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Cuando la tenue luz de la mañana consigue penetrar a través de las rendijas de la ventanita condenada, Tereza, destrozada, por dentro y por fuera, dolorida en cada partícula de su ser, se arrastra hasta el borde del colchón, en dos tragos se tomó el agua de la jarra. Haciendo un esfuerzo consiguió sentarse, los ronquidos del capitán la hicieron estremecer. No pensaba en nada, sólo sentía odio. Hasta el día anterior había sido una niña juguetona y risueña, muy simpática y dada a las fiestas, amiga de todos, una niña dulce. Entre esa tarde y esa noche había aprendido el odio, de una sola vez y entero. El miedo todavía no.

Gateando salió del colchón, se sentó en el orinal gimiendo de dolor. El sonido de la orina despertó al capitán. Quería poseerla despierta, no como un pedazo de carne muerta. Quería verla recibir su verga con el cuerpo vibrante en la resistencia y en el dolor. Al oírla orinar se excitó enormemente.

—Acuéstate, vamos a follar.

La agarró por una pierna, derribándola a su lado, le mordió los labios, en los huevos el deseo se imponía sobre el dolor pertinaz y encubierto. No cierres las piernas si no quieres morir a golpes. Pero la maldita no sólo cerró muslos y labios, hizo algo peor: tiró del collar y rodaron las argollas por el piso, cada argolla era un himen arrancado en pleno verdor. ¡Maldición! Se levantó de un salto olvidado del sexo, con dolor de rabo y de corazón, porque no había nada en el mundo, persona, animal u objeto de mayor valor y estima para Justiniano Duarte da Rosa, ni su pequeña hijita, ni el gallo Claudinor, campeón de raza pura japonesa, ni su pistola alemana, nada tan precioso como su collar de virgos. En una misma noche, el golpe en los testículos y el collar. ¡Ah! ¡Demonio! Era demasiado. Demonio, hija de puta, no aprendiste todavía, pero vas a aprender. Vas a buscar las argollas una a una, al son del rebenque. ¡Vamos! ¡Las argollas, una a una! Con la correa en la mano, ciego de rabia, una incomodidad en los huevos.

Zurra única, memorable, para ser presenciada sólo faltó que la matara. Los perros respondían a distancia a los aullidos de Tereza: toma, perra, vas a aprender. La dejó casi desvanecida, pero quien recogió las argollas fue el capitán.

Cuando terminó de juntarlas, también él se sintió cansado; el brazo destrozado, casi se rompe la muñeca, sin hablar del persistente dolor en el bajo vientre. Jamás había golpeado tanto a nadie, aunque le gustaba pegar, era un divertido pasatiempo, pero esta vez se había abusado, este animal era difícil de domar. Quería quebrarle la voluntad a golpes, pero sólo le había quebrado las fuerzas. El capitán estaba exhausto, pero no cedió a la fatiga, macho probado toda su vida, montó a Tereza, cabeza perversa, coño de oro.

La soltó con el canto del gallo. Le dolía la ingle. ¡Ah! Esa hija de puta rebelde. Pero hasta el hierro se dobla bien golpeado.