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Turbada, sonriendo sin saber por qué, mirando sin querer mirar. El joven haciendo la ronda, calle arriba y calle abajo, trasponiendo las puertas del almacén. Sólo para hablarle le pedía un vaso de agua. ¿No quiere un cafecito? Voy a hacerlo. Tereza con la voz trémula, perpleja. Mientras la espera, Daniel le regala a los vendedores cigarrillos americanos, de contrabando. No sospechaban nada los dos muchachos, convencidos de que el enredo era con la otra, con Teodora en el papel de la muchacha en esta película. Con envidia observaban los lances del conquistador venido de la gran ciudad para embaucar a la inocente víctima, pero qué bandido tan simpático y la muchacha no era tan inocente.

En la cama de hierro con colchón de paja, en el cuarto de Pompeu había dormido muchas veces Teodora, algunas Tereza, y le habían besado su cara adolescente, su cutis grasiento y lleno de granitos; en emocionantes películas había poseído a una y otra en la palma de su mano derecha, y a muchas artistas del cinematógrafo; las preferidas eran Teodora y Marlene Dietrich. En el catre de madera de Papa-Moscas, oscuro, de labios gruesos, pelo compacto, en su mano de callos y sueños, se habían desmayado Teodora y sus tres hermanas, diversas clientas, Tereza y también doña Beatriz —perdón querido Daniel—, a quien había tenido ocasión de ver prácticamente desnuda, en las vacaciones anteriores, cuando Papa-moscas, antes de ser dependiente en el almacén, le hacía los mandados al juez, y, después del baño, doña Beatriz se demoraba en el cuarto de baño con cremas, cosméticos y perfumes, cubierta en su desnudez total sólo con una toalla de mano ineficaz; en ciertos días felices, el extasiado mandadero entreveía por la rendija de la puerta sus opulencias, esa madama tan limpia que hasta en la vagina se ponía perfume. Pero la preferida era Teodora, la dudosa Teo; el Papa-moscas se imaginaba artista de circo en el goce de la desfloración.

A veces, ocurría que Teodora iba al almacén para hacer una compra, con un vestido de mucho vuelo, con escote, la curva de los senos a la vista. Se peleaban por atenderla, para clavar la vista en la blancura del cuello. Aparentando no darse cuenta, Teodora participaba del juego de los vendedores, se demoraba, con los codos apoyados sobre el mostrador, para hacer resaltar el escote; venía sin sostén. Junto con las compras se llevaba el pobre tributo de los muchachitos; en las noches insomnes, sus temerosas miradas daban material a sus sueños. Apenas se iba, Pompeu se escupía la palma de la mano derecha y se iba al baño; el Papa-Moscas reservaba la excitante visión para la noche de amor.

Para ellos el asunto no tenía ningún misterio, si Daniel todavía no se había acostado con Teo no tardaría en hacerlo; nunca se les pasó por la cabeza que el estudiante pudiera tener algún interés por Tereza. No sólo porque suponían que Daniel pretendía a Teodora, sino también porque Tereza pertenecía al capitán, sólo un loco del manicomio podría atreverse con ella. Salvo en el secreto total de la mano derecha ensalivada, en la oscuridad de la noche.

Tereza no estaba siempre sentada a la pequeña mesa haciendo cuentas. También debía ocuparse de la habitación y de las ropas del capitán. La limpieza sumaria de la casa y del almacén, inclusive de la letrina situada al fondo, la hacían los dependientes al llegar, por la mañana muy temprano. Chico Meia-Sola ponía la olla al fuego con alubias, carne seca, calabaza, mandioca, un poco de longaniza; había aprendido a cocinar en la cárcel. Al mediodía, cuando el movimiento era escaso, Chico y los dependientes entraban para almorzar y Tereza se quedaba sola en el almacén, por si aparecía algún cliente. Cuando estaba el capitán en la ciudad, Tereza ponía el mantel, los platos, los cubiertos, le servía cachaça antes de la comida y cerveza durante ella. La comida de Justiniano venía de la pensión de Corina, en una marmita repleta y variada. El capitán comía bien, platos enormes, y bebía en cantidad sin alteración alguna. Chico Meia-Sola tenía derecho a un vaso de cachaça durante el almuerzo, otro con la cena, que tomaba de un solo, único trago. En compensación, las noches de los sábados, y las vísperas de fiestas y días de guardar, bebía hasta caerse redondo en cualquier parte o en la habitación de alguna puta barata. En ausencia del patrón, Tereza no ponía mantel en la mesa, ni usaba cubiertos, comía con la mano la comida hecha por Chico, agachada en un rincón.

Daniel se informó rápidamente de los usos y costumbres del almacén, por medio de preguntas casuales a los dependientes mientras, para goce de los dos muchachitos, las hermanas se exhibían por las ventanas del chalet.

Afligidas hermanas, devoradas por la impaciencia y la extrañeza, ¿por qué esa absurda timidez? Venido de la capital, con fama de audaz conquistador, de terror de los maridos, hasta de gigoló —doña Ponciana de Azevedo, conocedora de las andanzas de Daniel por el lugar se había apresurado a hacerles una visita para informarlas de los escándalos—, el bello mozo se mantenía distante, discretísimo, sin intentar aproximarse, perdido en preliminares y, lo que era todavía más extraordinario, interesándose igualmente por las cuatro hermanas, distribuyendo sus gentilezas e insinuaciones; ¿quién sabe si la inconcebible timidez provenía de que no podía decidirse por una de ellas? Teodora, más joven y con historia de heroína, había dado por descontado que era el único motivo de la presencia del estudiante antes del almuerzo y hacia el caer de la tarde. Preferencia protestada por las hermanas; hoy me dijo adiós, decía Magda; me tiró un beso, recitaba Berta; hizo el ademán de apretarme contra su pecho, anunciaba Amália. Teodora no decía nada, estaba segura de saber la verdad. Las cuatro empeñadas en una batalla de vestidos, peinados y maquillaje, sedas y bordados con olor a naftalina, sacados de los viejos roperos. Habiendo estado antes tan unidas, ahora se observaban en un clima de desconfianza y pendencia, de palabras agrias y risas burlonas. Cada una en su ventana, Daniel en la acera de enfrente, con una sonrisa entre los labios. Dos o tres pasadas calle arriba y calle abajo y con el sol del mediodía o la brisa del atardecer se recogía a la sombra del almacén. Suspiros de las cuatro hermanas, Berta iba corriendo a hacer pis, sólo de verlo pasar le daba un frío por abajo, tenía que agarrarse para no orinar.

El capitán también quería saber si progresaban los intentos de Daniel:

—¿Ya probó la fruta?

—Calma, capitán. Cuando suceda se lo cuento.

—Lo único que quiero saber es si es doncella o no. Apuesto a que lo es.

—Dios lo oiga, capitán.

Y se trenzaban en una animada charla de contenido invariable: la vida de los prostíbulos de Bahia, tema apasionante para Justiniano Duarte da Rosa. Daniel había conquistado su confianza, juntos habían ido a la pensión de Gabi a tomar cerveza y a ver a las mujeres. Mientras recostado en el mostrador hace un análisis crítico de la alta prostitución local, Daniel, en las mismas barbas del capitán, corteja a Tereza, en el mudo lenguaje de las miradas y las sonrisas cargadas de sentido, va preparando el terreno:

—Material de tercera, capitán, es el de doña Gabi. Francamente mediocre.

—No me diga que no apreció a aquella chica, no tiene más de tres meses en la vida.

—No era gran cosa. Cuando usted vaya a Bahia le voy a servir de cicerone y entonces verá lo que es una mujer. No me diga de nuevo que conoce muy bien Bahia; si no frecuentó la residencia de Zeferina, ni la de Lisete, no conoce Bahia. Y no me venga a hablar de la polaca de Aracaju, porque rubia de verdad, rubia platino de verdad y no de tinte, yo se la voy a mostrar, ¡y de clase! Dígame, capitán, ¿ya le hicieron el «buche» árabe?

—¿«Buchê»? montones. Yo soy conocedor y mujer que se acuesta conmigo tiene que manejar la lengua. Pero eso de árabe no sé qué es. Siempre oí decir que el «buche» era cosa francesa.

—Entonces no sabe lo que es bueno. Esa rubia que le voy a presentar es especialista, es una argentina. Rosalía Varela, y canta tangos. La prefiero en la cama, cantando no es gran cosa. Pero, para chupar no tiene rival. En el «buche» árabe es sensacional.

—¿Y cómo es eso?

—¡Eh! no se lo cuento porque si se cuenta pierde la gracia, pero le aseguro que después de probarlo, no va a querer otra cosa. Sólo que exige viceversa.

—¿Qué es eso de viceversa?

—El nombre se lo está diciendo, vice-versa, yo te doy, tú me das.

—¡Ah! Eso yo no lo hago. ¿Yo chupar a una mujer? Una vez me lo propuso una, una perdida que apareció por aquí leyendo el destino en las cartas. Le rompí la cara, hija de puta, atreverse con eso. Que la mujer chupe al hombre está bien, es natural, pero el hombre que chupe a la mujer no es hombre, es un perrito faldero; discúlpeme si lo ofendo, pero no es más que eso, un perrito faldero. —Había aprendido la expresión con Veneranda y la repetía orgulloso.

—Capitán, usted es un anticuado. Pero quiero verlo en las manos de Rosalía haciendo todo lo que ella quiere; le digo más, poniéndose de rodillas, pidiéndole que le deje hacerlo.

—¿Quién? ¿Yo, Justiniano Duarte da Rosa, el capitán Justo? Nunca.

—¿Cuándo va a Bahia, capitán? Dígame la fecha y yo apuesto por Rosalía diez a uno. Si ella pierde, la fiesta no le cuesta nada, pago yo.

—Estoy por ir a Bahia en estos días, después de las fiestas. Tengo una invitación del Gobernador para la fiesta del Dos de Julio, para la recepción en el Palacio. Me la consiguió un amigo mío que es de la policía.

—¿Se va a demorar? Quién sabe si lo alcanzo.

—No sé, todo depende del juez, tengo unos asuntos en los tribunales. Aprovecho para ver a los amigos, a la gente de gobierno, conozco a mucha gente en Bahia y los asuntos de aquí, por bajo de los Guedes, por supuesto, los resuelvo yo. Me demoraré unos quince días.

—Así no voy a alcanzarlo; le prometí al viejo pasar un mes con él. Sin hablar de la vecina; tengo que resolver ese negocio, descubrir la verdad, si es virgen o no. Para mí ya es un asunto de honor. Pero hagamos lo siguiente: yo le doy una carta para Rosalía, usted la va a buscar en mi nombre al Tabarís.

—¿El cabaret Tabarís? Lo conozco, estuve ahí.

—Ella canta ahí todas las noches.

—Entonces está convenido, usted me da la carta de presentación y yo voy a conocer ese «buche» árabe. Pero avísele que me tiene que respetar, que la cosa es de ella para mí, y se terminó, si no quiere recibir.

—Yo mantengo mi apuesta, capitán. Rosalía lo va a hacer cambiar.

—Todavía no nació la mujer que mande al capitán Justo, mucho menos que lo convierta en su perro faldero. Un macho no se rebaja a esas cosas.

—Un conto de reis mío contra cien mil reis suyos a que el capitán lame a Rosalía y pide bis.

—Ni en broma repita eso y no le acepto la apuesta. Escríbale a esa mujer, dígale que pago lo que sea pero que me tiene que respetar, no quiera ponerme a prueba porque cuando me enfado no me gana nadie.

Tanta fama de malo, un bobo alegre, pensaba Daniel. ¿Qué otra cosa podía pensar de un tipo que se cuelga del pescuezo un collar de argollas de oro para acordarse de los hímenes de las pobres campesinas? Dándoselas de macho mientras en su cara Daniel seducía a Tereza.

Seducía a Tereza. Sin querer, sin saber por qué, en contra de su voluntad, Tereza responde a sus miradas, qué ojos más tristes, más azules y funestos, qué boca colorada, qué rizos, qué ángel caído del cielo. Cuando salieron a la calle, en una charla de nunca acabar, Tereza esconde en su pecho la flor que le trajo. A espaldas del capitán, Daniel le mostró una rosa cortada y después de besarla, se la dejó sobre el mostrador, para que ella la cogiera y besara; en el sucio mostrador una rosa roja, un beso de amor.