Antes, sin embargo, intentó escaparse por segunda vez. Descubrió que la guardia del cabra durante las idas y venidas de Guga se había levantado. Es que el capitán consideraba que luego de dos meses de intenso tratamiento estaba suficientemente sometida a su voluntad.
Comprobada la ausencia del guardaespaldas, Tereza insistió en su fuga vestida con el camisón de Dóris, ligera como un bicho del matorral. No fue muy lejos, a los gritos de Guga acudieron el capitán y dos cabras, que cercaron las afueras de la casa y la trajeron de vuelta. Esta vez, el capitán la hizo atar y, como un fardo sin movimientos, la tiraron de nuevo en el cuarto.
Media hora después apareció ante la puerta Justiniano Duarte da Rosa, riendo con su risa breve, su sentencia fatal. En la mano tenía la plancha de hierro llena de brasas. La levantó a la altura de su boca y sopló, volaron chispas por el aire y los carbones encendidos brillaron. Escupió y el fuego chilló.
Los ojos de Tereza se le salían de las órbitas, el corazón se le encogió y entonces su valentía se esfumó y el color del miedo apareció en su rostro. Temblando mintió:
—Le juro que no me quería escapar, quería tomar un baño porque estoy muy sucia.
Había recibido golpes sin pedir piedad, callada, apenas unas lágrimas o los gritos, no maldecía, no se quejaba, cuando tenía fuerzas reaccionaba y no se entregaba. Lloró y aceptó, es cierto, pero jamás había implorado perdón. Ahora se había terminado:
—No me queme, no me haga eso, por el amor de Dios. No me voy a escapar nunca, le pido perdón; voy a hacer todo lo que usted quiera, le pido perdón. Por el amor de su Madre, no me haga eso, perdóneme, ¡ay, perdóneme!
El capitán se sonrió al ver el miedo en los ojos, en la voz de Tereza. ¡Por fin! Todas las cosas tienen su tiempo y su precio.
La muchacha estaba atada y echada boca arriba. Justiniano Duarte da Rosa se sentó sobre el colchón ante la planta desnuda de los pies de Tereza. Le aplicó el hierro primero en un pie, luego en el otro. El olor de la carne quemada, el chirrido de la piel, los aullidos, el silencio de la muerte.
Después la desató, ya no eran necesarias cuerdas ni vigilancia, ni cabra guardián ni puerta cerrada. Hecho el curso completo del miedo y el respeto, Tereza por fin era obediente. Chúpamela, se la chupó. Rápido, a cuatro patas y de espaldas; se puso y rápido. Sola en el mundo y llena de miedo, una argolla más en el collar del capitán.