Entre el campo y el almacén, Tereza Batista vivió más de dos años con el capitán Justo, en condición de, ¿cómo podríamos llamarla?, en condición de favorita. La voz general decía, la nueva amante del capitán; ¿lo sería realmente? La condición de manceba, o amiga, o amante, o concubina, o mujer con casa puesta, implica la existencia de un sobrentendido acuerdo entre la elegida y el protector. Un acuerdo sobre obligaciones, derechos, regalías y ventajas. La mancebía requiere, para resultar perfecta, gastos de dinero y esfuerzos de comprensión. Amante completa y en la justa acepción del término era Belinha, la del juez. El magistrado le había puesto casa en una calle discreta, con quinta de mangos y cajueiros, con aire fresco y hamaca de red, mobiliario sencillo pero decente, cortinas, alfombras y, además de los gastos de la casa y del vestuario, un dinero extra para pequeñeces propias de la mujer. Belinha le daba envidia incluso a las señoras casadas, cuando toda arreglada y con los ojos bajos, seguida de la criada, se dirigía a casa de la modista. Tenía criada permanente para los servicios domésticos y para que la acompañara a la modista, al dentista, a las tiendas, al cine, pues la honra de las amantes es frágil y necesita un constante cuidado. A cambio de esas ventajas, Belinha estaba obligada a darle a su ilustre amante la total intimidad de su graciosa persona, a prodigarse en caricias y atenciones, a ser amable, además de fiel, condición ésta primera y esencial. La violación de alguna de las cláusulas en esos acuerdos de buen vivir resulta de la imperfecta condición humana. Véase el caso de Belinha, paradigma de la amante ideal y, sin embargo, incapaz de mantener su fidelidad, incapacidad congénita a su gentil personita. Comprensivo y acostumbrado, el ilustre cerraba los ojos a las visitas del primo de la mujer los días de audiencia en los tribunales, y se escudaba en el respeto a los lazos familiares. Su esposa en Bahia tenía una ponderable y alegre parentela masculina, entonces, ¿cómo negarle un primo único a la comedida Belinha, que permanecía solitaria durante las largas horas en que el juez distribuía justicia en la comarca? Cornudo veterano, cabrón convencido, condición de mansedumbre indispensable en ciertos casos para el buen éxito de la mancebía perfecta.
Tereza en cambio, no era lo que se dice una amante, aunque dormía en el lecho matrimonial, tanto en la amplitud de la cama de la casa de campo como en la vieja cama de la ciudad, regalía que la ponía por encima de las demás, que le daba categoría especial en el papel de las innúmeras criadas, protegidas, amantes, que se habían sucedido en la vida de Justiniano Duarte da Rosa. Sin duda, privilegio significativo, pero único, fuera de algunos vestidos usados del ajuar de Dóris, un par de zapatos, un espejo, un peine, baratijas de viajante de comercio. En lo demás, una criada igual a las otras, en el trabajo de la mañana y de la noche, primero en la casa de campo, después en el mostrador del almacén cuando Justiniano descubrió sus habilidades en las cuatro operaciones aritméticas y su letra legible. Criada y favorita, mantuvo a Tereza dos años y tres meses en el privilegio de usar la cama matrimonial. Tuvo rivales pero todas permanecieron en las habitaciones del fondo, ninguna ascendió de los colchones de paja a los lechos con sábanas limpias.
Ninguna mujer había durado tanto en las preferencias del capitán, a quien le gustaba variar. Legiones de niñas, muchachas y mujeres maduras vivieron en las dos casas de Justiniano, a su disposición. El interés del capitán, al comienzo muy intenso, se agotaba en días, semanas, raramente en algunos meses. Y entonces las infelices tenían que irse, la mayor parte a la Cuia Dágua, el reducto local de las mujeres de la vida; unas pocas, mejor dotadas físicamente, tomaban el tren y se iban a Aracaju o a Bahia, dos mercados más amplios. Desde hacía veinte años el capitán proveía material numeroso y de variable calidad a los centros consumidores.
En opinión del recaudador de impuestos, Aírton Amorim, científicamente, esa manía de variar se debía a la impotencia. ¿Impotencia? El fiscal Epaminondas Trigo protesta contra las mistificaciones de Aírton, cuya diversión preferida era abusar de la buena fe de los amigos inventando absurdos.
—Ya estás ahí con tus inventos. Para satisfacer a tantas mujeres hay que tenerla en forma.
—¿No me diga, mi ilustre amigo, que no ha leído a Marañón?
El recaudador exhibía erudición, le gustaba mucho sorprender. Gregorio Marañón, sabio español de la Universidad de Madrid; él fue quien afirmó y probó que cuanto mayor es el número de mujeres y la variedad, más flojo es el individuo.
—¿Marañón? —se admiró Marcos Lemos, el contable de la fábrica—. Yo conocía la teoría pero creía que su autor era Freud. ¿Está seguro de lo que dice?
—Tengo el libro en mi biblioteca si quiere leerlo.
—Un flojo así quisiera ser yo, comer y cambiar, comer y cambiar. Vaya si lo quisiera. El tipo se pasa el día desvirgando mujeres y ustedes dicen que es flojo. ¡Qué absurdo! —el fiscal no se convencía fácilmente.
Aírton eleva sus brazos al cielo. ¡Santa ignorancia! Exactamente por eso, mi querido bachiller, exactamente por eso. El individuo necesita cambiar de mujer a cada rato para excitarse, para mantenerse potente. ¿Usted sabe quién fue el máximo representante de esa estirpe? Don Juan, el amante por excelencia, el de las mil mujeres. Otro fue Casanova.
—Eso no, Aírton, ni siquiera como paradoja…
Pero el juez, no queriendo pasar por menos culto, afirmó la existencia de Marañón y de la estrambótica tesis. Verdadera o no, la teoría había sido enunciada y discutida. Muy discutida. En cuanto a Freud, el asunto era diferente: la teoría de los sueños y de los complejos y aquella historia sobre Leonardo da Vinci…
—¿Leonardo da Vinci, el pintor? —el doctor Epaminondas lo conocía de los jeroglíficos—. ¿También era flojo?
—Flojo no. Era marica.
Dejemos el tema de las discusiones, fuera impotente o maestro, según el contrincante que opinara, la cosa es que el capitán cada tanto se apegaba a una de sus conquistas, casi siempre a una muy jovencita todavía en cueros, para citar de nuevo a la sabia Veneranda, autoridad tan competente como Freud o Marañón en asuntos sexuales y mucho menos controvertida. Al derecho a la cama matrimonial, prueba del favor del capitán, privilegio y honor, se unía la oferta de un vestidito barato, un par de alpargatas, un pedazo de cinta, un juguetito, y ahí se terminaba la relación de lo que obtenían las preferidas. El capitán no acostumbra a tirar el dinero, ni desperdicios ni prodigalidades, lo que le parecía bien al juez; es fácil ser generoso con el dinero de los demás.
Ni una palabra de cariño, ni una sombra de ternura, una caricia, sólo una mayor asiduidad, más furor en la posesión. Sucedía en las horas más extravagantes, le hacía una señal a Tereza, a la cama, rápido, levantarse la falda echarse, impostergable necesidad, y la mandaba de vuelta al trabajo.
La vehemencia del deseo no le impedía dormir con otras. Ocasiones hubo con dos huéspedes al mismo tiempo, una en el campo y la otra en la ciudad, además de Tereza y de acostarse con todas el mismo día. Un caballo, y Aírton Amorim, ese farsante incorregible, que lo acusaba de impotencia. Ni siquiera la confirmación del juez puede convencer al fiscal; ese tal Marañón no pasa de ser una bestia.
Cuando Tereza Batista fue del caserón del campo a la casa del almacén, trabajando ante una pequeña mesa con las cuentas, hacía circular a los curiosos que decían: «la nueva amiga del capitán vale la pena». En la ciudad, las mujeres de Justiniano Duarte da Rosa eran debatidas en el parlamento de las comadres y en las tertulias de los letrados. Una de ellas, Maria Romão, provocó gran revuelo al ser vista, del brazo con el capitán en la acera del cine, moviendo sus fuertes caderas y busto soberbio. Después se supo que la mulata tenía una cuenta abierta en la tienda de Enock, acontecimiento inédito, digno de figurar entre las noticias de los periódicos capitalinos. Alta, trigueña, de pelo lacio, una estatua. Cosa rara, no era jovencita, ya había cumplido los diecinueve años cuando el capitán Justo la compró en una leva traída del alto sertón, con destino a las fazendas del sur. Un colega de Justiniano Duarte da Rosa, el capitán Neco Sobrinho, comerciaba sertanejos juntándolos en las zonas de sequía y vendiéndolos en Goiás. Un negocio redondo. De paso, y momentáneamente necesitado, cambió a Maria Romão por carne seca, alubias, harina y rapadura[84]. Con crédito abierto en una tienda, Maria Romão fue la primera y la última. Enamoramiento poderoso, echado sin pudor a las fauces públicas, duró poquísimo, no pasó la semana.
El capitán no se entregaba a confidencias, al contrario, era de naturaleza reservada y enemigo de intimidades. Sin embargo, al despedir a Maria Romão, fue interrogado por su amigo, el doctor Eustáquio Fialho Gomes Neto sobre la veracidad de la noticia que circulaba por la calle. El juez era nuevo en el lugar, tenía a su familia en la capital, por su cargo estaba imposibilitado de frecuentar a las putas y entonces buscaba una muchacha para ponerle casa. Maria Romão le venía como anillo al dedo para la emergencia.
—¿Es verdad lo que dicen, capitán? ¿Que aquella muchacha Romão ya no está con usted?
—Sí, es cierto. Cambié aquella fachada por una raquítica que Gabi recibió de Estância, de la fábrica de tejidos. —Hizo una pausa y terminó—. Gabi cree que me engañó. Todavía no nació quien pueda engañar al capitán Justo, doctor.
—¿La cambió? ¿Cómo que la cambió? —el juez se iba instruyendo sobre las costumbres de la tierra y del capitán.
—Son negocios que tengo con Gabi, doctor. Cuando ella tiene novedades me avisa y puedo comprar, cambiar, alquilar, cualquier tipo de transacción. Cuando me canso, volvemos a hacer otro negocio.
—Entiendo. —Todavía no entendía pero ya iba a entender—. Quiere decir que la muchacha está libre, quien quiera…
—Tiene que hablar con Gabi. Pero, perdone la pregunta, ¿el doctor está interesado en esa mujer?
El juez explicó su problema; con el capitán que le había sido recomendado por amigos poderosos, podía abrirse. Con sus hijos estudiando en Bahia, la esposa iba a estar más tiempo en la capital que allí. También él iría a veces, cuando le fuera posible…
—¡Qué manera de gastar! —dijo el capitán y silbó entre dientes.
Se trata… No está bien hablar de esto, ¿pero qué se le va a hacer? La educación de los hijos exige sacrificios, capitán. Ahora, vea usted, la posición de un juez no le permite, no queda bien, que frecuente casa de mujeres, calles sospechosas, en fin… el capitán comprende lo delicado de la situación. Piensa establecer a una mujer que le satisfaga los sentidos. Al saber que Maria Romão estaba libre, que al capitán ya no le interesaba…
—No se la aconsejo, doctor. Mucha estampa, mucha figura, pero podrida por dentro.
—¿Podrida por dentro?
—Sí. Tiene lepra, doctor.
—¿Lepra? ¡Dios mío! ¿Está seguro?
—La conozco por la sombra, pero la de ella ya empezó a dar flor.
Con el correr de los días mucho aprendió el juez sobre las costumbres locales y del capitán. Se hicieron amigos, intercambiaron favores, unidos por diversos intereses, al decir popular socios en porquerías, la cuadrilla del capitán, el juez, el comisario y el prefecto. Se vanagloriaba de conocer como nadie los sentimientos de Justiniano Duarte da Rosa. En rueda de intelectuales, en debates eruditos y libertinos, también en las serenas tardes al calor de los senos de Belinha, el doctor Eustáquio discurre sobre la vida sentimental y sexual del respetado prócer. Amor digno de esa palabra sublime, capaz de llevar a un hombre adulto y de principios firmes a cometer desatinos, realmente amor, Justiniano sólo sintió y padeció una vez el objeto de ese puro sentimiento; había sido Dóris. ¿Qué desatinos había cometido el capitán, qué pruebas de ceguera y demencia propias de un sublime amor? Pues, mis estimados colegas, mi dulce amiga, la de casarse con una criatura sin gracia, pobre y tísica, una verdadera locura. Amor sublime o sórdido, como prefieran, pero verdadero. El capitán jamás había conocido el amor antes de Dóris y jamás había vuelto a sentirlo después. El resto no pasaba de enamoramientos, caprichos, simples asuntos de cama, de mayor o menor duración, casi siempre de menor.
Tereza no tuvo cuenta abierta en la tienda de Enock ni fue vista del brazo del capitán a la hora del cine; en cambio, fue la única que superó los dos años de compartir el lecho de Justiniano Duarte da Rosa. Dos años y tres meses completos y ¿cuánto tiempo más hubiera sido de no haber sucedido lo que sucedió?
El juez, psicólogo profundo y vate contumaz (había dedicado a Belinha todo un ciclo de sonetos lúbricos y camonianos[85]), se había negado a situar a Tereza al lado de Dóris en la escala de los sentimientos del capitán, como asimismo, en considerarla amante o amiga de Justiniano Duarte da Rosa. ¿Amiga? ¿Quién? ¿Tereza Batista? Ciertamente, como el juez había estado de cierta manera envuelto en los acontecimientos finales, su opinión puede no ser imparcial; además, su musa quedó disminuida y no pudo advertir, como era su costumbre, amor y odio, miedo y deshonor. Sólo habló de víctimas y culpables. Víctimas todos los personajes de la historia, empezando por el capitán, culpable sólo uno, Tereza Batista, tan joven y tan perversa, corazón de piedra y de vicio.
Hubo quien pensó exactamente lo contrario, algunas personas sin mayor clasificación, ni juristas ni literatos como el doctor Eustáquio Fialho Gomes Neto, para las musas Fialho Neto, sino personas que no conocían ni las leyes ni la métrica. Al final, como se verá a continuación, todo quedó arreglado por la indebida y decisiva intervención del doctor Emiliano Guedes, el mayor de los hermanos Guedes.