En cierta ocasión, todavía Tereza vivía en el campo, el doctor Emiliano Guedes había aparecido por un ajuste de ganado. Hombre de variados negocios, Justiniano Duarte da Rosa compraba y vendía de todo, compraba barato, vendía caro, ¿hay otra forma de ganar dinero? Meses antes había adquirido unas reses a un tal Agripino Lins, en camino a Feira de Sant’Ana. Un rebaño arruinado, las reses estaban en la piel y los huesos, un peón tuvo tifus, murieron varias cabezas, el hombre terminó vendiendo el resto por cuatro perras. A la hora de pagar, Justiniano encima le descontó una vaca que había muerto al llegar a la propiedad y dos más con otros pretextos. El vendedor quiso protestar, el capitán le dijo, ¡no levante la voz, no admito que me digan ladrón, toma tu dinero y vete en seguida, hijo de puta! Soltó al ganado en el campo y lo puso a engordar.
Precisamente para examinar ese ganado y otras vacas, el doctor Emiliano Guedes había llegado en su caballo negro, con espuelas de plata, estribo de plata, arreos de cuero y plata. Justiniano lo recibió con los cumplidos debidos al jefe de la familia Guedes, al mayor de los hermanos, al verdadero señor de aquellas tierras. A su lado, el rico y temido capitán Justo era un don nadie, un pobretón, y dejaba de lado la insolencia y la valentía.
Ya en la sala, en la mano nerviosa el rebenque de cabo de plata, el visitante divisó a doña Brígida, envejecida y distante, arrastrando sus chancletas detrás de la nieta. No parecía la misma.
—Con la muerte de la hija, perdió el juicio. No habla con nadie, sólo para pelear. La tengo por caridad —explicó el capitán.
El mayor de los Guedes siguió con la mirada a la viuda que se perdía en el matorral.
—¡Quién lo diría, una señora tan distinguida!
Tereza entró con el café, Emiliano Guedes entonces se olvidó de doña Brígida y de las vueltas de la vida. Se atusó el bigote midiéndole las formas. Un entendido y sin embargo no pudo contener su asombro. ¡Santo Dios!
—Gracias, hija —revolvió el café sin quitarle los ojos.
Era un individuo alto, delgado, de cabellos grises, bigote espeso, nariz aguileña, mirada penetrante, manos cuidadas. Tereza, de espaldas, servía al capitán. Emiliano pesaba valores, caderas y piernas, las nalgas apretadas por el vestido prestado. ¡Un pedazo de mujer! Todavía en formación, bien conducida, con afecto y cariño podría convertirse en un esplendor.
Bebido su café, montaron y fueron a observar el ganado. Emiliano separó las mejores vacas, concertaron el precio. A la vuelta, ajustando los últimos detalles de la compra, paró el caballo a la puerta y dio las gracias, rehusando la invitación para desmontar.
—Muchas gracias, pero tengo prisa —levantó el rebenque, pero antes de darle al caballo, se atusó el bigote y dijo:
—¿No quiere juntar al lote esa novilla que tiene en la casa? Si quiere, diga el precio, lo que usted diga estará bien.
El capitán no entendió de inmediato:
—¿Novilla en casa? ¿Cuál, doctor?
—Lo digo por la muchacha, su criada. Estoy necesitando una mucama.
—Es una protegida mía, doctor, huérfana de padre y madre, me la entregaron para que la críe, no puedo disponer de ella. Si pudiera, sería suya, discúlpeme que no pueda servirlo en esta ocasión.
El doctor Emiliano bajó la mano y con el rebenque de cabo de plata se golpeó levemente la bota:
—No se hable más de eso. Mándeme las vacas. Hasta otro momento.
Voz antigua de mando, señor ancestral. Con las espuelas de plata tocó la barriga del animal y tirando de las riendas lo mantuvo erguido sobre las patas traseras, ¡soberbio! y así, de pie, lo hizo dar vuelta. Instintivamente, el capitán retrocedió. El doctor hizo un ademán de despedida, los cascos del caballo levantaron polvo. ¡Paciencia! Si la muchacha fuera de él tampoco le pondría precio, tenía un fulgor en los ojos, fulgor de diamante todavía en bruto, que debe ser trabajado por un artesano fino; muchacha de tantos quilates es una rareza, cosa singular. Otra vez la divisó camino del arroyo, con el atado de ropa a la cabeza, el requiebro de las caderas, las nalgas que empezaban a sobresalir. Bien cuidada, con abundancia y cariño, llegaría a ser una perfección, un capricho de Dios. Pero ese Justiniano era un animal de bajos instintos, incapaz de ver, pulir y cortar sus aristas, de darle el valor que tiene al bien que le cupo por injusticia de la suerte. Si fuese del doctor Emiliano Guedes se convertiría en una joya real, con pericia, buen trato, calma y placer. ¡Ah! el fulgor de los ojos negros ¡injusta suerte!
En la galería de su casa, el capitán Justo observa desde lejos la montura, caballo de raza y precio; hace un momento, al levantarse sobre las patas traseras le había dado un susto, con sus arreos de plata, el arrogante caballero. Justiniano Duarte da Rosa juega con el collar de argollas de oro, hímenes cortados en el verdor de sus frutos, el más trabajoso fue el de Tereza, a golpes pudo comérselo. Tereza le había costado un conto y quinientos mil reis, más el vale del almacén. Tereza flamante, trece años no cumplidos. Tereza con olor a leche y coño de nena. Si quisiera venderla, desvirgada y todo, la vendería con ganancia, sacando plata de la transacción. Si quisiera venderla, doctor Emiliano Guedes, el mayor de los Guedes, señor de leguas de tierra y de siervos sin cuenta, tendría que pagar un buen precio para llevarse ese bocado a su boca. Pero no quería venderla. Al menos por ahora.