Majestuosa en su porte altivo, majestuosa en las sedas susurrantes del largo vestido, en el sombrero con flores artificiales, en el abanico desplegado, majestuosa en el deber cumplido, doña Brígida resplandecía el día del casamiento, el puerto de abrigo, el atracadero definitivo. Terminadas para siempre las amenazas de miseria, ya no eran mendigas enmascaradas. Había cumplido su deber de madre y recibía las congratulaciones con una sonrisa condescendiente.
Dóris, con su vestido de novia lleno de arabescos, copiado de un modelo salido en una revista de Rio, el capitán de flamante traje azul de cachemira, los invitados con sus ropas domingueras, se celebró el casamiento más comentado de Cajazeiras do Norte. En la Iglesia Matriz, la ceremonia religiosa, con lágrimas maternas y un sermón a cargo del padre Cirilo. El acto civil, en casa de la novia, con un primoroso discurso del juez, doctor Eustáquio Fialho Gomes Neto, el poeta Fialho Neto con pomposas imágenes sobre el amor, «sentimiento sublime que transforma la tempestad en bonanza, remueve las montañas e ilumina las tinieblas» y así de corrido, todo muy inspirado.
La ciudad entera compareció en la Plaza Matriz, inclusive doña Ponciana de Azevedo, recuperada del susto, dispuesta a nuevas lides, respetando, claro está, al capitán y su familia «novia más linda que Dóris nunca vi, créame, Brígida, querida amiga». Eufórica aunque llena de dignidad, doña Brígida acepta los elogios de las comadres.
La Reina Madre preside atentamente la fiesta, dirige la comilona, da órdenes a los criados con seguridad. Ve cuando Dóris abandona el salón para cambiarse en la alcoba. El capitán la sigue, se mete dentro del cuarto también él, mi Dios, ¿será posible? ¿Por qué tanta prisa, no pueden esperar un día más, unas horas más, el viaje en tren, el cuarto de hotel? ¿Por qué allí, casi a la vista de los invitados?
A la vista de los invitados, de todos los invitados, sí, Madre. De la ciudad entera, si es posible. De las muchachas y de las niñas, todas sin excepción, de las clientas del montecito atrás del colegio, de las que allí se babeaban entre los besos y el esperma de los condiscípulos, las que lo hacían en los jardines del chalet de los Guedes, con los ricos, detrás de los mostradores de las tiendas con los vendedores en las tardes vacías. Sí, a la vista y delante de todas, de las que le venían a contar sus besos y sus abrazos, ayes y gemidos, sus pechos estrujados y sus piernas abiertas, las que le daban envidia y la humillaban y le decían monja, hermana y madre. Que vengan y vean y que traigan a todas las demás mujeres de la ciudad, las casadas también, las serias y las adúlteras, las doncellas, locas resignadas en las quintas y jardines, las comadres en las ventanas y las iglesias, las monjas en el convento, las mujeres de la vida de la pensión de Gabi y las callejeras, que vengan todas a ver, que no falte ninguna.
Los brazos en cruz sobre el pecho de tísica, los ojos salidos de las órbitas, un estremecimiento en el cuerpo frágil, ganas de gritar, de gritar muy fuerte. Justo, déjame gritar, ¿por qué me impones silencio, mi amor? Quiero gritar bien fuerte para que todos vengan a vernos, en cueros, la pobre Dóris, y a su lado, en la cama, dispuesto a quitarle la virginidad, a gozarla, piafante de deseo, un hombre. No un niñato de colegio, no un nene de mamá en apresurada masturbación, la mano en el pecho, en las piernas, hazlo pronto que viene gente. Un hombre y ¡qué hombre! Justiniano Duarte da Rosa, el capitán Justo, macho reconocido y celebrado, todo entero para Dóris, su marido. ¿Oyeron? Su marido, su esposo, con ceremonia en la iglesia, con papeles firmados por el juez. Esposo, amante, macho, su hombre, completamente suyo, en la cama, allí en la alcoba, cerca del salón, ¡vengan todas a verlo!