En cuanto al capitán Justo, ¿sabía que las mujeres eran capaces de sentir placer tanto como los hombres? Tal vez lo supiera, sin que le interesara; nunca se había preocupado por compartir el deseo y el goce con su compañera de cama. Posesión mutua, sensaciones recíprocas, gozo en común, palabras gratuitas de gente de mucha labia y poca resolución. La hembra está para ser poseída y se terminó. Para el capitán, buena en la cama es la que, por ser verde doncella, por inexperiencia y miedo infantil, por muy sabia o por lo que fuera, le excitaba el deseo. Como era de público conocimiento, las prefería jovencitas, al punto de coleccionar en un collar a las menores de quince años cuyos hímenes había roto.
Nunca pretendió de las mujeres otra cosa que placer para sí, exclusivo. Se daba cuenta, es claro, que algunas eran más ardientes, que participaban más. Así había sido Dóris, consumida por la fiebre; ni en la residencia de Veneranda, ni entre las gringas había encontrado una puta tan puta. Tocado en sus cualidades de macho, se sentía satisfecho cuando les notaba ansia y vehemencia, atribuyéndolo a sus cualidades viriles, caballo capaz de pasarse la noche entera desflorando a una virgen, de pasarse hasta la madrugada con una amante habilidosa. Las fuentes de su exaltación no estaban en el placer ni en el apego de sus compañeras. Inclusive, se irritaba fácilmente, cuando se ponían muy mimosas, cuando les daba por enamorarse, y pedían reciprocidad, atención, caricias, ¿dónde se ha visto? Un macho de veras no adula a una mujer.
¿Qué había pasado con Tereza, por qué había pasado tanto tiempo en la cama matrimonial? ¿Cómo no se desprendió de ella el capitán, cómo no se había cansado? Dos años, un horror de tiempo. Ponía sus ojos en Tereza y el deseo le apretaba los huevos, se le subía al pecho. Salía de viaje, mujeres de lujo en la capital, pero no se olvidaba de Tereza. Sucedió que en el campo había roto el himen de una criatura joven en el colchón de la habitación del fondo y en seguida se había marchado hacia la cama matrimonial con Tereza, todavía envuelto en la sangre de la otra.
¿Por qué? ¿Porque era bonita, de cara y físico, una belleza codiciada por todos? Una tarde, Gabi le avisó que tenía caza nueva, descubierta por ella, pongo las manos en el fuego, si no es virgen no me paga nada, y advirtiendo el interés del capitán le propuso hacer un cambio con Tereza, de una muchacha con su estampa estaba necesitada su pensión.
—Ya tengo hasta una lista de candidatos haciendo cola.
El capitán no permitía que se hablase de sus mujeres. Todos recordaban el caso de Jonga, arrendatario de prósperos campos. Perdió sus campos y el uso de la mano derecha; sólo escapó de la muerte por culpa del médico de la Santa Casa, y ¿por qué había sido?, por estar charlando con Celina en el camino del arroyo. Apenas había terminado de hablar Gabi y se tragó la risa; lleno de furia, Justiniano Duarte da Rosa quería romper la pensión entera:
—¿Lista? Muéstramela que quiero ver a esos hijos de puta que se atreven… Dame la lista.
Los pacatos clientes diurnos habían desaparecido y Gabi tuvo grandes dificultades para calmar al bravo capitán; no había lista alguna, había sido una manera de hablar, de elogiar la belleza de la muchacha.
—No necesita que la elogien.
A pesar de la prohibición, los elogios y los comentarios se sucedían y la lista de candidatos recogía nombres en secreto. En todo el estado no había ninguna mujer más codiciada; el capitán se sentía orgulloso de ser el dueño de esa joya capaz de llenar los ojos hasta del doctor Emiliano Guedes, exigente en la materia, millonario y aristócrata. Justiniano la había exhibido en riñas de gallos y, cuando recibía alguna visita en el campo, visita de fazendeiro, o de viajante de comercio en el almacén, llamaba a la muchacha para que sirviera café o cachaça, gozando del placer de verse propietario envidiado, de ver la codicia de los huéspedes. Sin embargo estaba menos orgulloso de ella que del gallo Claudionor, campeón invicto, matador feroz.
El capitán no era especialmente sensible a la belleza, a no ser a la hora de hacer negocios, cambios, compras y ventas, cuando la cara y el cuerpo de la muchacha, su belleza, su gracia eran moneda, dinero en vivo. En la cama apreciaba otros valores; Dóris fea y enferma, duró mientras vivió. ¿Por qué entonces había durado tanto Tereza en el lecho matrimonial?
Quién sabe. Tal vez, porque nunca se le entregó por completo. Sumisa, sí, de total obediencia, corriendo para servirlo, ejecutando sus órdenes y caprichos sin decir ni pío, moviéndose para que no la golpeara, para evitar el castigo, la palmeta, el cinturón, la correa de cuero crudo. Él ordenaba, ella obedecía, pero nunca había tomado la iniciativa, jamás se había ofrecido. Acostada, abría las piernas, la boca, se ponía en cuatro patas, hacía lo que le mandaba, jamás le proponía nada. Dóris en cambio, era provocativa, proponía cosas y se anticipaba «te voy a chupar la polla y las pelotas», así ni siquiera las gringas de Veneranda. Callada y eficiente, Tereza cumplía sus órdenes. No dejaba de sentirse satisfecho el capitán con tanta sumisión, le había costado bastante enseñarle el miedo a esa sediciosa, domarla, quebrarle la voluntad. Lo había conseguido, era un perito en la materia. Por eso mismo, con cualquier pretexto o sin ninguno, ponía en funcionamiento la palmatoria o la correa, para mantener vivo el concepto de respeto e impedir que renaciera la rebeldía. Sin miedo, ¿qué sería del mundo?
Entonces, ¿para echarla, para negociarla con Gabi o con Veneranda (era digna de la residencia de Veneranda, bocado para la capital), para vendérsela al doctor Emiliano, esperaba conquistarla por completo, tenerla amorosa, derramada, suplicante, provocante, como tantas otras, empezando por Dóris? ¿Era un desafío, una apuesta consigo mismo? ¿Quién podía adivinarlo, siendo el capitán de naturaleza tan reservada, tan poco dado a confidencias?
La mayor parte de la gente se contentaba con atribuir tan largo enamoramiento a una causa única, la creciente belleza de Tereza en las vísperas de sus quince años. Pequeños pechos duros, caderas redondas, aquel color de cobre, casi dorado. Piel de durazno, en la poética comparación del juez y bardo; por desgracia muy pocos pudieron apreciar la justeza de la imagen por desconocimiento de la fruta extranjera. Marcos Lemos, contable de la fábrica de azúcar, de tendencias nacionalistas, prefería rimarla con miel de caña o pulpa de zapote[86]. El nombre de Marcos Lemos figuraba en la lista de Gabi.
¿Y para el capitán? ¿Quién sabe, un potro salvaje? Pero lo había domado y lo cabalgaba con rebenque y espuelas.