Las lluvias de invierno humedecieron la tierra reseca, las simientes germinaron y crecieron, fructificaron las plantaciones. En las fiestas de los santos, las muchachas entonaban canciones, sacaban al azar posibles casamientos, hacían promesas, en los caminos de los campos el sonido de los acordeones en las noches de baile, el estallido de los cohetes; después de los rezos al santo, venían el cortejeo, el licor, los enamoramientos, la cachaça, los cuerpos tirados en el matorral entre protestas y risas. Era el mes de junio, el mes del maíz, de la naranja, de la caña, de los tachos de canjica[88], de las pamonhas[89], de los licores de fruta, del licor de jenipapo[90], de los altares iluminados, San Antônio casamentero, San Juan primo de Dios, San Pedro, devoción de los viudos, las escuelas en vacaciones. Era el mes de preñar a las mujeres.
En la sala de la casa del juez, doctor Eustáquio Fialho Gomes Neto, el Fialho Neto de los ardientes sonetos, las luces están encendidas, las sillas ocupadas por las visitas de bienvenida a la señora doña Beatriz Guedes Marcondes Gomes Neto, la esposa casi siempre ausente, madre amantísima «en la capital para cuidar a sus hijos, en los tiempos que corren no se puede dejar a los hijos solos en una ciudad grande, ¡con tantos abismos y tentaciones!».
También para doña Beatriz las lluvias del invierno habían sido benéficas, pues, desde la rápida visita de febrero a ésta de junio, corto plazo de cuatro meses, había rejuvenecido por lo menos diez años. La piel lisa, estirada, sin arrugas ni papada, cuerpo esbelto, pechos altos, no aparentaba más de treinta fogosas primaveras, válganos Dios con tanto descaro, como exaltada dijo en rueda de amigas después de ir a visitarla, doña Ponciana de Azevedo, la de las frases virulentas: «esta fulana es la glorificación ambulante de la medicina moderna». Para doña Ponciana la cirugía plástica era un crimen contra la religión y las buenas costumbres. Cambiar la cara que Dios nos dio, cortarnos la piel, coser los pechos y ¡quién sabe qué otras cosas! Mariquinhas Portilho no estaba de acuerdo, no veía ningún crimen en esos tratamientos, ella nunca se los haría, claro, ni tenía por qué, era viuda y pobre, pero la esposa de un juez que residía en la capital, frecuentando la alta…
—La alta y la baja, comadre, más la baja que la alta… —la cortó doña Ponciana, implacable—. Hace mucho que pasó los cuarenta y ahora se aparece de adolescente y encima japonesa…
Se refería a los nuevos ojos almendrados por los cuales había cambiado doña Beatriz los suyos de antaño, grandes, melancólicos, suplicantes, factores importantes de sus antiguos éxitos, lamentablemente encapuchados en un mar de arrugas y patas de gallo y, además, muy vistos.
—¿Más de cuarenta? ¿Tantos?
Más de cuarenta. Con seguridad. A pesar de la herencia y del parentesco, se había casado tarde, fue necesario esperar un cazadotes, capaz de hacer oídos sordos al clamor universal, pues doña Beatriz siendo soltera, había corrido mundo. Ahora, el hijo Daniel, allí presente, anda por los veintidós y es el segundo. El primogénito, Isaías, va para los veintisiete, (entre los dos tuvieron una mujercita que murió de difteria) y en diciembre se recibe de médico. Sí, fíjese usted, Mariquinha, usted que tanto la defiende, los hijos por cuya inocencia debe vivir en Bahia, por los cuales abandona al marido aquí, en manos de una perdida, son esos dos grandulones y Vera, Verinha, ya de veinte años, todavía en el colegio secundario, pero ya en el tercer noviazgo. La señora se queda en Bahia, jugando a la canasta, entregada a las diversiones, y no tiene vergüenza de pasar como una esposa sacrificada por los hijos, como si nosotras fuésemos una banda de viejas locas, sin otra cosa que hacer sino hablar de la vida ajena. ¿Y no somos eso?, se ríe doña Mariquinhas Portilho; pero las otras le dan la razón a doña Ponciana Azevedo, que está tan bien informada de la vida de la familia del juez por unos conocidos suyos, vecinos de la calle donde vive doña Beatriz, testigos oculares, ¡oculares, amigas mías! Todas las tardes, la madre amantísima sale a jugar a las cartas a casa de variadas amigas iguales a ella en el descaro o para encontrarse con el doctor Ilírio Baeta, profesor de la facultad, su amante desde hace más de veinte años; parece que fue él, todavía estudiante, quien la sedujo. Y no se contenta con ponerle los cuernos al juez, también se los pone al ilustre profesor, porque es muy golosa de muchachos. Eso explica su necesidad de remendarse la cara, reacondicionar el cuerpo, echarse medias suelas —suelas enteras—, achicarse los ojos, coserse los pechos, y quién sabe qué otras cosas más. La envidia les hincha el sostén, les amarga la boca, les pone hiel en la, lengua.
En un espacio solitario entre las visitas de las beatas, venidas para chismorrear, brujas venenosas, banda de urubus, a solas con su marido, doña Beatriz no esconde la triste impresión que recogió en la visita que el día anterior hizo a doña Brígida y a su ahijada.
—La pobre mujer vive en la suciedad, siempre detrás de la niña, en total abandono. En estos últimos meses cayó todavía más, da pena verla. Siempre con esas historias que hacen estremecer. Si hay una gota de verdad en lo que dice, tu amigo Justiniano, nuestro estimado compadre, es la mayor bestia del mundo.
El juez le repite entonces su explicación de siempre; debía defender al capitán en cada visita que su esposa le hacía a la ahijadita, y también debía hacerlo ante otras personas amigas del finado doctor Ubaldo Curvelo y de doña Brígida.
—Está loca, es una pobre loca que no pudo resistir la muerte de su hija. Vive así porque quiere, no hay manera de convencerla para que se cuide. ¿Qué puede hacer el capitán? ¿Mandarla al manicomio de Bahia? ¿Mandarla al San Juan de Dios? ¿Sabes en qué condiciones viven los locos? El compadre la mantiene en la casa de campo, le da de todo, la deja que cuide a la nieta con la que está muy encariñada. Para el capitán sería muy fácil, dadas las relaciones que tiene, conseguir una cama para ella en el manicomio y quedaba el caso liquidado. Te pido encarecidamente, querida, que evites cualquier comentario desairado respecto al capitán. Además, sea lo que fuere, es nuestro compadre y siempre se portó como un amigo generoso, y le debemos grandes favores.
—Le debemos no, amigo mío —decía «amigo mío» poniendo la misma ridícula solemnidad en la voz que ponía el juez—, tú se los deberás, dinero, me parece…
—Dinero para tus gastos. ¿O te crees que mi sueldo de juez es suficiente para nuestros gastos?
—No te olvides, amigo mío —nuevamente el tono de mofa—, que yo me pago mis gastos personales con las rentas que heredé, con la pequeña parte que me quedó, la que pude salvar por milagro de tus desastres administrativos.
Muchas veces le había echado en cara ese dinero, y siempre reaccionaba el juez de la misma manera, levantando los brazos al cielo, abriendo la boca para largar una enérgica protesta, pero no protestaba, no decía nada, como si, víctima de la mayor de las injusticias, desistiera de cualquier explicación o fulminante defensa en bien de la paz conyugal.
Con una leve sonrisa, doña Beatriz fija en sus largas uñas sus ojos almendrados (todos le habían dicho en la capital que le quedaban muy bien) y los desvía del marido, ese pobre hombre haciendo el esfuerzo inútil de dar explicaciones, gestos repetidos, risibles. Eustáquio le daba pena, con su amante provinciana, su máscara de respetabilidad, sus versos de galán joven, cornudo viejo. Entregado por completo al capitán, un canalla de la peor especie, completamente a su servicio, encubriéndole las estafas, los robos. Suerte que no había posibilidad de cambio político y que ella, doña Beatriz, era parienta de los Guedes por el lado materno, una segura garantía. A ellos les debía el nombramiento de Eustáquio como magistrado, doce años atrás, cuando se descubrió la débâcle con los bienes heredados comprometidos. Se encogió de hombros, no hablemos más de eso, además a doña Beatriz poco y nada le interesa. Lo visitaba para cumplir un deber social y una conveniencia propia; ni a los hijos ni tampoco a los primos, les gustaría verla separada del marido. El mundo es así, hay que cumplir las reglas del juego, nadie puede desconocerlas.
Nadie, ni siquiera Daniel, el hijo predilecto, retrato de la madre, entrando en la sala con su permanente y atractiva sonrisa; ¿acaso no había venido a pasar sus vacaciones con el padre, para poner distancia entre él y los sesenta millonarios años de Pérola Schwartz Leão, harto de los anillos, los collares, los llantos y los celos de la vieja? Daniel no pasaba de ser un muchacho pero ya tenía fama de cínico y disoluto.
Daniel siente la tensión que hay en la sala, tiene horror a las discusiones, a las peleas, a las caras enojadas y trata de aliviar el ambiente.
—Anduve explorando la ciudad, ¿es medio triste, no? Ya me había olvidado de cómo era. Hace como un siglo que no venía. No sé cómo tú la aguantas todo el año, papá, yendo solamente dos veces a Bahia. Qué vida tan dura. Yo me voy a licenciar en derecho como tú quieres, pero no vayas a pedirme que sea juez en el interior; es para morirse.
Doña Beatriz le sonríe al hijo:
—Tu padre, Dan, siempre fue poco ambicioso, es un poeta. Inteligente, culto, escribiendo para los periódicos y con el prestigio de mi familia, podría haber hecho una carrera política; pero no quiso, prefirió la magistratura.
—Todo tiene sus compensaciones, hijo mío —nuevamente el juez se viste con el manto de la respetabilidad.
—Le creo, papá —asiente Daniel pensando en Belinha, a quien había saludado en la calle, y conocía como manceba del ilustre juez.
—Aquí puedo estudiar con tranquilidad, preparar con calma mis dos libros, el de derecho penal y el de poemas. Cuando me jubile pienso presentarme a algún concurso en la facultad; me tienta una cátedra; en cambio, la política nunca me tentó, por el contrario, ¡me repugna! —totalmente revestido de su importancia, de su dignidad, envuelto en la toga moral.
Doña Beatriz prefiere cambiar de tema, la solemnidad de Eustáquio la pone nerviosa, no lo puede aguantar.
—¿Ya has despertado pasiones, Dan? ¿Muchos corazones destrozados? ¿Cuántos maridos, cuántos hogares amenazados? —alababa los amores de los hijos, era su confidente comprensiva, fue cómplice risueña cuando Daniel se enredó con una amiga de las reuniones de canasta.
—Mujeres poco interesantes, mamá, pero agresivas. Nunca vi un celo más generalizado, remate de mujeres. Pero sin interés, por lo menos por ahora.
—¿Ninguna que te atrajera? Dicen que las muchachas de aquí son catetas pero impetuosas —se vuelve hacia el marido—. ¿Sabes que tu hijo es el conquistador número uno de la capital?
—Exageraciones de su amor materno, no la escuches, papá. Tengo cierta suerte con las viejas, algunos amores románticos, un saldo muy pequeño.
El juez consideró en silencio a la esposa, concentrada en sus uñas, y al hijo, la boca en un bostezo, tan parecidos los dos, casi extraños para él. Al fin, ¿qué tenía en el mundo? Las tertulias con los genios de la tierra, las dificultades de la métrica, las tardes y las noches con Belinha. Querida Belinha, solícita, recatada, discreta, tiene un primo es cierto, pecado venial.
Llamaron a la puerta, la ilustre esposa del Prefecto venía a visitar a la ilustrísirna señora del juez. Daniel se escapa, va a rondar el almacén del capitán.