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Todavía no había cumplido trece años Tereza Batista cuando fue vendida por su tía Felipa, por un conto y quinientos, una carga de alimentos y un anillo de piedra falsa, aunque vistosa, a Justiniano Duarte da Rosa, el capitán Justo, cuya fama de rico, valiente y atrabiliario corría por todo el sertón y aún más lejos. Adonde llegaba el capitán con sus gallos de pelea, la tropilla de burros, los caballos de silla, el camión y el cuchillo, el dinero y los capangas[65], llegaba detrás de su fama, que corría adelante, guiando al caballo bayo, al camión, abriendo campo para los grandes negocios.

El capitán no era hombre de andar discutiendo, le gustaba comprobar el respeto que imponía su presencia. «Se están cagando de miedo» le susurraba satisfecho a Terto Cachorro, chófer y pistolero forajido de la justicia de Pernambuco. Terto sacaba la daga y el cigarro y el miedo crecía en derredor. «No vale la pena discutir con el capitán, quien más discute más pierde, para él la vida de un hombre no vale diez reis de miel líquida». Se hablaba de muertes y de emboscadas, de trampas en las riñas de gallos, de falsificación en las cuentas de lo que vendía y cobraba a golpes Chico Meia-Sola, de robos en las tierras que compraba, a precio de plátanos[66], bajo la amenaza del puñal, de niñas violadas antes de la pubertad, las niñas eran la debilidad de Justiniano Duarte da Rosa. ¿Cuántas menores de quince años había desflorado? Un collar de argollas de oro, bajo la camisa del capitán, va tintineando por entre la gordura de su pecho como si fuera un cascabel: cada argolla es una niña, sin hablar de las mayores de quince; ésas no cuentan.