El capitán mete la llave en la cerradura, abre la puerta de la habitación, entra, cambia la llave, tranca la puerta por dentro, coloca el quinqué en el suelo. Tereza se incorpora, está de pie, contra la pared del fondo, los labios semiabiertos, atenta, Justiniano Duarte da Rosa parece no tener prisa. Se quita la chaqueta, la cuelga en un clavo, entre la correa y la oleografía de la Anunciación, se quita los pantalones, se desata los cordones de los zapatos. Para esa noche de fiesta desechó el agua caliente para el baño de pies, mañana la nueva criada se los lavará en la palangana, antes del comienzo de la función. En calzoncillos, con la camisa desabrochada, la barriga suelta, los anillos en los dedos, el collar colgado del pescuezo, levanta el farol y examina el plato y la jarra puestos por la vieja Guga, la cocinera. El plato está intacto, parte del agua fue bebida. Con la pequeña y sucia luz examina las cosas. Le salió caro, un conto y quinientos mil reis, más el vale para el almacén. No se arrepiente, es dinero bien gastado, la muchacha es bonita de cara, buen cuerpo, se pondrá mejor cuando le crezcan los pechos y las caderas. Además, para el gusto de Justiniano Duarte da Rosa, nada se puede comparar con el verdor de las niñas así, con gusto a leche todavía, según el dicho de Veneranda. Veneranda, una celestina desvergonzada pero con mucha materia gris; conocía las orgías y el libertinaje, usaba palabras raras, importaba extranjeras a Aracaju, gringas muy expertas, que sabían hacer de todo, sólo que ése no era el momento para hablar de Veneranda, que se fuese a los infiernos con el Gobernador del Estado, su amante y protector. Felipa decía la verdad, para encontrar a una más bonita había de ir a la capital, o sea, a Bahia, pues ni en Aracaju encontraría una tan perfecta, el color tirando a bronce, los cabellos negros largos por la espalda, las piernas esbeltas, una pintura igual a ciertas estampas de santas, allí en la pared tenía una. De sobra valía el precio pagado; había costado una buena cantidad, pero no fue caro, hay que saber apreciar. El capitán se pasa la lengua por los labios, deposita el quinqué en el suelo, las sombras se elevan, acuéstate ahí, ordena, acuéstate ahí, repite. Extiende el brazo para obligarla, la chica se aparta siempre pegada a la pared, Justiniano se ríe con una risita breve, ¿quieres jugar conmigo?, ¿le tienes miedo a la cosa que tengo entre las piernas? Bueno, si quieres jugar un poquito, vamos a jugar, a mí me gusta jugar un poquito antes de meterla. Sirve para calentar la sangre. El capitán hasta lo prefiere así, las que abren las piernas sin resistencia no duran mucho en su interés, la única fue Dóris, pero era la esposa y ¿cómo iba a resistirse Dóris en el salón al lado de la alcoba? No podía gritar, se tragó el miedo y se le encendió un fuego por dentro; ni en la residencia de Veneranda, entre las francesas, las argentinas y las polacas, había encontrado una tan ardiente y capacitada. Al capitán le gusta conquistar, sentir la resistencia, el miedo, cuanto más mejor. Ver el miedo en los ojos de esos animalitos es un elixir, un trago que alienta. Si quiere gritar puede hacerlo; en casa sólo está la vieja loca y la niña, nadie más para molestarse por sus gritos o su llanto. Vamos, preciosa. El capitán da un paso, Tereza se escabulle, recibe una bofetada en la nariz. El capitán se ríe de nuevo, es el momento tierno del llanto. El llanto estimula el corazón, acelera la sangre de Justiniano. Pero en lugar de llorar, Tereza responde con un puntapié, entrenada en las peleas con los chicos de la calle, alcanza el hueso en medio de la pierna desnuda, la uña del dedo grande le araña la piel, una lastimadura, un poco de sangre; fue Tereza la primera en provocar sangre. Se inclina el capitán para ver su sangre y, al volverse a incorporar, le da un puñetazo en un hombro. Con toda su fuerza, para educarla. Jagunço[82], soldado, comandante en las peleas de muchachones, Tereza había aprendido que un guerrero no llora y ella no va a llorar. Pero no puede contener el grito, el puñetazo le desconyuntó el hombro. ¿Te gustó? ¿Aprendiste? ¿Estás satisfecha o quieres más? ¡Acuéstate ahí, mocosa del diablo! Acuéstate antes de que te reviente. El capitán arde en deseos, la resistencia le enardece la sangre; un afrodisíaco, mejor que el de catuaba[83], le abrió el apetito. ¡Acuéstate ahí! En lugar de obedecer la infeliz intenta golpearlo de nuevo; el capitán retrocede. ¡Cornuda descarada, vas a ver! El puñetazo resuena en el pecho, Tereza vacila, abre la boca para respirar, Justiniano se aprovecha y la coge en brazos. La aprieta contra su pecho, le besa el cuello, la cara, intenta besarle la boca. Para hacerlo mejor, afloja el abrazo, Tereza se suelta y escapa, pero antes le clava las uñas en la frente, ¡ah! por poco lo deja ciego. ¿Quién tiene miedo, señor capitán? En los ojos de Tereza solamente hay odio, nada más. Hija de puta, vas a ver lo que es bueno; se acabó la coña. Justiniano avanza, la chica se escabulle, las sombras van y vienen, el humo del quinqué se eleva rojo, sofocante, asfixia la nariz. Loco de rabia, el capitán le da un puñetazo entre los pechos, como si golpeara un bombo, retumba, Tereza pierde el equilibrio y cae entre el colchón y la pared. El rostro de Justiniano está encendido, la hija de puta le quería arruinar los ojos; se tira sobre Tereza que vuelve a esquivarlo, extiende el brazo y alcanza el quinqué. El capitán siente el calor del fuego en la ingle, a la altura de los testículos. ¡Asesina! ¡Asesina! Deja ese quinqué ahora mismo, vas a incendiar la casa y te mato. De pie, Tereza sigue con el quinqué levantado y avanza; el capitán retrocede, esquiva la cara. Recostada en la pared, la chica mueve el quinqué para localizar al enemigo. Cuando lo descubre, muestra también su rostro sudado y atrevido. ¿Dónde está el miedo, el miedo desatinado de las otras? En ésta sólo hay odio. Hay que enseñarle a temer, a respetar al amo y señor que la compró, que tiene derecho, que es su dueño. ¿Si en el mundo no hay respeto, qué es lo que hay? De pronto el capitán hincha sus pulmones y sopla con fuerza; la llama vacila y se apaga. El cuarto queda a oscuras, Tereza perdida en las tinieblas. Para Justiniano Duarte da Rosa es un día claro, divisa a la criatura arrinconada contra la pared, los ojos llenos de odio, el quinqué inútil en la mano. Hay que enseñarle el miedo, hay que educarla. Llegó la hora, ahí va la primera lección. Tereza recibe una bofetada con la mano abierta, otra, no sabe cuántas, ni ella ni el capitán las contaron. Rueda el quinqué, la muchacha trata dé protegerse la cara con un brazo, no gana mucho, la mano de Justiniano Duarte da Rosa es pesada y la golpea con la palma y con el dorso, con los dedos llenos de anillos. Tereza fue la primera en sacarle sangre, una cosa de nada, ahora es el capitán quien la hace sangrar; su mano se tiñe de la sangre de la muchacha: aprende a respetar, desgraciada, aprende a obedecer, cuando yo digo que hay que acostarse hay que acostarse; cuando yo digo que hay que abrir las piernas hay que abrir las piernas, y rápido, con honor y satisfacción. Yo te voy a enseñar a tener miedo; vas a tener tanto miedo que vas a adivinar mis deseos como todas las otras, más rápido todavía. Ya no la golpea, fue una buena lección, pero ¿por qué esta hija de puta no llora? Tereza trata de soltarse, pero no lo consigue; el capitán la sostiene de un brazo, casi retorciéndoselo. La muchacha aprieta los dientes, el dolor la atraviesa, el hombre va a romperle el brazo, pero no llorará, un guerrero no llora ni en la hora de la muerte. Un rayo de luna penetra en el cuarto por el agujero de la ventana condenada. Por el dolor del brazo retorcido, Tereza afloja, cae de espaldas, ¿aprendiste, idiota? De pie ante el cuerpo caído de la chica, el capitán suda, tiene una pierna arañada, la cara lastimada, pero se ríe victorioso. Su risa siempre es fatal. Suelta el brazo de Tereza; Tereza está derrotada, ya no ofrece peligro. En la rabia de la pelea, el capitán había terminado pegándole por pegar, maltratándola, por gusto, en la indignación se había olvidado de lo principal, había terminado la lucha con los deseos marchitos. El rayo de luna sobre las piernas de Tereza reenciende su deseo. Aprieta sus ojos chiquitos, baja los calzoncillos y balancea su sexo delante de la muchacha: mira, hijita, todo esto es tuyo, vamos, quítate el vestido, rápido, te estoy dando una orden. Tereza extiende las manos al borde del vestido, el capitán observa el gesto de obediencia, había conseguido dominar la rebeldía de esa endemoniada. ¡Más rápido, vamos! ¡quítate el vestido de una vez, así sumisa da gusto! Pero en lugar de quitarse el vestido, Tereza apoya la mano en el piso, se levanta de un salto y está de nuevo erguida en un rincón. El capitán pierde la cabeza, ¡te voy a enseñar, perra! Da un paso, pero recibe el pie de Tereza en los huevos, suelta un grito terrible, dolor más cruel, más insensato, se retuerce. Tereza alcanza la puerta y golpea con los puños, grita pidiendo socorro, por el amor de Dios, vengan que me va a matar. Recibe el primer mordisco de la correa de cuero crudo. Una correa hecha a propósito, siete tiras de cuero de buey, trenzadas, trabajadas con sebo, en cada cuerda unos diez nudos. Enloquecido por el dolor desmedido, por la furia, el capitán sólo piensa en golpear. Tereza recibe los golpes en las piernas, en el vientre, en el pecho, en los hombros, en la espalda, en las nalgas, en las caderas, en la cara; cada rebencazo de los siete rebenques, cada golpe de los nudos, es una línea de sangre, una hendidura en la piel. El cuero es como un cuchillo afilado, zumban los golpes en el aire. Jadeante, ciego de odio, el capitán pega como nunca pegó; ni a la negrita Ondina le pegó así. Tereza se defiende, ante todo la cara; con las manos llagadas se tapa la cara, pero no llora, sólo que los gritos y las lágrimas saltan de alguna zona de su ser sin que su voluntad pueda hacer nada. Son independientes. Tereza aúlla de dolor, ¡por el amor de Dios! Desde la habitación vecina llegan las inútiles, tontas imprecaciones de doña Brígida; no calman al capitán, no consuelan a Tereza, no despiertan a ningún vecino, ni a la justicia de Dios. El capitán es incansable, Tereza rueda casi muerta, empapada en sangre y el capitán todavía sigue golpeando. ¿Aprendiste, perra? Con el capitán Justo nadie se atreve y el que se atreve recibe su merecido. Hay que aprender a tener miedo, a obedecer. Todavía con el rebenque en la mano, Justiniano se inclina y toca el cuerpo, la carne de la niña. Un resto de deseo vuelve a moverse en su sexo dolorido, le sube por el cuerpo, le reanima la verga, vuelve a colocar en su sitio el orgullo. Todavía siente una especie de frío, resquicio de dolor; pero no será nada, no va a impedirle la cobranza del conto y quinientos mil reis. La chiquilla gime, llora entre protestas internas. El demonio. Justo le rasga el vestido de arriba abajo, todo es sangre en la tela y en la carne dura y tersa. Toca la punta de los pechos, todavía no son pechos, son formas nacientes, las caderas apenas se redondean, tan sólo un comienzo de mujer, algo que será, una niña muy verde aún, pero tan del gusto del Capitán, mejor no podía ser. Un perro infernal, pero qué hermosa, bocado de rey, un coño tan virgen nunca se vio. Baja la mano y toca los ralos, negros y sedosos pelos del vientre, tan pequeño, pasa la lengua besándolos, extiende el dedo para tocar el misterio del botón de rosa, más allá del dolor, de la rabia, el capitán restablecido en su deseo, dispuesto al acto, con la verga erguida, va a comenzar la función. Pero ese demonio cruza las piernas, cierra los muslos. ¿De dónde saca tanta decisión? El capitán trata de descruzarla, no hay fuerza humana que lo consiga. Otra vez la rabia busca el rebenque. Se pone de pie y la golpea. La golpea con desesperación, la golpea para matarla. Para ser obedecido cuando ordena o desea algo. ¿Qué sería del mundo sin obediencia? Los aullidos de dolor se pierden en el matorral por donde escapa doña Brígida con la nietita en los brazos. El capitán sólo deja de golpear cuando Tereza ya no grita, un pedazo inerte de carne. Descansa unos instantes, deja la correa en el suelo, descruza las piernas, toca el recóndito secreto. Todavía intenta la niña un leve movimiento, pero dos bofetones la terminan de acomodar. Al capitán le gusta desvirgarlas verdecitas aún, con olor y gusto de leche. Tereza, con gusto de sangre.