De pronto, Tereza sintió el peso de esos ojos que la miraban, levantó los suyos y vio a un muchacho conversando con el capitán, muy cortésmente. Por desinterés y por miedo, en general, Tereza no cambiaba miradas con los clientes. Notaba las entradas y salidas de Marcos Lemos, su ojo goloso, sus sonrisas, su presencia diaria. Grandote y descuidado, envejecido para sus cincuenta años, Marcos Lemos le guiñaba el ojo, le hacía señas. La primera vez Tereza se rió encontrando gracioso que semejante hombre, ya de pelo blanco, guiñara los ojos como un chico de la calle. Después lo ignoró, manteniendo los suyos sobre el cuaderno donde anotaba los precios que Pompeu o Papa-Moscas le gritaban. También le gritaba los precios Chico Meia-Sola cuando venía a ayudar a los vendedores. Chico hacía todos los servicios, recibía la mercadería, tanto la que llegaba por tren como a lomo de burro, andaba detrás de los carreros, de los troperos, de los changadores, cobraba las cuentas mensuales y las atrasadas, pocas veces atendía en el mostrador. Marcos Lemos se demoraba encendiendo un cigarrillo en la esperanza de captar una mirada de Tereza, de verla sonreírse otra vez; al fin se iba, medio enojado pero seguro de tener su lugar en la cola: primer nombre en la lista de Gabi, nadie se le adelantaría, cuando se viera sola, puesta en la calle por el capitán, ahí estaría. Se consideraba muy bien ubicado.
Al oír carcajadas, de nuevo Tereza levantó la cabeza, el mozo tenía los ojos puestos en ella por encima de los hombros del capitán; doblándose, el capitán sacudía su barriga en uno de aquellos incontrolables ataques de risa. La mano sobre el mostrador, el muchacho sonriéndose, con los labios entreabiertos, los ojos melancólicos, el pelo rizado, la dulce expresión, ¿cómo es que lo reconocía Tereza si nunca lo había visto antes? ¿Por qué le eran tan familiares la sonrisa y la gracia? Súbitamente se acordó; el ángel del cuadro de la Anunciación, en la casa de campo, en la pared de la habitación del fondo, era igual, igualito sin menos ni más. Aquella pintura era la cosa más linda que Tereza había visto en su vida, y ahora veía al ángel en persona. Al bajar los ojos sonrió, fue sin querer.
Papa-Moscas le dictaba los números, kilo y medio de carne seca a mil cuatrocientos, tres kilos de harina a trescientos reis, un kilo de alubias a cuatrocientos, un litro de cachaça, doscientos gramos de sal. La voz del capitán brotó a través de la risa.
—Tereza, cuando termines las cuentas prepara un café.
Daniel hacía la crónica de las residencias prostibularias y los cabarets de Bahia, con figuras, nombres, apellidos, casos y anécdotas. Justiniano Duarte da Rosa participaba como asiduo cliente del movimiento mujeril de la capital; y el joven contaba con verdadera gracia.
Tereza colocó sobre el mostrador la bandeja con la cafetera, el azucarero y las pequeñas tazas, y mientras servía oyó que el joven le decía al capitán, los ojos siempre en ella, suplicantes e insistentes:
—Capitán, mientras le pongo cerco a la fortaleza, ¿podré usar su almacén como trinchera? —el aroma del café se elevó, Daniel sorbió un trago—. ¡Delicioso! ¿Seré merecedor, algunas veces, de un cafecito como éste?
—Desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, el almacén está abierto y a su disposición. Si quiere café, sólo tiene que pedirlo —y le ordenó a Tereza—. Cuando el amigo Daniel aparezca por aquí —se ríe tocando con su índice la barriga del joven— sírvele un cafecito. Si estás ocupada, él te esperará, porque no tiene prisa, ¿no es cierto, joven listo?
—Ninguna, capitán, todo mi tiempo ahora estará dedicado a este asunto, con exclusividad —los ojos puestos en Tereza, como si le hablase a ella y de ella.
—Dicen que Teodora, ¿sabes que se llama Teodora?, la llaman Teo, bueno, dicen que no tiene nada que defender, está el camino abierto, un artista de circo que pasó por aquí le hizo el bien. Lo que es yo, lo dudo, francamente. Que anduvieran a besos y abrazos, sí, yo mismo los vi desde aquí, prendidos de la boca, a la puerta de la casa. Que hubo mucha porquería, la hubo, pero más de eso no creo. ¿Dónde diablos lo iban a hacer? Cajazeiras no es Bahia donde no faltan lugares, tampoco es el campo. Además, aquí todo el mundo controla la vida de los otros, en seguida te darás cuenta, sólo hay una persona que no les hace caso y es la que habla. Los dejo que hablen y hago lo que mejor me parece. A cambio, no me meto con gente importante como las vecinas. Cuando me metí fue para casarme. Prefiero cazar más abajo, trae menos dolores de cabeza. Para hablarte francamente, creo que la muchacha y el noviete anduvieron achuchándose, si sintió el peso del palo habrá sido en la mano, lo demás son habladurías. De cualquier manera, con el coño entero o roto, es un pedazo de mujer.
Daniel levantó la voz, la mirada puesta en Tereza, dirigiéndose a ella por encima del hombro de Justiniano Duarte da Rosa:
—Es la mujer más bonita que he visto en mi vida.
—¡Eh! ¿Qué dices? ¡No exageres! Para mi gusto está un poco pasada y además, conozco otras mejores, sin comparación. En Aracaju, en la residencia de Veneranda, hay una gringa, rusa o polaca, no sé, que es completamente rubia, de la cabeza a los pies, desde el vello de los brazos hasta el del culo. Tiene el pelo tan rubio que parece blanco; ella dice que ese color tiene un nombre, no sé cómo es, de plata, creo.
—Rubio platino —contesta Daniel.
—Eso mismo. Y no es el rubio de las de acá, es otra cosa. Tengo ganas de ir a Europa, aunque sólo sea para comprarme una gringuita bien joven, de pelo rubio, toda blanca.
Daniel fingía prestarle atención, pero sus ojos estaban puestos en la muchacha. Tampoco Tereza había visto nunca a nadie tan lindo. ¿A nadie? Quizá el doctor, el dueño de la fábrica, pero era diferente, sin quererlo sus ojos van hacia Daniel y sus labios se abren, sonríe.