—Soy un romántico incurable, ¿qué le voy a hacer? —decía Daniel, el popular Dan de las viejas, en el patio de la Facultad.
Estudiante de derecho, doctor en libertinaje con el curso completo en cabarets, prostíbulos de categoría y pensiones de putas, alto y esbelto, lánguido, hermoso muchacho. Ojos melancólicos, grandes y tristes (los antiguos ojos de doña Beatriz), mirada de conquistador al decir de sus condiscípulos, labios carnosos, cabello rizado, belleza equívoca, no por afeminada sino por enfermiza; se volvió Daniel un ¡ay, Jesús! para las mujeres de los prostíbulos de categoría y para las elegantes señoras en la plenitud de la madurez, ya sobre el fin de la pista. De unas y otras aceptaba regalos y dinero, y orgulloso los exhibía, corbatas, cinturones, relojes, cortes de género, billetes de conto de reis, para ilustrar jugosos y picantes relatos con los que amenizaba el aburrimiento de las clases.
Para no herir sus sentimientos, Zazá do Bico Doce le mete en el bolsillo, a escondidas, parte sustancial de su ganancia diaria. Dan la va a buscar a la madrugada a la residencia de Isaura Maneta y, en tierno idilio, bajan la calle San Francisco hacia el cuartito bien arreglado, con hojas de pitanga[91] en el suelo de cemento, cama con sábanas limpias y perfumadas con alhucema. En el camino, Zazá encuentra la manera discreta y delicada de meterle el dinero en el bolsillo sin que él se dé cuenta; ingenua Zazá do Bico Doce.
—Sólo con hacerme el distraído, el dinero cae en mi bolsillo —dice Daniel— sin herir mis sentimientos.
También doña Assunta Menendez do Arrabal, con marido entrado en años y panadero, cuarentona en el auge del apetito, le mostraba en la cama regalos y dinero, valorizando sus dádivas, revelándole los precios: costó muy caro, queridito, carísimo (tenía descuentos en los comercios de los amigos del marido), elogiaba la procedencia y la calidad, cachemira inglesa, precioso mío, de contrabando. En el libertinaje, colgaba corbatas de la polla de Dan, le cubría el vientre con billetes.
Con su físico perfecto de gigoló, su aire ambiguo de querubín libertino, sentimental y vicioso, con todos los conocimientos necesarios sobre el noble oficio, competente y caliente, buen bailarín, de labia fácil, voz somnolienta, suave y cálida, embriagadora, eficaz en la cama, soy el mejor chupador de Bahia, del nordeste, quizá del Brasil, con tantas cualidades juntas, no conseguía ser un verdadero profesional según le explicaba a sus compañeros:
—Soy un romántico incurable, ¿qué le voy a hacer? Me enamoro de una vaca idiota, me doy gratis, y todavía pongo cosas. ¿Y dónde se ha visto un gigoló decente, un gigoló que se precie, que gaste dinero con mujeres? Yo sólo soy un amador.
Los compañeros se reían de tanto descaro, tenía gracia Dan, un caso perdido, puro cinismo, aunque los íntimos afirmaban que tenía súbitas pasiones que lo llevaban a abandonar a protectoras ricas y confortables amantes. Su suerte amorosa era proverbial en los medios estudiantiles y bohemios, le atribuían montones de amantes, multiplicando los casos verdaderos. Desde jovencito, atrevido chiquillo, ganaba y gastaba su dinero con las mujeres.
Muy rara vez los hijos del juez iban a visitarlo a la lejana comarca. Atenta a las conveniencias, a las buenas maneras, doña Beatriz recurría a razones y promesas para obtener, por lo menos alguna vez, la compañía de uno de los hijos en las visitas al esposo y padre, aburridas, sin duda, pero imprescindibles para el buen nombre de la familia. Daniel era el más rebelde y el menos disponible, hacía cinco años que no tomaba el lento transporte de la Leste Brasileña: ¿por qué me voy a enterrar un mes en aquel agujero si puedo ver a papá cuando él aparece por la ciudad?, además para estas vacaciones ya tengo la programación. En compensación, visitaba Rio, São Paulo, Montevideo, Buenos Aires, en compañía y a costa de las generosas devotas de su físico y de sus talentos. Pero esta vez doña Beatriz no necesitó ni discutir ni adular; inesperadamente Daniel se propuso hacer el viaje, quiero cambiar de aires, mamá. Así se libraría de doña Pérola Schwartz Leão, longeva conservada en cosméticos y joyas, lamentable caricatura de muchacha, ya no podía reírse de tanto que le habían estirado la piel, dinero a montones y olor a ajo. Viuda paulista y sexagenaria, visitando las iglesias de Bahia, en la de San Francisco había encontrado a un mozo estudiante, barroco y celeste, y perdió la compostura y la cabeza, alquiló una casa en la playa, y le abrió su gran bolsa. El dinero de la industria de bañadores iba derecho a Tânia, mulatita graciosa, flamante, de la residencia de Tiburcia, capricho fuerte de Daniel.
Se cansó de las dos al mismo tiempo. Ninguna cirugía podía atenuar el aliento de ajo de doña Pérola, y el dinero y los mimos habían perturbado la modestia de Tânia, volviéndola vanidosa y exigente; las pasiones de Dan eran como fogatas con poca leña. Le quedaba la fuga y allá se fue con doña Beatriz hacia los límites del Estado donde el padre administraba justicia y escribía sonetos de amor.
La hermana, Verinha, recién elegida Princesa de los Estudiantes, que había perdido el título de Reina por evidente parcialidad del jurado, llamó la atención de los hermanos sobre algunos sonetos paternos publicados en el suplemento literario del diario A Tarde.
—Chicos, el viejo debe haber conseguido una mujer con todas las de la ley, porque esas poesías son afrodisíacas, sólo hablan de pechos, de vientres, de lecho de amor, de posesión, de desvarío. Me gustan, son sensacionales. Isaías, tú que eres tan sabio, ¿qué es lo que quiere decir el viejo con eso de coito «fornizio»?
Isaías, el mayor, a punto de licenciarse, que era novio de la hija única de un político prominente y tenía un empleo esperándolo en Salud Pública, no sabía o no quería saber el significado de la palabra «fornizio». Para su cara de indignación el coito simple bastaba.
—El viejo no tiene la compostura debida; al fin y al cabo es juez. Ciertas cosas se hacen pero no se proclaman, ni siquiera en versos. —En el físico y en el carácter, Isaías era el retrato de su padre. Es un Eustáquio cagado y escupido, decía doña Beatriz con cierta amargura; puede engañar a otros, pero yo lo conozco bien.
Dan había salido a la madre y tenía diferente opinión, que cada uno haga lo que quiera y deje a los otros en paz. Si al padre le gustaba alardear en versos eróticos los atributos de su musa caipira[92], era cosa de él, ¿por qué criticarlo? Solo en la ciudad provinciana, donde ni la esposa ni los hijos querían hacerle compañía, mataba el tiempo del destierro contando sílabas, buscando rimas difíciles, lo que hacía muy bien. ¿Qué diablos significa «fornizio»? También, en esta casa no hay ni siquiera un diccionario.
Los sonetos despertaron su curiosidad y apenas llegó a Cajazeiras trató de descubrir a la inspiradora de los vehementes arrobos paternos. Marcos Lemos, alto funcionario de las oficinas de la fábrica, colega en letras del juez, fue quien le dio indicaciones sobre Belinha y también le habló de Tereza Batista.
La última vez que estuvo en el lugar era un muchachito de diecisiete años, sin embargo, anduvo achuchándose frenéticamente con algunas mujeres y había llegado a toquetear, en el corredor, a la vista de todos, los pechos salientes de alguna casada de osado escote. Ahora, al pasear por la Plaza Matriz bajando la calle principal, las ventanas se llenaron de sonrisas, de miradas, de doncellas por docenas. Condenadas al celibato, a vestir santos, palabra maligna: ésa, todavía joven, a punto de ser solterona, esa otra ya se enterró en la barricada, o sea, todas sentenciadas a la beatería, a la histeria, a la locura. Daniel nunca había visto tanta mujer devota y tanta loca, tantas hembras mendigando un macho. Les dijo a Marcos Lemos y a Aírton Amorim al ocupar un sitio en la asamblea de los letrados: si el gobierno cuidase realmente de la salud y el bienestar de la población debería contratar media docena de robustos deportistas y ponerlos a disposición de las masas femeninas desesperadas. Aírton Amorim había aplaudido la idea:
—Muy bien pensado, joven. Sólo que para nuestra ciudad son necesarios, por lo menos, de dos a tres docenas de rudos campeones.
Si quisiera ocupar su mes de vacaciones en el goce de vírgenes, en la oscuridad de los corredores, tenía a su disposición sobrado material para elegir; pero debía hacerlo con mucho cuidado para no cometer un descuido fatal, como romper un himen, que otra cosa no deseaban ellas para, enseguida, ponerse a gritar ¡a mí la justicia!, me han desflorado, yo era virgen, estoy embarazada, traigan al cura y al juez, obligando al vil seductor, nada menos que hijo del juez, a ser el novio. Las vírgenes no eran su tipo, prefería a las casadas, a las amancebadas o libres de cualquier compromiso. Por esa zona, en esa vida rústica, las casadas casi no valían una mirada; muy pronto habían perdido sus encantos con los trabajos domésticos, con los partos continuados, en la modorra y el aburrimiento cotidianos. Daniel casi no reconoció a aquélla cuyos pechos tocó en un encuentro fugaz hacía cinco años; ahora estaba gorda, con el busto fláccido, con color de clausura. Una más bonita, de cara maliciosa y ojos de árabe, merecedora de la irresistible mirada del enamoradizo, le respondió con una sonrisa que mostró su boca sin dientes, tristeza, un absurdo descuido.
Además, el peligro de escándalo. Imagínense a un marido ultrajado, incómodo con sus cuernos, acusando al hijo del juez de destruir un hogar cristiano y feliz, de ensuciar la sagrada institución familiar o si no, peor todavía, amenazas de venganza, de muerte, carreras, tiros. Daniel era alérgico a las violencias de cualquier tipo.
No podía exponer al padre a un compromiso de esa índole ni exponerse a los celos rústicos de esos primarios sertanejos, que todavía vivían en el tiempo de maricastaña, cuando se lavaba con sangre la honra mancillada. En la capital, solamente en las llamadas clases menos favorecidas, los maridos matan por celos, y cada vez con menor frecuencia; a partir de cierta renta, si la rabia es grande porque el amor lo es, el marido ejemplifica con una paliza; si es muy delicado y no puede soportar sus cuernos, se desquita saliendo con otra; la mayor parte se conforma, cuanto más ricos más fáciles de conformar son. Daniel es un maestro en esa materia, merece fe. Pero en el interior, tierra de fazendeiros y jagunços, donde todavía no llegó la civilización, es aconsejable evitar a las señoras casadas, como prueba de respeto a la familia legalmente constituida y como prueba de prudencia.
En compensación, existen las queridas, amantes, concubinas, mancebas, muchachas y criadas. Como las queridas no tienen compromisos de honra asumidos ante el juez y el cura, sólo tienen los juramentos de amor y los arreglos monetarios, el peligro de escándalo es casi nulo y menor todavía el de violencia. ¿Quién va a armar un escándalo por su amante, quién va a matar por su concubina? Según los códigos de Daniel, en tal condición no se puede argüir lo de hogar deshecho, honra ofendida, etcétera.
Un rápido examen de la clase de amantes locales, revelaba de inmediato el mal gusto reinante: una valoración excesiva de la gordura como elemento de belleza y exigencia de variadas cualidades domésticas, sobre todo las referidas al arte culinario; las amantes debían tener manos de hada para la cocina. Dignas de atención sólo había tres, de las cuales una no podía recibir con justicia la designación de amante o cualquiera de sus sinónimos, pues era sólo una sirvienta que debía responder en la cama a los caprichos del patrón.
La primera, mulata blanqueada de mucha clase, algo entrada en carnes pero duras, blanca en el color pero negra en los rasgos, boca golosa en la cara serena, ciertamente buena en la cama, se le notaba por el movimiento dé las caderas, desde hacía más de un lustro era la verdadera esposa del recaudador de impuestos Aírton Amorim, pues la legal estaba paralítica, condenada a una silla de ruedas; difícilmente arriesgaría la excelente posición alcanzada y las perspectivas de que acabara en casamiento, si así la favorecía Nuestra Señora de la O, de quien era ferviente devota, haciendo desaparecer a la otra, llevándosela a una vida mejor; a fin de cuentas, madre santa, pasarse la vida en una silla de ruedas, sin moverse, sin hablar, distinguiendo sólo un poco de luz, no era vida, y esa bendita no se larga de puro malvada que es, sólo para molestar.
La segunda, también de visible competencia, tenía sabor a incesto, pues se trataba de Belinha, la manceba del juez. Desde lejos, Marcos Lemos se la señaló en la calle y, apenas la distinguió con su sombrilla, acompañada por la criada, yendo al dentista quizá. Daniel trató de cruzarse con ella y observarla de cerca, entonces Belinha caminó más deprisa pero lo miró detenidamente para ver cómo era el hijo del juez. Daniel le sonrió amablemente y saludó: la bendición, mamita. Ella no le respondió pero le hizo gracia el saludo pues se sonrió y, con los ojos bajos, bamboleando las nalgas, se marchó. En las ausencias del juez se consolaba con un primo, asuntos de familia capaces de tentar a un estudiante en vacaciones y de agitada vida en la capital, si la muchacha del capitán no fuese un sueño de mujer, si no fuese que a su lado las otras dejaban de existir; ¿cómo había crecido en una tierra tan agreste semejante flor? Con la vanidad del cicerone, Marcos Lemos no resistió y le reveló la presencia de esa Gata Cenicienta (la llamaba así, Gata Cenicienta, en un madrigal inspirado en Tereza), la amante del capitán. Amante propiamente dicho, no era; sólo uno de los muchos caprichos de Justiniano Duarte da Rosa.
Daniel puso sus ojos en ella, se volvió loco, sus pasiones eran así, fogatas arrasadoras.