De vuelta del arroyo, doña Brígida sube hablando sola, cercada de sombras. En medio de la ladera oye gritos que la sacan de su ensimismamiento, da unos pasos más y divisa a una chica arrastrada por los brazos y las piernas, debatiéndose entre el capitán y Terto Cachorro.
Se esconde detrás de una mangueira[77], aprieta al bebé contra su pecho, murmura imprecaciones, un día Dios mirará tanta maldad y habrá de enviar un castigo. ¿Cuándo llegará al fin de sus penas?
Los gritos estallan en su pecho, le desgarran el corazón, se le dilatan los ojos, cierra la boca, se altera su rostro, se transforma doña Brígida y se transforma el mundo que la rodea. Quien sujeta a la víctima entre sus brazos ya no es Justiniano Duarte da Rosa, su yerno, llamado capitán Justo, es el Porco[78], descomunal y monstruoso demonio. Se alimenta de niñas, les chupa la sangre, mastica su carne fresca, tritura sus huesos. El Hombre-lobo lo ayuda, vasallo abyecto, olfatea y levanta caza para el amo, perro principal de la horda de malditos. Falso y malvado, a la menor distracción del Porco devorará a las niñas; cobarde como es, se satisface con la carnicería. Doña Brígida por esa época ya adivina los pensamientos, ve por dentro, hace mucho que le fue concedido ese don.
Además del Porco y del Hombre-lobo, hay varios personajes igualmente terroríficos; doña Brígida no consigue retenerlos a todos en su cabeza confusa, pero apenas uno de ellos aparece en el campo, comerciando carne, de inmediato lo reconoce. Comerciante de carne, por ejemplo es la Mula-Sem-Cabeça.
La Mula-Sem-Cabeça puede convertirse en Dama Nobre[79], Boa Madrinha[80] o Cortesã[81], pero no podrá engañar a doña Brígida. Cuando apareció en la puerta por primera vez, unos días después del entierro de Dóris, doña Brígida la atendió en la sala porque el capitán había ido a una riña de gallos. La chiquilla de la mano, se presentó doña Gabi, madrina y protectora. El señor capitán le había pedido a la muchacha para que ayudara en la crianza de la huérfana, era muy buenecita. Doña Gabi tenía buenas maneras, conversación agradable, una vieja de fina educación era; mejor señora para una visita de pésame no se podía pedir, fue de mucho consuelo para la madre deshecha.
Cambiando confidencias, se hicieron casi íntimas; ni se dieron cuenta del regreso del capitán. A la puerta de la sala, señalándola con su gordo dedo, sacudiéndose de risa, Justiniano Duarte da Rosa terminó en carcajadas que le hacían saltar la barriga. Hombre de poco reír, cuando el capitán se reía de esa manera era un gusto verlo. Quería hablar y no podía, las palabras se le perdían entre carcajadas:
—Amigas, amigotas, ¿quién iba a decirlo?
Doña Gabi se levanta amedrentada, sin saber qué hacer, disculpándose:
—Aproveché para dar el pésame —enseguida se despidió—. Adiós, señora.
Tenía prisa por dejar la sala, tiraba de la chiquilla pero el capitán la detuvo:
—¿Adónde vas? Puedes hablar acá mismo.
—¿Acá? ¿No es mejor…?
—Acá mismo. Vamos, habla.
—Pues, conseguí esta chiquilla, puede ayudar en la crianza de la huerfanita… —miró a doña Brígida, la viuda ya había enjugado las lágrimas obligatorias de las condolencias; bajó la voz—. Para lo principal es bocado fino…
El capitán contenía la risa con dificultad. Gabi no sabía si debía reírse de miedo o llorar de compasión.
—Hoy la voy a probar, si vale la pena mañana paso por allá y te pago lo prometido.
—Por favor, capitán, déme una parte. Estoy muy necesitada, tengo que pagarle a la que la trajo, vino de lejos.
—Yo no adelanto dinero, tú lo sabes bien. ¿Ya se te olvidó, quieres que te lo recuerde? Si vale la pena te pago mañana. Si quieres, puedes venir a cobrar aquí. Así le haces compañía a mi suegra. Compañía a mi suegra, eso sí que está bueno…
Nuevamente se sacudía con la risa. Gabi le suplicó:
—Págueme un poco hoy, capitán, por favor.
—Ven mañana por la mañana. Si es virgen, pago; si no, no, y en ese caso te aconsejo que no aparezcas por aquí…
—Yo no asumo responsabilidades. Por doncella me la dieron y así se la traigo. Lo mejor que encuentro se lo traigo.
—¿No asumes responsabilidades, eh? ¿Me quieres engañar otra vez? Porque la otra vez no te di tu merecido y no terminé con tu nido de ratas, te crees que soy idiota. No pierdes nada esperando. Lárgate.
—Tiene que pagarme por lo menos lo que gasté.
El capitán le dio la espalda y allí mismo, delante de la suegra le preguntó a la chiquilla:
—¿Eres virgen? No me mientas que es peor.
—Ya no, señor…
Justiniano se dio vuelta y agarró a Gabi por un brazo sacudiéndola:
—Calma, capitán, ¿qué es eso? —intervino doña Brígida todavía sin entender el motivo de la risa y de la exaltación del yerno—. ¡Calma!
—No se meta donde no la llaman. Quédese en su rincón y dese por contenta.
Otra vez las sacudidas de la risa lo desgarraron al oír salir a su suegra en defensa de la celestina.
—Deje ir a esa pobre señora en paz…
Era para morirse de la risa.
—¿Usted sabe quién es esa pobre señora? ¿No lo sabe? Pues va a saberlo ahora mismo. ¿Nunca oyó hablar de Gabi-Mula-de-Padre, que fue amante del padre Fabrício y después de su muerte puso pensión de putas? Con el dinero de las misas… —ya le dolía la barriga, completamente entregado a la risa, desde la boca a las tripas—. Esto sí que es bueno.
—¡Ay, Dios mío!
A todo correr Gabi-Mula-de-Padre ganó la calle con el rabo entre las piernas. La muchachita quiso irse también, pero el capitán se lo impidió:
—Tú te quedas —le medía el cuerpo con ojo conocedor, valía la pena—. ¿Cuánto hace?
—Un mes, señor.
—¿Sólo un mes? No me mientas.
—Sí, señor.
—¿Quién fue?
—El doctor Emiliano, de la fábrica.
Debía haberle reventado el hocico a la celestina sucia y ladrona, venirle a él con restos de los Guedes. Competidores fuertes los ricachos, sobre todo Emiliano Guedes. De la fábrica siempre venían agujereadas; de esas tierras el capitán todavía no había conseguido una argolla para su collar.
—¿Trajiste tus cosas?
—No tengo nada, señor.
—Anda para adentro.
Doña Brígida miró al yerno, quiso decirle algo, pronunciar una palabra terrible de condena, pero de nuevo el capitán se revolcaba de risa «esa pobre señora, esa pobre señora» con el índice apuntando a la suegra, Doña Brígida salió aterrorizada, hacia el matorral, hacia el infierno.
Ni el mínimo requisito de respeto, como si ella no existiera. Por la noche, después de la sombría cena a la luz de los quinqués, el capitán fue a buscar a la novata a la habitación donde dormía: «¡Vamos!». Al final del corredor, entre el humo colorado de la lámpara de petróleo, doña Brígida vio al Porco, tenebroso, inmundo, por primera vez lo reconoció.
Se encerró con la nietita. Ya antes de la muerte de Dóris no estaba en su sano juicio. Los estallidos del capitán atravesaban las paredes. El hijo de puta de Guedes la había perforado por delante y por detrás.
En ese año y medio, después de la muerte de Dóris, la Mula-de-Padre reaparece a menudo, siempre con una ahijada de la mano, pero apenas la divisa a la puerta o en el camino doña Brígida la identifica. Le basta verla para que el mundo se convierta en un infierno poblado de demonios. Porque doña Brígida está pagando sus pecados en vida.
Mula-Sem-Cabeça, manceba de cura, sacrilega. Tampoco engaña al Porco, cuyos arranques de rabia hacen caer las hojas de los árboles, matan todo lo creado, destruyen los pájaros del matorral.
—No me traigas carnaza, ya te dije que no como las sobras de otros. Te voy a romper la cara, perra…
Gritos y gemidos y golpes, el silbido de la correa, una negrita gritando la noche entera, en el cuello del Porco un collar de doncellas, la argolla mayor, de oro macizo, era Dóris. La cabeza de doña Brígida está cada vez más pesada, un poco en el mundo, otro poco en el infierno, ¿cuál es peor?
¿Dónde había quedado aquella majestuosa señora doña Brígida, primera dama de la comarca, viuda del benemérito doctor Ubaldo Curvelo, Reina Madre presidiendo el casamiento de la hija única? Los hechos se le mezclaban en la cabeza, la razón se le escapaba. Se descuida en el vestir, con manchas en la falda y la blusa, las chancletas viejas, el pelo despeinado. Se olvida de las cosas y de las fechas, mezcla detalles, la memoria va y viene imprecisa e inconstante. Pasa días enteros ensimismada, hablando sola, cuidando a la nieta, de pronto un incidente cualquiera la sumerge en la alucinación. Los monstruos la persiguen: delante de la corte infernal, el Porco que le devoró la hija y pretende devorarle la nieta.
Guarda exacta y plena conciencia de su crimen. Sí, porque ella, doña Brígida Curvelo, igual que Gabi-Mula-de-Padre, alimentó al Porco, igual que Terto Cachorro Hombre-lobo, levantó caza para Justiniano Duarte da Rosa, capitán de los Cerdos y de los Demonios. Le entregó a la propia hija para que le chupase la sangre, le triturase los huesos, le comiese la escasa carne.
No intenten decir que fue inocente, por favor, no digan que fue una víctima de las circunstancias, no digan que fue engañada al tomar al capitán por ser humano, al confundir lo que era un sórdido arreglo de cama con nobles asuntos de casamiento. Estaba pagando en vida sus pecados con razón. Supo la verdad desde el principio, la supo desde su primera mirada de frente al capitán, nunca se había engañado, se había pasado sin dormir noches enteras y exactamente desde entonces había desarrollado el don de adivinar los pensamientos y de prever el futuro.
Sabía pero no quiso saber, se calló, tragó sapos y culebras, tapó con un dedo la llaga de tísica del pecho de Dóris, con otro tapó el sol, pasó su mano de amnistía sobre las maldades del capitán y llevó a la niña hacia el altar, y a la cama de soltera en la alcoba, en el festín matrimonial. El Porco se la comía en el almuerzo, en la cena, en el desayuno, en cada comida un pedazo. Con la barriga preñada Dóris fue quedando cada vez más lisa, más pequeña, cuando murió casi no hubo qué enterrar.
Por ese crimen, Dios Todopoderoso le dio el castigo de purgar el infierno en vida, en la casa maldita del yerno, en los campos mal adquiridos, en los sembrados trabajados por arrendatarios famélicos, en los gallos de riña con espolones de hierro, en los cabras de puñal y fusil, en las muchachas. Niñas y muchachas, a veces mujeres formadas, raras veces. ¿Cuántas después de la muerte de Dóris? Doña Brígida había perdido la cuenta, no ganaba nada contando las del campo si omitía a las de la casa de la ciudad, tras el almacén.
Se olvida de muchas cosas, de otras recuerda fragmentos. Se olvida de las ansias, del desvarío de Dóris; aunque doña Brígida se hubiese opuesto al casamiento, Dóris, enloquecida de orgullo y lujuria, por su propia cuenta habría entrado en la alcoba con el novio de la mano, cínica y libertina. Arrancó de su memoria la visión de Dóris en la sala con el novio, la compostura perdida, la lengua y las manos desatadas. Recuperó a la hija, inocente escolar sin malicia, los ojos bajos, prometida de Cristo, el rosario en la mano, entregada a los rezos, a su vocación mística de monja. Víctima de la ambición de la Madre y de la lujuria del Capitán.
Borró también de los ojos y de la memoria la imagen de Dóris esposa apasionada y humilde, una esclava a los pies del marido. Había durado diez meses el matrimonio, diez rápidos días para la pasión de Dóris, diez siglos de humillación y afrentas para doña Brígida.
No hubo nunca antes ni volverá a haber una esposa más devota y ardiente. Dóris se pasó esos diez meses en celo y dando gracias al capitán. Había vuelto de la luna de miel ya con la barriga llena, en una exaltación, y en ella vivió hasta morir en el parto. Atenta al menor deseo del amo y señor, suplicándole una mirada, un gesto, una palabra, la cama. Hinchada de orgullo, del brazo de Justiniano, las pocas veces que la llevó al cine o en las contadas visitas a la ciudad. Doña Brígida perdió el juicio en el esfuerzo de borrar de su memoria escenas indignas. Dóris agachada ante la palangana de agua caliente lavando por las noches los pies del cerdo y besándolos. Besándolos dedo por dedo. Algunas veces, bromeando, el capitán la golpeaba con su pie en la cara y derribaba el saco de huesos. Conteniendo las lágrimas, Dóris ponía cara divertida, como si fuera un juego. Madre mía, así eran las caricias del capitán.
¡Cuánta humillación, Señor!, pero Dóris gozaba con esa vida, sólo vivía para acostarse con el marido, para recibirlo entre sus piernas, tristes palillos.
Al comienzo, llena de proyectos y reivindicaciones, doña Brígida trataba de dialogar con el yerno para lograr un cordial entendimiento. En la mesa, expuso proposiciones modestas, vivir en la ciudad, en la casa de la Plaza Matriz, casa propia, no había que pagar alquiler, tren de vida digno de familia de tanta consideración, de gastos reducidos, pues buena parte de los productos los proveía el almacén; criadas y costureras, eran personas que trabajaban sólo por la comida, casi gratis; recibirían a los amigos, a las personas amables, doña Brígida sabía cómo hacerlo, con la necesaria categoría y pequeños gastos. El capitán cruzó el comedor, se chupó los dedos con restos de porotos:
—¿Sólo eso? ¿Nada más?
Ninguna otra palabra esclarecía su pensamiento, la conversación moría en ambigüedades. Pasados unos días, la viuda se enteró de que había alquilado la casa de la Plaza Matriz a un protegido de Guedes, dueño del alambique de cachaça. Doña Brígida, todavía llena de realeza y de sueños, se subió al guindo y pasó del diálogo a la discusión, de las propuestas a las exigencias. Disponer de su casa sin siquiera consultarla, ¡qué atrevimiento! ¿Adónde irían a vivir cuando quisieran quedarse en la ciudad, o el yerno pensaba que doña Brígida se iba a pudrir en el campo? ¿Se tenía que contentar con las habitaciones al fondo del almacén, en la promiscuidad de los vendedores y los cabras? ¿El capitán no se daba cuenta de con quién estaba tratando? No era una cualquiera.
Abierta la discusión, se cerró de una vez para siempre. Estaba doña Brígida de lo más embalada cuando el capitán exclamó:
—¡Mierda!
Se quedó doña Brígida con la boca abierta, la mano en el aire; el capitán la fulminaba con sus ojitos. ¡Qué casa ni casa! ¿quién había pagado la hipoteca al banco? Tanta altivez, aristocracia de mierda, un saco de boñigas, eso es usted, no tiene dónde caerse muerta, y si aquí tiene casa y comida, agradezca que es madre de Dóris. Si quiere irse, pasar hambre en la ciudad, vivir con su pensión, la puerta está abierta, puede irse cuando quiera, nadie la necesita. Pero si pretende seguir viviendo aquí, de mi bolsillo, entonces métase la lengua en el culo y no vuelva a levantar la voz.
En ese momento infame, ¿no estaba Dóris para apoyarla, para darle fuerzas en su lucha? Al contrario, Dóris se mantenía siempre del lado del marido y en contra de su Madre.
—Madre, se está usted poniendo insoportable. Justo tiene demasiada paciencia. Con todos sus problemas, y usted lo anda provocando. Por el amor de Dios, termine con eso, déjenos vivir en paz.
Un día, oyéndola quejarse a una visita de la ciudad, Dóris había reaccionado airadamente:
—Termine con eso de una buena vez, Madre, si quiere seguir viviendo aquí. Vive de favor y todavía se queja.
El trono de la reina estaba destrozado, aristócrata de mierda, se había roto un alambre en su mente. Sombría y obstinada, un resto de dignidad, de pudor, de amor propio, le impedía hablar con el yerno; con Dóris sólo lo estrictamente necesario. Empezó a hablar sola por el campo.
En cuanto a Dóris, había perdido todo resto de dignidad, de pudor, de amor propio, era un trapo sucio en manos de su marido, que había vuelto a los hábitos anteriores al casamiento.
Frecuentemente el capitán llegaba de la ciudad en la madrugada, el pecho gordo empapado de sudor. Dóris sentía el olor a mujer, a perfume barato, olores fuertes, vestigios que estaban a la vista pues jamás había pasado por la cabeza de Justiniano Duarte da Rosa ocultárselo a su esposa. Pero igualmente, venido de otra en la habitación del fondo del almacén o en la pensión de Gabi, la montaba como postre y en esas ocasiones la flaca se superaba; ¡ah! no había puta que se le comparase.
Otras veces sucedía que estaba cansado y no quería ni siquiera lavarse los pies, rehusaba el agua caliente y las caricias «vete al infierno, déjame en paz», se iba a dormir. Dóris se pasaba la noche llorando, llorando bajito para no molestarlo. ¿Quién sabe si al despertarse, mañana, la querría? En la espera, una esclava a sus pies.
Nunca se atrevió a protestar, jamás abrió la boca para quejarse. Ni siquiera cuando el capitán, irascible y estúpido, la maltrataba con insultos e injurias. Doña Brígida se carcomía por dentro, la amargura le quitaba el juicio. Una vez, porque Dóris demoraba en traerle la chaqueta reclamada a gritos, Justiniano le dio una bofetada, delante de la madre:
—¿No me oíste, gusano?
Dóris lloró por los rincones pero no quiso ni oír a su madre que le hablaba de irse, en la indignación del primer impulso. «Es una tontería, un bofetón sin importancia, yo tuve la culpa, me demoré mucho». En ésas y otras cuestiones se había rematado el orgullo y el juicio de doña Brígida.
De una u otra manera, así o asado, Dóris supo conservar despierto el interés del capitán, quizá porque el fuego de la tuberculosis la consumía, no había puta que se le comparase, y el capitán era competente en la materia. Dos días antes del parto y la muerte, todavía la montó a la manera de los animales, debido al impedimento de la barriga, y Dóris se dio con la misma ansia de la primera vez, en su alcoba de soltera de la casa de la Plaza Matriz, cuando había ido a cambiarse el vestido de novia. Profundo y duradero amor, de esposos, según la comprobada tesis del juez, un talento.
La tuberculosis se declaró galopante en la última semana de gravidez. El catarro de la época del noviazgo había crecido hasta una tos, crónica después del casamiento, habían aumentado las ojeras y la inclinación de los hombros, pero sólo vomitó sangre en la víspera del parto. Traído de urgencia con el camión, el doctor David se remitió a su consulta anterior: «Yo les previne. Debían atrasar el casamiento, hacer análisis. Ahora es tarde, ni siquiera por milagro».
Al ver a la hija desvanecida, escupiendo sangre, otros hilos se rompieron en la mente de doña Brígida. Olvidó agravios, malas palabras, el desamor, borró las imágenes lúbricas y humillantes de la novia y de la esposa, reencontró intacta a la niña de las monjas, a la pura Dóris de ojos bajos y rosario entre las manos, lejos de la maldad del mundo, camino del noviciado. Con la hija devuelta a la santidad, partió hacia el infierno donde debía purgar su crimen. De la lucidez sólo le quedó lo necesario para cuidar a la nietita.
Nacimiento y muerte habían ocurrido en una noche de lluvia, casi en el mismo momento. La niña, fuerte y gorda, vino al mundo con las manos expertas de la partera Noquinha; Dóris no tuvo las del doctor David, que llegó tarde para el parto, pero a tiempo para atestiguar la defunción.
¿Habría sentido algo el capitán? En la ciudad se supo que, tras dejar al doctor en su casa, se dirigió con el camión a la pensión de Gabi, donde cuatro trasnochadores estaban bebiendo coñac, en compañía de Valdelice, muchacha de probado oficio. Ya efectuado el trato con uno de los cuatro para pasar la noche entera juntos, la joven esperaba con sueño y paciencia el fin de la cachaça de los clientes, envueltos en una discusión sobre fútbol. En el mostrador, Arruda, mozo y amante de Gabi, que se las daba de valiente, roncaba. El capitán entró y, sin decir palabra, agarró la botella de coñac y se tomó un trago. Arruda se despabiló para pelear, pero cuando reconoció al capitán postergó su coraje para otra ocasión.
A falta de cosa mejor, el capitán se contentó con Valdelice. Pero como, debido a su compromiso previo, la muchacha se resistía a la invitación, con el «Vamos» le aplicó dos bofetadas y, agarrándola por los pelos, la encerró en un cuarto. Salieron ya avanzada la mañana.
En el centro de la ciudad, la noticia de la muerte de Dóris, con detalles exagerados, había reunido desde la mañana la asamblea de comadres en el atrio de la iglesia. Vieron al capitán Justo cruzar la calle, procedente del lado de Cuia Dágua, donde ejercían las rameras. Pesado, lerdo, mudo, siniestro, un animal.
Con la hija muerta y enterrada, doña Brígida se imaginó heredera. Con suprema audacia elevó la voz y reclamó un inventario. El capitán se le rió en la cara, fue designado inventariante por el mismo juez, y como gran favor consintió en darle una habitación en el fondo y el cuidado de la nieta.
Con el correr de los días y de las mujeres, un año y medio después del entierro de Dóris, sucia y andrajosa, loca mansa, doña Brígida vivía entre monstruos de cordel, entre el Porco y el Hombre-lobo y la Mula- Sem-Cabeça. Perseguida por un acuciante sentimiento de culpa, autora de un crimen sin perdón en contra de su misma hija, cándida e indefensa, expiaba el infierno en vida.
Cuando haya cumplido la sentencia completamente, cuando haya purgado la condena dictada por el Señor, entonces bajará el Angel de la Venganza. En infinitas conversaciones consigo misma celebra el día de la liberación. Un ángel del cielo, San Jorge o San Miguel, o el desesperado padre de una hija violada, el comprador robado en las cuentas, el criador de gallos estafado en la pelea por apuestas, un cabra, una miserable cualquiera, quién sabe si el cobarde Hombre-lobo, matará al Porco. Redimida entonces de su pecado, doña Brígida se marchará libre y rica para darle a su nieta el destino que su estirpe le debe. ¡Ah! que sea pronto, antes de que la niña se transforme en adolescente apetecible para el capitán, en argolla para su collar de oro.
Detrás del mango, con la nena en los brazos, los pelos desgreñados, vestida con andrajos, doña Brígida pierde de vista la escena, se le aparecen los monstruos llevándose a la niña, los monstruos están sueltos, pueblan los campos, las plantaciones, el bosque, la casa, la tierra entera.
Meten el cuerpo rebelde dentro de la habitación, cierran la puerta por fuera. El capitán se escupe las palmas de las manos y las refriega una con otra.