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La fama del capitán era pésima. Atrabiliario, violento, peleador, de malos modos y malos instintos. Aunque era precavido, y enemigo de líos, Daniel no se alarmó con las informaciones que le dio Marcos Lemos; las consideró exageraciones del contable. Daniel confiaba en su constante buena estrella y en su experiencia, no creyó que el valentón le diera tanta importancia al comportamiento de una de sus muchas, ¿cómo llamarlas, Daniel? digamos, queridas, palabra de limitado concepto, pues miserable afecto las tenía, ya que reunía de a dos o tres al mismo tiempo, en el campo, en las pensiones de putas, en la calle, inclusive allí mismo, en el fondo del almacén, en las mismas barbas de la muchacha.

¿Y por qué diablos iba a enterarse el capitán? Con prudencia y cautela, Daniel estaba diplomado en prudencia y cautela. Además, en este episodio contaba con la ayuda de las circunstancias, esa buena estrella que nunca le fallaba.

Al lado del almacén se encontraba el chalet de las Moraes, una de las mejores residencias de la ciudad; habitada por cuatro hermanas, restos de un otrora poderoso clan, herederas de casas de alquiler y de acciones en bonos nacionales. Alegres, pacatas, bonitas, perfectas amas de casa, si hubiesen vivido en la capital no habrían carecido de pretendientes a sus manos y a sus dotes.

Pero allí, la mayor andaba por los veintiocho años y la más joven por los veintidós, estaban destinadas a vestir santos, sin otras perspectivas que las fiestas de iglesia, las novenas, los pesebres de Navidad, hacer buñuelos y dulces. Claro está, antes de esas vacaciones de junio y de la aparición de Daniel en la acera de enfrente.

La mayor, Magda, había estudiado piano; Amália recitaba con mucha expresión «Meus oito anos», «As pombas», «In extremis»; Berta dibujaba paisajes a lápiz y acuarela, que podían apreciarse en las paredes del chalet y en las casas de algunas familias amigas; la menor, Teodora, había estado de novia con un famoso malabarista griego del Gran Circo de Oriente; habían cambiado alianzas y besos a la luz de la luna y en la oscuridad, respectivamente, y ella había hablado de escapar, primero, luego de matarse; cuando llevaron al galán a la comisaría para aclarar (a petición de Magda, dicho en secreto al comisario para que nadie nunca se enterase, pues si llegaba a oídos de Teodora la indebida intervención de la primogénita, el mundo se vendría abajo), puesto contra la pared y bajo la amenaza de la correa, se confesó nacional y casado, aunque traicionado y abandonado por la esposa. Triste testimonio de melancólicas desgracias, a pesar del cual, quizá Teodora hubiese mandado al infierno el honor de la familia y hubiese seguido al afligido artista por la seductora dirección que le marcaba su arte de baratija, si no hubiese sucedido que el ateniense de Cataguazes había picado a su mula en la callada noche, marchándose antes de que el circo levantara su carpa.

Un romántico episodio que había conmovido a la ciudad. Un idilio breve pero intenso, con los dos enamorados juntos por todas partes, en exhibiciones de ternura. Teodora, indócil a los consejos y los retos, sueño de amor convertido en anécdota, había sembrado una duda que desafiaba la perspicacia de las comadres: ¿el rey internacional de los juegos malabares (según constaba en los programas del circo) había aliviado a Teodora de la integridad de su himen o permanecía virgen, incólume, honrada? Ni siquiera las hermanas, que se morían por saberlo, lo sabían, pues la mayor interesada en exhibirse sin mancha era la misma Teodora, que mantenía la duda respondiendo con medias palabras, con risitas y con suspiros a cualquier intento de aclarar el misterio.

Su amenaza de suicidio después de la partida del malabarista, había alarmado a Magda:

—Magda, estoy preocupada, no le digas nada a las otras.

—¿Preocupada? ¿Por qué? Cuéntame todo, Teo, por el alma de mamá.

—Todavía no ha venido, si no me viene, te juro que me mato.

—¿Por el amor de Dios, quién no ha venido?

—La Regla. Este mes no me ha venido.

—¿Es un retraso grande?

Un atraso de días y le dolían los pechos, tenía ciertos síntomas.

Magda reunió en secreto a las hermanas, Teo está embarazada, es una tragedia, ¿qué vamos a hacer? Dice que va a matarse, es capaz de cualquier cosa, está enloquecida. Se lo merece, dice Amália, ya que probó de lo bueno que lo pague, pero tratándose de Teo lo mejor es llamar a la partera Noquinha, una perita. ¿Perita, Noquinha? sí, pero también una lengua larga incapaz de guardar un secreto, objeta Magda, ¿no es mejor el doctor David, médico de la familia? Ni Noquinha ni el doctor David; en opinión de Berta, Teo nos está tomando el pelo, nos quiere hacer creer que lo hizo. ¿Y tú crees que no lo hizo? Seguro, claro que no lo hizo. Basta, ordenó Magda, la mayor; esperando lo sabremos.

El suspenso duró muy poco, la regla de Teodora llegó, pero ella permaneció ambigua, distante y grave, con un aire de superioridad, como de alguien que tiene un pasado y un secreto; las hermanas siguieron en la incertidumbre, discutiendo el asunto. La ciudad también, hasta hoy perdura la duda. Teodora a la ventana, suspira con la mirada lejana. De los enigmas de Cajazeiras do Norte, es el más apasionante.

El almacén del capitán Justo constituía la permanente diversión de las cuatro hermanas, que desde las ventanas del primer piso controlaban a la clientela, matando su infinito tiempo de solteronas. Últimamente el movimiento había aumentado, con crecimiento especial de los clientes varones. Magda, pretextando ocupaciones ineludibles de la criada, fue en persona a hacer las compras y esclareció el motivo del aumento de la clientela. Apenas entró ya se dio cuenta, gran curiosidad alrededor de una muchacha que hacía cuentas; era la muchacha del capitán. Joven, con la cara asustada y el pelo en crenchas, la describió Magda a sus hermanas y no dejaba de ser una descripción correcta. Con el tiempo la curiosidad disminuyó, sólo Marcos Lemos continuaba siendo asiduo cliente, compraba cigarrillos por la mañana y cerillas por la tarde, cuando volvía de la oficina de la fábrica.

La primera vez que observaron a Daniel estudiando atentamente las ventanas del chalet, las cuatro hermanas se estremecieron. Magda se sentó al piano y llenó el aire de valses; Amália templó su voz, Berta preparó sus acuarelas y Teodora se plantó a la ventana, vestida de fiesta y de esperanza. Imposible encontrar otro hombre más hermoso y caballero. Educadísimo, como que era hijo del juez y estudiante de la capital; habiendo salido la tímida Amália hasta la puerta de calle en busca del gato Mimoso, capado y obeso, pero aún así libidinoso, pues se había vuelto maricón, casi desfallece al recibir al animalito salvo de los peligros de la calle de manos de Daniel que le había cortado el camino de la fuga. Largos saludos, sonrisas y miradas, saludos de Magda y Berta, que se asomaron a las ventanas, agradecimiento con palabras de poeta y vaso de agua solicitado a la criada y traído por Teodora. Era la hora de la llegada del capitán Justo, que venía del campo y saltó del asiento del camión a tiempo de presenciar el intercambio de sonrisas y gentilezas. Teo, inclinada para mayor realce de sus pechos a través del escote de la blusa, Daniel, tan buen mozo, besándole la mano:

—¡Hola, capitán!

—¿Cómo está? —y Daniel que se le acerca y le extiende la mano, y el capitán que bajando la voz hace un comentario malicioso—. Veo que el amigo no pierde el tiempo y ya está con el lazo tendido.

Daniel no lo desmiente. Con una sonrisa cómplice toma del brazo al capitán, los ojos todavía en la puerta donde Teo mantenía la oferta de sus pechos, después alzados hasta el primer piso para Magda, Amália y Berta, a cada una, una mirada. Mejor cobertura no podía haber hecho, solteronas caídas del cielo, Dios estaba a su favor. Además, si no fuera por las complicaciones, la más joven se merecía cierta atención. Pero, con la muchacha del capitán al alcance de la mano, aquel esplendor, ¿iba a pensar en otra mujer? Del brazo del capitán entró en el almacén.