La quinta da a un callejón estrecho, donde desembocan sólo fondos de casas, donde el camión y los carros descargan sus mercaderías, en seguida apiladas en los cuartos de la casa para no llenar demasiado el almacén. En sus viajes, el capitán compraba saldos baratos, artículos en liquidación, cosechas de alubias, café y maíz. Como tenía dinero para pagar al contado, conseguía considerables rebajas y ganaba al comprar y ganaba al vender; ésa era su divisa, poco original, claro, pero no menos eficaz.
La lluvia apaga las fogatas de la calle, en el callejón forma lagunitas, convierte todo en barro. Envuelto en un impermeable, en el ángulo de un portal pegado a la pared del almacén, Daniel escruta la noche, presta atención a cada ruido, con los ojos intenta romper la cortina de la lluvia y la oscuridad.
Aquel día, después de cenar, le había dicho a doña Beatriz:
—Vieja, ¿no tendrás alguna chuchería, sin valor pero bonita, que me puedas dar para regalarle a una joven local? Lo que se vende por aquí es de pésimo gusto.
—No me gusta que me llames vieja, Dan, lo sabes muy bien. No soy tan vieja ni estoy tan acabada.
—Disculpa, Mater, es una manera cariñosa de hablar. Estás en la plenitud, lo que se dice en forma, y si yo fuese papá no te dejaría sola en Bahia —se rió con buen humor encontrándose inteligente y divertido.
—Tu padre, querido, apenas me mira. Voy a ver si tengo algo que te sirva.
Se quedan solos en la sala, el padre y el hijo, y el juez advierte a Daniel:
—Me consta que estás rondando la casa de las señoritas Moraes, quizá cortejando a Teodora. Debes de haber oído ciertas murmuraciones. La moza es perfecta, lo que tuvo fue sólo un enamoramiento tonto. Yo te recomiendo mucho cuidado, porque es una familia distinguida, un escándalo con ellas quedaría muy feo. Por aquí hay muchas muchachas para divertirse, que no tienen impedimentos.
—No te preocupes, papá, que no soy un niño para meter la mano en la trampa ni para traerte dolores de cabeza. Esas muchachas son muy simpáticas y converso con ellas, eso es todo. No tengo preferencia por ninguna.
—¿Entonces, para quién es el regalo?
—Para otra, una de las que no tiene impedimentos, quédate tranquilo.
—Otra cosa, tu madre vive en Bahia por vosotros, sus hijos. Por mi gusto viviría aquí, pero ella no quiere dejar a Vera sola.
—¿A Vera? —Daniel se ríe—. Papá, créeme lo que voy a decirte, Verinha es la cabeza mejor sentada de la familia. Decidió casarse con un millonario, considera la cosa como ya hecha, porque cuando Vera quiere algo lo consigue. Por Verinha no hay que preocuparse.
Para la respetabilidad del juez, Daniel era demasiado cínico. Doña Beatriz volvió a la sala trayendo una pequeña figa[96] engastada en oro. ¿Te sirve, hijito? Perfecto, Mater, merci.
En el callejón, recostado contra el portal, juega con la figa en el bolsillo de la capa. Enciende un cigarrillo, las ráfagas de lluvia le mojan la cara. Por la calle de enfrente se extingue la gran fogata de las hermanas Moraes, ya no oye el crepitar de la leña renovada por las criadas. En la noche milagrosa de San Juan, solitarias en el chalet ante la mesa puesta con canjica, pamonha, licores, las cuatro hermanas también esperan. La lluvia impide las visitas de las comadres, vagos parientes, algunas amistades. ¿Y Daniel? En diversas casas de familia se hacen reuniones, ¿en cuál de ellas bailará Daniel? ¿O habrá sido invitado a la fiesta de Raimundo Alicate? Daniel piensa en las cuatro hermanas, simpáticas, las cuatro en los impacientes límites de la última esperanza, la más joven todavía deseable, de pechos encendidos, seguramente al día siguiente iría a visitarlas, a comer canjica en compañía de las cuatro, a las cuatro cortejaría tímidamente, Magda, Amália, Berta y Teodora, su perfecta cobertura. La lluvia le escurre por la cara; si no conservara en la boca el gusto de Tereza, si no hubiese sentido junto a su pecho el estremecimiento de su cuerpo erguido y visto sus ojos húmedos y aquel repentino fulgor, ya se habría marchado.
Por fin, el oído atento advierte el ruido del motor del camión parado delante del almacén; el capitán va a salir, va con retraso el hijo de puta. La luz de los faroles ilumina la esquina, rompe la oscuridad y desaparece en la lluvia. Daniel enciende otro cigarrillo americano, de contrabando. Abandona el portal, se acerca, trata de ver mejor, la lluvia lo cala hasta los huesos. Se abre una rendija del portón del fondo del almacén, aparece con el rostro mojado, los cabellos lacios chorreando agua, Tereza Batista.