Ni siquiera a Dóris, su mujer legal, mucho menos a Tereza, simple criada, acostumbraba informar el capitán sobre sus pasos, idas y venidas, proyectos y decisiones; ninguna de sus mujeres tuvo nunca la osadía de preguntarle dónde pasaría la noche, si con ella o en el serrallo de Gabi tomando cerveza y probando a una nueva pensionista, o en alguna localidad próxima, ocupado en sus múltiples negocios o en alguna pelea de gallos; un hombre que se precie de serlo debe mantener a la mujer en su debido lugar.
De viajes más prolongados, a Bahia o Aracaju, se enteraba Tereza la víspera, cuando debía hacerle la maleta. Casualmente podía enterarse por alguna conversación entre el capitán y Chico Meia-Sola de alguna demora en el campo, para activar los trabajos; de alguna ida a Cristina para controlar las ventas del negro Batista, que no le pertenecían al negro más que de nombre; mercaderías y dinero eran de Justiniano; de noches enteras pasadas en cualquier parte, en fiestas, en aldeas y en plantaciones, pues Justiniano era un buen bailarín y esas fiestas eran los mejores puestos de reclutamiento de verdes niñas, en el punto exacto para el gusto del capitán. Noches de descanso para Tereza.
Acerca de la fiesta de San Juan en casa de Raimundo Alicate, en un campo lejano, por tierras de la fábrica, Tereza estaba enterada porque todos los años iba el capitán como figura principal e infalible. Ese Mundinho Alicate, protegido de los Guedes y capanga de Justiniano, era una figura popular en la región; además de cultivar caña de azúcar, vendía cachaças, algunas de condición afrodisíaca, como catuaba[93], pau-de-resposta, levanta defunto, eterna juventud, y los días de guardar, en un galpón en los fondos de la casa, recibía caboclos, al frente de los cuales estaba Rompe-Mato; por eso lo conocían también por Raimundo Rompe-Mato o Mundinho de Obatualá, pues decía que se había hecho santo angolano en Bahia por intermedio del fallecido babalorixá[94] Bernardino do Bate-Folha. Todo eso, más las muchachas que recolectaba para el capitán y otras personas importantes (para los Guedes reservaba las más atractivas), para la pensión de Gabi y para las diversas casas de la Cuia Dágua. Animador sin rival de fiestas religiosas, se pasaba el mes de junio con caboclos y libertos celebrando a San Antônio, San Juan, San Pedro. La fiesta mayor era la de San Juan, con grandes fogatas, montañas de maíz, estampidas de cohetes, estruendos de morteros y de bombas, y bailes. Venía gente de los alrededores, a caballo, en carros tirados por bueyes, a pie, en camiones o autos Ford. Raimundo Alicate mataba un cerdo, un cabrito, un carnero, gallinas y pavos; eran fiestas con mucha comida. Cavaquinhos, acordeones y guitarras, valses, polcas, mazurcas, fox-trots, sambas, música y baile la noche entera. El capitán no se perdía una pieza, era bueno para bailar, para beber, para comer y tenía ojo para buscar en medio de la gran concurrencia a quien fuera de su gusto; cuando se decidía, Raimundo, adulador e interesado, se encargaba de concertar las cosas. Nunca había salido el capitán de esas fiestas con las manos vacías.
Tereza le había planchado el traje blanco y la camisa azul. La ropa lavada y planchada, dispuesta sobre la cama, y sobre el borde, sentado, desnudo, el capitán. Tereza le lava y le seca los pies, después sale para vaciar la palangana, trémula de miedo. No era el miedo habitual por los malos tratos y los golpes, hoy tiene miedo de que el capitán le ordene que se acueste y abra las piernas, que se descargue sobre ella antes de vestirse para ir a la fiesta. ¡Hoy no, Dios mío! Desagradable, penosa obligación. Tereza, sumisa, la cumple casi todos los días temerosa de los castigos, ¡pero hoy no, Dios mío! ¡Que no se acuerde!
Si el capitán se lo ordena, tendrá que obedecer, no hay manera de oponerse. No gana nada mintiendo que está indispuesta; Justiniano adora poseerla durante las reglas, se excita al ver la sangre machucada de la menstruación, al tumbarla dice: ¡es la guerra! (otra expresión aprendida con Veneranda). ¡Viva la guerra! Así ocurre desde que la sangre de la vida le había venido por primera vez haciéndola mujer capaz. Es la guerra, suciedad y asco, en esos días la obligación es más penosa que nunca. Pero hoy sería terrible. ¡Hoy no, Dios mío!
Vuelve a la habitación, ay, Dios del cielo, el capitán sacó la ropa de la cama y la puso sobre una silla; se había acostado, el cuerpo fuerte, cebado, a la espera, sólo el collar de argollas sobre su pecho gordo. Tereza ya sabe cuál es su obligación, si el capitán se acuesta, ella también debe acostarse sin esperar orden alguna. Desobedecer es imposible. Muerta de miedo, el miedo permanente de los golpes, se hace la distraída; como si no lo viera, va a buscar la ropa.
—¿Dónde diablos vas? ¿Por qué no te acuestas?
Va hacia la cama con pies de plomo, por dentro un peso, peor que los días de indisposición, pero no puede negarse, empieza a quitarse el vestido lentamente.
—¡Vamos, rápido!
Sube a la cama, se acuesta, la mano pesada le toca los muslos, le abre las piernas. Tereza se contrae, tiene un nudo en la garganta, siempre le costó, pero nunca tanto, ya es demasiado hoy y el sufrimiento es mayor, un dolor en el corazón. Cuando el capitán la cubre y cabalga, su resistencia interior cierra las puertas de su cuerpo que habían caído por los golpes hacía más de dos años.
—¿Te estás volviendo doncella de nuevo o te pasaste alumbre?
Así hacía Veneranda con las desfloradas muy jóvenes, les aplicaba alumbre en la vagina para engañar a los clientes.
Para el capitán fue como volver a desvirgarla. Ya no era aquel cuerpo amorfo, inerte; ahora estaba tenso, difícil, resistente, por fin participando, y lo hace sentirse satisfecho, de nuevo victorioso sobre la naturaleza rebelde de la muchacha, macho igual a él no hay.
Está tan excitado que en el momento culminante se prende de su boca. Boca amarga, de hiel.
En la prisa por vestirse, el capitán no se lava; cuando Tereza aparece con la palangana llena ya está él poniéndose los calzoncillos después de limpiarse con la sábana. Tereza vuelve a ponerse el vestidito, quién pudiera darse un baño; se lo había dado antes; terminado el trabajo en la casa y el almacén, había bombeado agua del pozo hasta llenar la bañera. De rodillas Tereza le calza los calcetines, los zapatos, después le va pasando la camisa, los pantalones, la corbata, la chaqueta y, finalmente, el puñal y el revólver.
Terto Cachorro lo espera en la cabina del camión, frente al almacén: era chófer, capanga y compañero festejado en los bailes, tocaba el acordeón, un campeón. Chico Meia-Sola ya había salido para la interminable maratón de la noche de San Juan: de casa en casa, bebiendo aguardiente, coñac, licores, de jenipapo, de caju, de pitanga de jurubeba[95], no hacía cuestión de especie ni marca. A la mañana se arrastra hasta la casa y duerme entre los fardos de carne seca, de bacalao, sobre el piso mugriento y las incontables moscas, si es que no se queda durmiendo la mona en la pieza de alguna puta en el último burdel de Cuia Dágua.
Vestido de blanco como un figurín, un prócer, ajustando el lazo de la corbata, el capitán considera por algunos instantes la posibilidad de llevar a Tereza, vestida con ropa de Dóris; es una muchacha bonita, tiene estampa digna para ser exhibida en el baile de Mundinho Rompe-Mato. Si se encontraba en la fábrica por la fecha de San Juan, Emiliano Guedes siempre se daba un salto con parientes e invitados hasta la fiesta de Alicate para mostrarle a sus huéspedes «una típica fiesta campesina». Se quedaba poco tiempo, tomaba un trago, bailaba una contradanza y, antes de regresar al lujo de su casa, el doctor, atusándose el bigote, pasaba sus ojos de conocedor por las mujeres presentes. Atento a cualquier demostración de interés, a la menor señal de agrado, Raimundo se apresuraba a concertar, a allanar pormenores, a colocar a la elegida a disposición del dueño de la tierra.
Al capitán le gustaría exponer a Tereza a la vista y la envidia del mayor de los Guedes, del señor de Cajazeiras do Norte. Pero el doctor Emiliano anda en viaje turístico por el extranjero, había embarcado hacía poco tiempo y no volvería hasta después de varios meses. Incluso así, el capitán casi entreabre los labios para ordenarle a Tereza que se vista para ir a la fiesta, después de observarla de la cabeza a los pies, aprobando.
Tereza parece adivinarle las intenciones y está aterrorizada, no por miedo a los golpes, sino por un miedo peor; si el capitán la llevara consigo, Daniel se quedaría esperando junto al portón de la quinta, debajo de la lluvia, desechada la fiesta prometida, nunca más aquella llama dentro del pecho, el algodón del pelo, la boca de cosquillas.
El doctor Emiliano se divertía con las gringas en Francia y, además, ¿si en la fiesta apareciera alguna nueva, alguna a gusto del capitán y quisiera llevársela a su campo? ¿Qué hacer con Tereza? ¿Ponerla en el camión para que la trajera de vuelta Terto Cachorro? Mujer de Justiniano Duarte da Rosa no anda sola de noche con otro hombre, ni siquiera con un cabra de confianza, pues no le consta que Terto esté capado y el diablo tienta en la oscuridad. Y aunque no sucediera nada, la gente va a hablar y ¿quién podrá probar lo contrario? Justiniano Duarte da Rosa no nació para cornudo. De él se puede decir cualquier cosa y de hecho se dice. Bandido cruel, seductor de menores, ladrón de tierras, tramposo en las riñas de gallos, asesino, se dice por detrás, ¿por delante, quién se atreve? Pero nunca nadie, ni por detrás, lo acusó de cornudo, devoto de San Cornelio, cabrón, ni de marica, ni de chupador de coños, Daniel, con esa cara de muñeco, conversación maliciosa, ojos melosos, es capaz de lamer coños, vaya si lo es, el capitán no se engaña. Un hombre que se haga respetar no se rebaja a esas cosas. Pero esos muchachos de la capital son más blandos que plátano en las manos de las mujeres. ¿Acaso Daniel no le contó que estuvo toda la mañana con la joven del chalet y ni siquiera la desfloró por miedo a las consecuencias? Pero había hecho el resto. ¿Qué resto? ¡Eh! qué pregunta, capitán, hay piernas y pliegues, dedos y lengua. Claro, con la lengua, perro faldero. Lo que es él, si en la fiesta encuentra una virgen a su gusto, no le va a tener ninguna deferencia; piernas y pliegues, sí, pero lengua jamás, él no es un perro faldero. No vale la pena llevar a Tereza, hoy la muchacha ya tuvo su ración.
—Cuando yo salga, apagas la luz y te vas a dormir.
—Sí, señor. —Tereza respira, ¡ay cuánto miedo en el comienzo de esa noche de San Juan!
El capitán Justo camina hacia el almacén, abre la puerta. Está lloviendo.