Los sentimientos de Justiniano Duarte da Rosa en relación con Tereza, capaces de mantener tan largo favoritismo y creciente interés, permanecen todavía a la espera de una justa definición, por falta de acuerdo entre los letrados. En cuanto a los sentimientos de Tereza Batista, no exigían ni merecían debates ni análisis, se reducían exclusivamente al miedo.
Al principio, cuando resistía y se oponía con desesperación, vivió y se fortaleció en el odio al capitán. Después, sólo miedo, nada más. Mientras vivió con Justiniano, Tereza Batista fue una esclava sumisa en el trabajo y en el lecho, atenta y diligente. En el trabajo no esperaba órdenes, activa, rápida, cuidadosa, incansable, encargada de los servicios más pesados y sucios, la limpieza de la casa, la ropa para lavar y planchar, atareada el día entero. En ese duro trabajo se había hecho resistente; mirándole el delgado cuerpo nadie la juzgaría capaz de cargar sacos de alubias de cuatro arrobas y fardos de carne seca.
Se había propuesto a ayudar a doña Brígida en la crianza de la nieta, pero la viuda no le había permitido ni siquiera aproximarse, menos todavía tener ninguna intimidad con la niña. Tereza era la traicionera enemiga que ocupaba la cama de Dóris, que usaba sus ropas (los vestidos apretados le marcaban las formas nacientes, excitantes), se hacía pasar por ella para robarle la nieta y la herencia. Sumergida en su alucinación, en un universo de monstruos, doña Brígida se mantenía lúcida en cuanto a la condición de la nieta, heredera universal y única de los bienes del capitán. Un día, cuando descendiera del cielo el Angel Vengador, la niña rica y la abuela rescatada de los infiernos irían a vivir en la opulencia y en la gracia de Dios. La nieta era su triunfo, su carta de libertad, la llave de su salvación.
Perra traída de la profundidad del infierno por la Mula-Sem-Cabeça, o por el Hombre-lobo para la cama del Porco, disfrazada de Dóris, la intrusa le quiere cerrar la única puerta de salida, robarle la nieta, los bienes y la esperanza. Cuando la veía cerca, doña Brígida desaparecía con la nieta.
¡Cómo iba a darle a cuidar a la niña! No era por la muñeca, no era sólo por la muñeca; a Tereza le gustaban los niños y los animales y nunca había jugado con muñecas. La esposa del juez, doña Beatriz, madrina elegida por Dóris en el comienzo de su gravidez, había traído una muñeca de Bahia como regalo de cumpleaños. Abría y cerraba los ojos, decía mamá, rubios cabellos en bucles, vestido blanco de novia. Generalmente, estaba encerrada en un armario y los domingos la tenía la niñita durante varias horas. Sólo una vez la tuvo Tereza en sus manos, en seguida doña Brígida se la quitó, maldiciendo.
No se quejaba del trabajo —limpieza de las escupideras, de las letrinas, cura de la llaga abierta en la pierna de Guga, el fardo de ropa sucia—, pero le pesaba la mala voluntad de la viuda, la prohibición de tocar a la niña. Desde lejos la veía con su paso vacilante, debía ser lindo tener un hijo o una muñeca.
Todavía más penosas eran las obligaciones de la cama. Servir para que el capitán la montara, satisfacerle los caprichos, entregarse dócil en cualquier momento, tanto de la noche como del día.
Después de comer, estando él en casa, había que traer la palangana de agua tibia para los pies y se los lavaba con jabón. Para imitar a Dóris, en opinión de doña Brígida, pero Dóris era feliz al hacerlo, pies adorados, le besaba los dedos, frenética a la espera de la función en la cama. Para Tereza era un trabajo inseguro y arriesgado. Mil veces preferible era la llaga fétida de Guga. Por acordarse de Dóris o simplemente por maldad, a veces el capitán la empujaba con el pie y la tiraba al piso: ¿por qué no me los besas, no te gusta, peste? Otras lo habían hecho mejor. Le daba con el pie en la cara, ¡esa orgullosa de mierda! Empujones y puntapiés innecesarios, ruines; le bastaba mandar. Tereza se tragaba su orgullo y repugnancia, le lamía los pies y el resto.
Jamás había sentido Tereza el mínimo placer, el mínimo deseo o interés; todo contacto físico con Justiniano Duarte da Rosa significaba molestia y asco y sólo por miedo concedió e hizo, hembra a su disposición, dispuesta y pronta. En ese período de su vida, los asuntos del sexo para Tereza no eran más que dolor, sangre, suciedad, amargura y servidumbre.
Ni siquiera imaginaba que se pudieran hacer tales cosas con alegría, reciprocidad en el placer, o simplemente placer. Tereza era sólo el vaso donde el capitán se descargaba; vertía en ella su deseo como vertía la orina en la bacinilla. Que pudiera ser de otra manera, con cariño, caricias, goce, ni se le pasaba por la cabeza. Por qué su tía Felipa se encerraba con hombres, no lo entendía. Deseo, ansia, ternura, alegría, eran ingredientes desconocidos para Tereza Batista.
Jamás le pidió nada, orgullosa de mierda, aunque inconsciente de su orgullo. Justiniano le dio vestidos del ajuar de Dóris, el par de zapatos vino de la tienda de Enock, alguna otra chuchería barata regalada en días de grandes satisfacciones, como cuando un gallo de su propiedad dejaba al adversario muerto en la riña, rasgado por los espolones de hierro. Ni esos raros acontecimientos alteraban el único sentimiento poderoso en el pecho de Tereza, el miedo. Al adivinar la ira en la voz o en los gestos del capitán, inmediatamente sentía una sensación de muerte en la planta de los pies y el mismo frío de terror que la había atravesado al ver la plancha caliente en su mano, las chispas por el aire. Le bastaba oírle su voz alterada, descontenta, gritar una mala palabra, reír con su risa breve, y el frío de la muerte apretaba el corazón de Tereza Batista, se le quemaba la planta de los pies con la plancha caliente.