La niña libre, alegre, que subía los árboles, que corría con el perro, que jugaba a la guerra con los varones, que era respetada en las peleas, que se reía con sus compañeritos de la escuela, que tenía una memoria y una inteligencia elogiadas por la maestra, la niña simpática y comunicativa había muerto en el colchón de la habitación del fondo, con la palmeta y la correa. Roída por el miedo, Tereza vivía sola, sin apegarse a nadie, en un rincón, cerrada por dentro. Siempre llena de pánico, la tensión sólo aflojaba cuando el capitán salía en viaje de negocios, cuando se iba a Aracaju o a Bahia, dos o tres veces por año.
Excluyó de su memoria los despreocupados días de la infancia, en el campo con los tíos, en la escuela con doña Mercedes, con Jacira y Ceição, en la guerra heroica de los muchachos, en la feria de los sábados, su fiesta semanal, para no recordar a la tía Felipa que la mandó que se fuera con el capitán: el capitán es un hombre muy bueno, en su casa vas a tener de todo, vas a ser una señorita. El tío Rosalvo había levantado los ojos del suelo, había salido de su lasitud crónica para participar en la emboscada, había sido él quien la encontró y la cogió para entregarla. En el dedo de la tía brillaba el anillo. ¿Qué hice yo, qué crimen cometí, tío Rosalvo, tía Felipa? Tereza quiere olvidar, recordar hace mal, duele por dentro, además siempre tiene sueño. Se levanta al amanecer, no tiene domingos ni fiestas, de noche tiene al capitán. A veces hasta que amanece. Cuando sale de viaje o permanece en la ciudad, qué noches santas, benditas noches. Tereza duerme, descansa de su miedo, en la cama barre de su memoria la infancia muerta, pero el perro la acompaña en el sueño de piedra.
Si Tereza deseara entablar relaciones amistosas con arrendatarios y cabras y las pocas mujeres, no le sería fácil. Muchacha del capitán, que duerme en la cama matrimonial, es evitada por todos para no despertar la ira fácil de Justiniano Duarte da Rosa. Una protegida suya no podía andar conversando con cualquiera, riéndose con todos. Varios podían atestiguar lo sucedido con Jonga, los demás lo sabían de oídas. Jonga había escapado con vida, podía darse por muy contento. Celina pagó sus charlas y sus risas en la vaina del puñal; cuando apareció en la Cuia Dágua daba pena. Mujer del capitán es peligro de muerte, enfermedad contagiosa, veneno de culebra.
Dos veces el capitán la había llevado en el anca de su montura a una pelea de gallos. Vanidoso de sus gallos y de su amante, le gustaba dar envidia a los demás. Montones de dinero en los bolsillos para las apuestas, los cabras a su alrededor, puñales y revólveres por todas partes. En la riña de gallos todo es sangre, espolones de hierro, pechos desplumados, cabezas mojadas en cachaça. Tereza cerraba los ojos para no ver, el capitán le daba órdenes para que mirara, no existe un espectáculo más emocionante, dicen que los toros es mejor, lo dudo, tengo que verlo para creerlo. Las dos veces los gallos del capitán perdieron, derrotas inexplicables, sin precedentes. Debía haber un culpable, una explicación; culpa de Tereza, está claro, con sus ojos de censura y de piedad, su grito de agonía cuando el gallo caía, convulso, con una línea de sangre en el pecho. Todo gallero sabe que es fatal para el campeón empeñado en un combate la presencia entre los presentes de un llorón, sea hombre o mujer. Urucubaca[87] de porquería. La primera vez Justiniano se contentó con unos gritos y unas bofetadas, para enseñarle a apreciar e incentivar a los gallos. La segunda, le aplicó una paliza de las buenas para curarla y cobrarse el dinero perdido en las apuestas, la decepción de la derrota. No la llevó más en la grupa de su caballo y le prohibió las riñas de gallos; ¿cómo puede a alguien no gustarle los combates entre gallos, cómo puede ser tan idiota? Tereza consideró la paliza un precio moderado para librarse de la opresión. En sus horas de ocio prefería expulgar a Guga, matarle las liendres.
Así, en medio del pánico, transcurrieron esos dos años de la vida de Tereza en la casa de campo. Un día el capitán la sorprendió escribiendo en un papel con un lápiz. Le quitó el papel y el lápiz:
—¿De quién es esa letra?
Tereza había puesto su propio nombre en el papel: Tereza Batista da Anunciaçao, el nombre de la maestra Mercedes Lima y de la escuela Tobías Barreto.
—Mía, señor.
El capitán se acordó de que Felipa le había elogiado la capacidad para leer y escribir de la chica el día del negocio, para valorizar el producto, pero como estaba interesado exclusivamente en el himen no le había prestado atención.
—¿Sabes hacer cuentas?
—Sí, señor.
—¿Las cuatro operaciones?
—Sí, señor.
Días después la transfirió a la casa de la ciudad y la acomodó en la misma habitación del capitán. No tuvo nostalgias del campo, ni siquiera de Guga, con su llaga abierta y sus piojos. En el almacén sustituyó a un muchacho que se había ido al sur, el único capaz de hacer las cuatro operaciones. Chico Meia-Sola, hombre de confianza, se conocía el stock de mercaderías de memoria, ¡ay de quien pensase en llevarse algo! Insustituible cobrador de morosos, mostraba los dientes y la pistola, pero apenas sabía sumar dos y dos. Los dependientes, uno llamado Pompeu y otro, Papa-Moscas, sabían robar en el peso y la medida, pero eran débiles en aritmética. Tereza anotaba, sumaba, cobraba el dinero, daba la vuelta, sacaba el balance mensual. Justiniano la controló durante tres días y se dio por satisfecho. Los clientes la miraban de reojo, constataban el talle y la hermosura, pero no le hablaban, mujer del capitán es como una enfermedad fatal, veneno de cobra, peligro de muerte.