariciador. Desde los pechos las manos se escurren por el busto, la cintura, la curva de las caderas, el relieve de las nalgas, los muslos y la columna de las piernas; sobre los pies el cobre adquiere una pátina verdinegra de bronce. Nuevamente suben las manos de Daniel para tomar las de Tereza y hacerla arrodillar, quedan los dos de frente, abrazados, la boca de la muchacha semiabierta, suplicante. En el beso se acuestan, las piernas se cruzan, los pechos de piedra palpitan al encontrarse con la mata de terciopelo, la suavidad de las piernas apretadas entre los músculos tensos del joven. La mano experta de Dan penetra por la braga, toca el negro jardín donde yace adormecida la rosa de oro, allí en el misterio, el bronce se hace oro. ¡Ay, amor mío!, repite Tereza para sí, todavía temerosa de decir en voz alta la palabra. Tosca, la mano de la muchacha se enreda en los rizos del ángel, tomando coraje baja por la cara, medrosa recorre el cuello, el hombro, llega hasta el vello del pecho. Daniel se agacha y baja la braga de Tereza que con la mano abierta se tapa el jardín de pelos negros que resguardan el cofre y la rosa. Se levanta y se quita los calzoncillos, Tereza acostada contempla al ángel de pie, en el esplendor celeste, los rubios anillos de la dulce mata, la espada erguida. ¡Ay, amor mío! El vuelve a acostarse a su lado, el peso de la pierna sobre su pierna, el vello del pecho, armiño, terciopelo, donde juegan los dedos de Tereza mientras la mano izquierda de Dan va de uno a otro seno, provocando la erección de los pezones, más erectos todavía cuando la boca los chupa y sigue goloso abarcando el seno entero, triturando la piedra con la succión del beso y la embriaguez de los susurros, soy tu niñito, quiero mamar de tu pecho, quiero alimentarme con tu leche. En ese momento Daniel encuentra las palabras adecuadas, tal vez las de siempre, pero ahora dichas sin artificio, sin embuste, sin picardía, renovadas en la simplicidad, en la dulzura de esa noche sin igual, mi amor, mi linda muñequita, mi nena, bobita, mi vida, nenita, nenita mía. La boca susurra ternuras en el oído, los labios tocan el lóbulo, los dientes muerden, te voy a comer entera, la lengua se mete en la conchilla afiebrada de la oreja, ¿cuántas veces piensa Tereza que se va a desmayar? Sus manos aprietan el brazo de Dan, el hombro, se enredan en los pelos del pecho, la boca aprende a besar, ávida, la lengua palpita. La mano derecha de Daniel retiene la mata donde se esconde el cofre con la rosa de oro. Un dedo, el índice, se escapa de su mano y penetra en Tereza, sutil y tenaz, ¡ay, amor mío! Tereza suspira y se estremece, ¿cómo puede ser la mayor de las venturas lo que fue fatal obligación? La mano de la muchacha, bisoña, irresoluta, se mueve por el cuerpo flexible del ángel, se encamina a la mata rubia y suave hacia la fulgurante espada: Tereza la toca con la punta de sus dedos, está hecha de flor y de hierro, la empuña, Daniel descubre el misterio del cofre, la rosa florece en el calor de una brasa encendida, las chispas se desparraman sobre los picos de los senos, por los labios temblorosos, por las orejas mordidas, a lo largo de las piernas, en el valle del vientre, en la raya de las nalgas. La flor palpitante, la espada flamígera. Las piernas de Tereza se abren, sus muslos de niña mujer se desatan, se ofrecen, se entrega por fin, nadie se lo ordena y no tiene miedo por primera vez. Daniel la besa entre los pelos negros antes de partir con ella hacia la revelación de la vida y de la muerte, porque sería hermoso morir en ese momento mientras la noche de San Juan mojada en lluvia se quema en las fogatas de amor y renace Tereza Batista. ¡Ay, amor mío! repite en la hora primera y última, ay.